las tierras. La depresión económica y la escasez de pieles dificultaron que los mestizos reunieran dinero para adquirir los aperos necesarios para roturar la tierra. Unas pocas familias consiguieron arañar algo de dinero y contrataron mano de obra, pero nadie se arriesgó a comprar un equipo muy costoso para trabajar una tierra cubierta de rocas y ciénagas. Algunos lo intentaron con caballos, pero fracasaron. Llegaron la frustración y el desánimo. Simplemente no estaban hechos para la agricultura.
Las autoridades fueron reclamando gradualmente los terrenos sometidos a la Ley de asentamientos rurales y se las ofrecieron a los inmigrantes. Los mestizos pasaron a ser ocupantes ilegales de sus propias tierras y finalmente fueron expulsados por los nuevos propietarios. Regresaron, uno tras otro, a las tierras marginales y los terrenos reservados por el Gobierno para la construcción de nuevas carreteras, donde levantaron sus cabañas y establos2.
Y así empezó una miserable vida de pobreza, sin esperanzas de futuro. Aquella fue una generación completamente derrotada. Durante la rebelión, sus padres no habían conseguido hacer realidad sus sueños; también habían fracasado como agricultores y ya no les quedaba nada. La que había sido su ancestral forma de vida formaba parte del pasado de Canadá y carecían de un lugar en el mundo, pues creían que no tenían nada que ofrecer. Sentían vergüenza, y con ella perdieron el orgullo y las fuerzas para seguir adelante. Me duele pensar en aquella generación. Cuando escribo estas líneas, todavía quedan algunos de ellos: las abuelas y abuelos tullidos y encorvados de los barrios marginales; los que se internan en el bosque para morir; los que cuidan de los nietos cuando los padres están borrachos. Y también aquellos que, aunque hayan pasado cien años, siguen luchando por la igualdad y la justicia de su pueblo. El camino que tienen por delante es interminable y lleno de frustraciones y sufrimiento.
Me duele porque en mi infancia vislumbré un pueblo orgulloso y feliz. Los oí reír, los vi bailar y sentí su amor.
Un buen amigo me dijo: «Maria, que sea un libro alegre. No pudo ser tan malo. Nos sabemos culpables, no seas demasiado dura con nosotros». No siento rencor, esa es una etapa que ya he superado. Lo único que quiero decir es: así fueron las cosas; así siguen siendo. Sé que la pobreza no es exclusivamente nuestra. Vuestro pueblo también la sufre, pero en aquellos primeros tiempos al menos teníais sueños y un mañana. Ni mis padres ni yo tuvimos nunca aspiraciones de futuro. Nunca vi a mi padre replicar a un hombre blanco, salvo cuando estaba borracho. Nunca vi que él, ni ninguno de los nuestros, mantuviese la cabeza alta ante los blancos. Cuando se emborrachaban se volvían agresivos y belicosos, y sólo entonces conseguían asustarlos brevemente. Pero hasta esos momentos eran infrecuentes, porque acababan bebiendo demasiado y se transformaban en hombres patéticos y enfermos, que lloraban por el pasado, peleaban entre sí o se iban a casa a pegar a sus atemorizadas esposas. Pero me estoy adelantando, por lo que retrocederé un poco para hablar de la familia de mi padre.
El bisabuelo Campbell llegó de Edimburgo, Escocia, acompañado de su hermano. Hombres duros y curtidos, discutieron en el barco que los llevaba a Canadá y dejaron de hablarse. Los dos se asentaron en la misma zona, se casaron con mujeres nativas y formaron una familia. Mi bisabuelo se casó con una mestiza, sobrina de Gabriel Dumont. Antes de la boda los dos hermanos habían cortejado a la misma mujer, y aunque mi bisabuelo venció, siempre estuvo convencido de que su único hijo era de su hermano, por lo que nunca reconoció al abuelo Campbell como propio ni volvió a hablar con su hermano en lo que le quedaba de vida.
Gestionaba una tienda de la compañía de la Bahía de Hudson situada a pocos kilómetros de Prince Albert y comerciaba con los mestizos e indios de los alrededores. En 1885, cuando estalló la Rebelión del Noroeste, se puso de parte de la Policía Montada del Noroeste y de los colonos blancos. No era del agrado ni de sus vecinos ni de sus clientes. Nuestros ancianos lo llamaban «Chee-pie-hoos», que significa «espíritu maligno que salta arriba y abajo». Se decía que era muy cruel y que golpeaba a su hijo, a su mujer y a su ganado con el mismo látigo e igual violencia.
