Juan Manuel Villulla

Las cosechas son ajenas


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segmentación jerárquica de sus remuneraciones. Sin embargo, llamativamente, eso no fue obstáculo para que pudieran unificar algunos de sus reclamos y articular ciclos de huelgas como las que relataba La Vanguardia ya en 1904.

      Así, si bien la heterogeneidad de esta masa de trabajadores, junto a la estacionalidad de las tareas, coartó en parte la constitución de organizaciones sindicales duraderas (Ansaldi et al, 1993), la mixtura de todos estos elementos no impidió la formación de una subcultura y formas de conciencia política específicas de este original proletariado agrícola, ni su participación en la mayoría de los ciclos de conflictos obreros del período. En situaciones extraordinarias, estas luchas adoptaron la forma de ciclos de huelgas proletarias lideradas por sindicatos y agrupamientos políticos, como las de 1902-1904, y sobre todo las de 1918-1921 (Marotta, 1975; Ansaldi et al, 1993). Estas últimas fueron las más fuertes, teñidas por la crisis bélica, por el entusiasmo revolucionario de 1917 en el movimiento obrero criollo, y por el terror patronal a la posible generalización del ejemplo bolchevique (Godio, 1973; Belloni, 1975; Bilsky, 1984). Movilizaciones de cientos y aún miles de trabajadores, huelgas, piquetes para impedir el trabajo de rompehuelgas (“crumiros”), tomas de comisarías para liberar detenidos, o quema de parvas de trigo en casos extremos, fueron parte de los métodos que braceros, carreros y estibadores pusieron en práctica en el sur santafesino, sudeste cordobés y todas las zonas agrícolas de Buenos Aires para recomponer sus jornales luego de la crisis de 1914-1919. La intransigencia patronal y los métodos represivos empleados por el Estado —intervención directa del ejército, la gendarmería y desde luego la policía—así como por agrupaciones paraestatales—Liga Patriótica, Asociación Nacional del Trabajo, etc.—, no se quedaron atrás: tiroteos con huelguistas muertos y heridos, enfrentamientos fraguados, fusilamientos y detenciones, razzias, clausuras violentas de locales, golpizas, emboscadas, traslados forzosos en masa, deportaciones, etc. (Ansaldi et al, 1993).

      La mayor parte del tiempo, sin embargo, las batallas de los trabajadores agrícolas consistieron en pujas cotidianas e informales, aisladas entre sí, acotadas a determinadas zonas, pueblos, campos o centros de acopio. La suma y eventual articulación de estas reyertas independientes la una de la otra, era el terreno en el que se expresaban, se dirimían y se operaban cambios en las correlaciones de fuerzas a escala social entre el capital y el trabajo. Así, entre el primer y el segundo gran ciclo de huelgas, Bialet-Massé (1985: 95) relataba que:

      “[Los patrones] se valen de todas las tretas posibles; hacen circular y publicar en los diarios que hay suma escasez de brazos, que se va a perder la cosecha, y los peones acuden; resultante: que hay sobra de brazos, y el peón, para no perder el pasaje o porque no tiene con qué volverse, acepta lo que le ofrecen hasta que tiene con qué marcharse u otro contratista lo sonsaca, ofreciéndole mayor precio, porque entre sí no se tienen consideración alguna. [El bracero] espía la ocasión y cuando llega, cuando el movimiento es general y los brazos escasean pone al patrón el dogal al cuello y se hace pagar hasta 8 y hemos visto, hasta 10 pesos por día; es una lucha, un pugilato, y hace bien en vencer.”

      Las “mañas”, “avivadas” y artilugios informales constituyeron desde entonces una esfera cotidiana en la que se procesaron las luchas entre patrones y empleados. Es más, el repertorio de formas de confrontación también abarcó juicios emprendidos por los peones contra sus empleadores. En Coronel Dorrego, en el sudoeste bonaerense, llegaron a representar por lo menos el 25% de los procesos abiertos entre 1900 y 1909 (Palacio, 2004). Esta modalidad —de resultados frustrantes dada la falta de legislación en general y menos aún de una favorable a los trabajadores— estuvo extendida en casi toda la zona pampeana, aunque asociada a los más solitarios peones permanentes de chacras o estancias (Ascolani, 2009).

      La conflictividad huelguística o las arduas negociaciones, la acción colectiva o los intentos individuales de justicia, es decir, el conjunto de las formas de resistencia obrera, no llegan explicarse sólo por ciertas condiciones laborales o coyunturas difíciles —sobreoferta de brazos, mala cosecha, crisis bélica—, ni por la existencia objetiva de ciertos intereses antagónicos. Más bien, pueden definirse por la presencia de cierto tipo de conciencia política acerca de dichas situaciones o antagonismos de parte de los trabajadores. Dicha subjetividad se fue cocinando con los ingredientes que les proporcionaba una experiencia singular, es decir, en determinado país, en cierta producción y proceso de trabajo, y en cierto estado de ideas en el seno de la sociedad y la clase de trabajadores de la que formaban parte.

      Situados en este terreno, la voluntad y la acción de líderes políticos y sindicales resultó fundamental. No sólo en el ámbito de los trabajadores rurales, sino en lo que hizo a la rápida asimilación del movimiento obrero argentino a variantes de ideales socialistas, anarquistas y sindicalistas ya a fines del siglo XIX. Ello es indisociable del componente inmigratorio de muchos de aquellos tempranos organizadores (Godio, 1973; Bayer, 1974; Razter, 1981), que contaban con un bagaje político e ideológico construido a través de décadas de experiencias de lucha y polémicas. De todas formas, la prédica de los militantes políticos y sindicales interesados en la conformación del movimiento obrero local no era un injerto ajeno a la vida cotidiana de los asalariados. Necesariamente, la agitación encontró eco en la medida en que pasaron a existir las contradicciones sociales que generaban en los trabajadores la necesidad y la voluntad de organizarse, así como de comprender las causas de sus males. Y así ocurrió también en la agricultura, aunque los patrones atribuyeran la existencia de disturbios no tanto a las condiciones de trabajo extenuantes que describíamos antes, sino a la acción caprichosa de “agitadores ajenos a la localidad”, o “extranjeros” (Ascolani, 2009). Mal para los empleadores, esas eran —ciertamente— las características de la mayor parte de la mano de obra en el “granero del mundo”.

      A diferencia de esos peones permanentes, para los braceros temporarios y eventuales la figura patronal era descarnada. Estaba desprovista de cualquier tipo de vínculo “personal” que amortiguara sus antagonismos sociales, y su relación con ellos comenzaba por una dura negociación sobre los salarios. De allí que este sector de la masa obrera, dependiendo los contextos del mercado de trabajo y los ciclos político-sindicales, fuera mucho más propensa al conflicto que la de los peones permanentes. Acaso por eso, Alejandro Bunge señaló en 1920 que “entre los braceros errantes, que por lo regular viajan en trenes de carga es de donde surgen los descontentos” (en Sartelli, 1993b). En la extrañada mirada de Bialet-Massé también aparecen reflexiones similares cuando caracterizaba a los trabajadores temporarios como “obreros advenedizos y nuevos cada año, sin ligamen con el patrón; unos y otros no tienen más objeto que la ganancia, ninguna relación, ni siquiera de humanidad, los une” (1985:92).

      En definitiva, para socialistas, anarquistas, comunistas o sindicalistas revolucionarios, la organización de los braceros