era una característica del proletariado argentino, los organizadores políticos y sindicales se movían ni más ni menos junto a la masa humana que pretendían organizar, como parte de ella y adecuándose a su lógica, en el ida y vuelta permanente que distinguió su calendario laboral entre el campo y la ciudad. Ese movimiento humano era protagonizado en simultáneo por una masa muy numerosa de trabajadores, lo cual favorecía la percepción de sí mismos —y la de los demás sobre ellos— como un conjunto trascendente, activo y capaz de coaligarse por sus intereses en común. Se movilizaban durante meses a lo largo y a lo ancho de todo el territorio sembrado, transformando a su paso la vida cotidiana de pueblos, ramales ferroviarios, caminos, proveedurías, estaciones de acopio y desde luego, la de las propias explotaciones agropecuarias. Así, durante décadas, masas de cientos de miles de obreros compartieron un trabajo colectivo año a año, cooperando en el proceso de producción, enfrentándose a problemas comunes, luchas, negociaciones, acuerdos y temporadas buenas y malas. Acaso fueron pocos los braceros que compartieran dos temporadas con el mismo plantel de peones. Sin embargo, eso no era tan importante para la percepción de los intereses que los unificaban, ya que más allá de su relación personal, en cada nuevo trabajador podían reconocer a un compañero. No sólo de un equipo de trilla o de una cuadrilla de acopio puntual, sino de ese ir y venir, un compañero del campo y de la ciudad, del tren, del camino o de la changa. En una palabra, un camarada de esa vida proletaria. Y a tal punto esas experiencias conformaron un modo de vida y bagaje subjetivo para miles de hombres y mujeres, que sus vestigios aún forman parte de la cultura popular argentina. Por caso, ya antes de las huelgas de 1918, el hijo de un obrero ferroviario de la localidad de Peña, en el partido bonaerense de Pergamino, se hizo eco de las expresiones de la mística obrero-rural de esos años, y se transformaría luego en uno de los pilares fundamentales del folklore popular: “la soledad del campo y los sonidos que surgían de las guitarreadas de los peones al terminar de trabajar en los galpones de maíz, fueron despertando su vocación. Sus historias, sus miradas y las marcas del trabajo duro calaron hondo en el niño embelesado por la ‘pampa inolvidable’.” Con estas palabras, la “Guía del visitante” de la Dirección de Turismo de la Municipalidad de Pergamino se refería en 2009 a Atahualpa Yupanqui.
Los obreros que se quedaron sin “granero del mundo”
Ya durante los años ‘20 se produjo un gran ciclo de desmovilización y desafiliación sindical en las zonas rurales (Ascolani, 2009). Los desenlaces de la semana de enero de 1919, la fatídica huelga de braceros en el sur de Buenos Aires (Sartelli, 1993c), y la masacre de la Patagonia en 1921-1922 (Bayer, 1974), hicieron entrar en crisis a las direcciones anarquistas, más proclives a la acción directa. Además, surtieron su efecto la represión y la persecución estatal y paraestatal sobre el conjunto del movimiento. Por otro lado, comenzó a profundizarse la mecanización de las cosechas: los chacareros comenzaron lentamente a implementar la cosechadora-trilladora automática de trigo, y el carro empezó su metamorfosis hacia el camión. Así, el problema de la desocupación comenzó a poner a los trabajadores más a la defensiva, acaso para siempre.
En esta transición contradictoria, se produjo el último episodio huelguístico en el sur de Santa Fe, a punto de arrancar la cosecha de trigo de 1927/1928 (Ascolani, 2009). En él, tomaron singular protagonismo las Bolsas de Trabajo, es decir, el control obrero de la distribución del trabajo y los trabajadores en los campos para asegurar ocupación y salarios suficientes para sus miembros. El envío del Poder Ejecutivo Nacional de las mismas tropas que habían ahogado en sangre la rebelión de los esquiladores en Santa Cruz seis años antes, tuvo un efecto disuasivo que canalizó el conflicto hacia el terreno de nuevas experiencias de negociación pacífica y mediación estatal. Los éxitos parciales de esta vía ante la amenaza de la derrota aplastante y violenta, operaron fortaleciendo las posturas reformistas en el seno de las corrientes sindicales que disputaban la dirección del proletariado agrícola.
Luego, en la década del ‘30, las luchas obrero-rurales profundizaron su institucionalización. Por un lado, porque se extendió el predominio de corrientes reformistas y los liderazgos anarquistas entraron en su decadencia final en el movimiento obrero argentino. Por otro, porque el contexto de desocupación se agravó a límites extremos con la crisis económica general, manteniendo los reclamos proletarios a la defensiva. Asimismo, el peso numérico de los peones agrícolas siguió disminuyendo por la mecanización de la cosecha triguera, mientras el ida y vuelta rural-urbano fue cada vez menos frecuente. A causa de ello, los asalariados del campo y los de la ciudad fueron coagulando como fracciones cada vez más separadas. No sólo porque la demanda de brazos del campo seguía decayendo, sino porque el desarrollo industrial de los años ‘30 reforzaba la atracción y fijación de los trabajadores en las grandes urbes del litoral (Ortiz, 1964; Murmis y Portantiero, 1971).
Como parte de los intentos por contener la conflictividad agraria y ganar apoyos populares, gobiernos conservadores como el de Fresco en la provincia de Buenos Aires, improvisaron instancias de negociación y acuerdos entre patrones y empleados rurales (Ascolani, 2009; Barandiarán, 2008). Desde ya, para que éstos funcionaran y pudieran legitimarse, debían dar lugar a ciertas demandas obreras, y en ese marco las Bolsas de Trabajo tomaron fuerza como intermediarias entre los braceros y su ocupación14. Naturalmente, los gobiernos pugnaban por instrumentarlas en pos de la estabilidad social entre los trabajadores, contribuyendo a la marginación de las expresiones más combativas personificadas por anarquistas y, ahora, también por comunistas. A partir de ello fue formándose cierto andamiaje legal que ofreció regularidad tanto a las relaciones obrero-patronales como a los mecanismos por los cuales procesar los conflictos, garantizando que no se interrumpiera la producción ni la comercialización de granos en medio de la crisis más resonante de la historia del capitalismo mundial.
Durante los primeros años del peronismo, la crisis agrícola y el giro ganadero de la zona pampeana hicieron que gran parte de las chacras familiares pudieran solucionar la cosecha de trigo y maíz casi sin requerir de obreros temporarios (Barsky, 1989; Lattuada, 1986). Las superficies destinadas a los cereales eran muy reducidas, y esto permitía que un agricultor pudiera recolectar el grano con su familia o con productores vecinos (Balsa, 2006). En lo que hace a la mecanización del trabajo, el boicot norteamericano a las importaciones de insumos y maquinarias, se encargó de retrasarla al menos unos años más (Rapoport, 2007). De todas formas, sin la demanda estacional de braceros como antaño, el epicentro del mundo obrero-rural pampeano se derrumbó. Como contracara, la industria de las ciudades se expandió mucho más firmemente que en la década anterior. En ella los trabajadores podían conseguir ocupación estable y bien paga, por lo que el flujo rural-urbano se transformó en un camino ya sin retorno, y cada temporada de cosecha que no ofrecía ocupación o ingresos suficientes a los peones alimentaba una nueva oleada del éxodo (Bocco, 1991; Canitrot y Sebess, 1974).
En ese contexto, los obreros postergados defendieron su ocupación rural apostando a la organización sindical y la acción directa. En esto no hubo demasiadas noticias, ya que ellas habían sido antes sus herramientas de lucha. Pero lo novedoso fue su resignificación en un nuevo contexto, y la reconfiguración del conjunto del movimiento obrero-rural. Por un lado, se consolidaron las Bolsas de Trabajo como representantes de los intereses obrero-rurales, aunque ya no exactamente de todos. Además, ellas profundizaron su apelación al Estado como entidad mediadora e incluso protectora. Y por último la capa decisiva de los obreros más calificados de la agricultura comenzó a quedar definitivamente afuera de la vida sindical. De hecho, en adelante los proletarios de la agricultura pampeana se dividieron fundamentalmente entre los que aprendieron a manejar las nuevas máquinas, y los que aprendieron a organizarse para combatirlas.
Un oportuno auxilio del Estado peronista
En los años ‘40, la legislación laboral-agraria del peronismo contuvo en algo la situación del proletariado agrícola. Aunque no resolvió el origen económico del problema —es decir, la caída en la superficie sembrada—, trajo novedades que ayudaron a paliar significativamente su situación. En principio, a partir del Estatuto del Peón Rural de 1944, pasó a regularse en todo el país un salario mínimo para los obreros rurales permanentes, su asistencia médica y farmacéutica, vacaciones pagas e indemnización por despido sin causa justificada, descanso dominical, alimentación en condiciones de abundancia e higiene adecuadas, y alojamiento con requerimientos