En una ocasión, el abuelo Campbell huyó de casa cuando tenía diez años. Su padre lo encontró y lo ató junto a su caballo, luego subió al carro y durante todo el camino a casa fue dando latigazos tanto al caballo como a su hijo.
También era un hombre muy celoso y vivía convencido de que su esposa tenía aventuras con todos los mestizos de los alrededores. Por este motivo, cuando estalló la rebelión y debía asistir a reuniones lejos de su casa, siempre se llevaba a su mujer. Esta, a su vez, transmitía a los rebeldes toda la información que oía, y también robaba para ellos munición y provisiones de la tienda de su marido. Cuando él lo descubrió, se puso furioso y decidió que la mejor forma de castigarla era azotarla en público. De modo que le desnudó la espalda y la golpeó con tanta crueldad que le dejó cicatrices de por vida.
Mi bisabuelo murió poco después. Hay quien dice que su familia lo mató, pero no se sabe con certeza. Su mujer se fue a vivir con los parientes de su madre, que vivían en lo que ahora se conoce como Parque Nacional Prince Albert. Aunque eran indios nunca formaron parte de una reserva, pues no estaban presentes cuando se firmaron los tratados. Mi bisabuela construyó una cabaña junto al lago Maria y crio allí a su hijo. Años después, cuando la zona pasó a formar parte del parque, el Gobierno le pidió que se marchara. Ella se negó, y después de que fracasaran todos los métodos pacíficos para expulsarla, enviaron a la Policía Montada. Mi bisabuela cerró la puerta, cargó su rifle y cuando llegaron les disparó por encima de la cabeza, amenazándoles con tirar a dar si se acercaban. La policía se marchó y nunca volvieron a molestarla.
La recuerdo como una mujer menuda de cabello blanco pulcramente trenzado y recogido con una cinta negra. Vestía faldas negras, largas hasta los tobillos, y blusas negras de manga larga y cuello alto. Siempre se adornaba el cuello con cuatro o cinco collares de cuentas de colores y una cadena de hilo de cobre, y en las muñecas llevaba pulseras de cobre para protegerse de la artritis. Calzaba mocasines y polainas estrechas que resaltaban sus diminutos tobillos, decoradas con diseños geométricos de púas de puercoespín.
La bisabuela Campbell, a la que siempre llamé «Cheechum», era sobrina de Gabriel Dumont y toda su familia había luchado junto a Riel y Dumont durante la rebelión. Solía contarme historias de la rebelión y de los mestizos. Decía que los nuestros nunca quisieron luchar, que ese no era nuestro estilo. Tan sólo queríamos que nos dejaran en paz para seguir viviendo a nuestra manera. Cheechum jamás aceptó la derrota en Batoche y siempre decía: «Como mataron a Riel creen que también nos han matado a nosotros, pero algún día, mi niña, eso cambiará».
Cheechum no soportaba que los colonos se instalaran en lo que ella consideraba nuestras tierras. Los ignoraba y se negaba a saludarles, ni siquiera al cruzarse con ellos por la calle. No se convirtió al cristianismo porque afirmaba que se había casado con un cristiano y que, si el infierno existía, ella ya había estado allí; ¡nada después de la muerte podía ser peor! Se burlaba de las ayudas de la asistencia social y de las pensiones para la tercera edad. Mientras vivió sola se dedicó a cazar con trampas u otros medios y a cultivar su huerto; era completamente autosuficiente.
El abuelo Campbell, hijo de Cheechum, era un hombre discreto. Nadie lo recuerda demasiado, pues los ancianos que siguen con vida apenas los vieron, ni a él ni a su mujer. La abuela Campbell era una mujer menuda de cabello negro rizado y ojos azules. Se apellidaba Vandal y su familia también había participado en la rebelión. No la recuerdo hablando, ni tampoco la oí nunca reír a carcajadas. Después de casarse se trasladaron al interior del bosque, a kilómetros de distancia, y apenas trataron con nadie. El abuelo Campbell fue buen amigo de Búho Gris, un inglés que vino a nuestra tierra a vivir como un indio. Mi abuelo amaba la tierra y tomaba de ella sólo lo que necesitaba para alimentarse. Mi padre dice que era un hombre tranquilo y amable que pasaba mucho tiempo con sus hijos. Murió joven y dejó nueve hijos; mi padre, de once años, era el mayor.
Tras la muerte del abuelo, la abuela Campbell se trasladó a una comunidad de blancos, donde ella y mi padre trabajaron como desbrozadores a razón de setenta y cinco centavos la media hectárea. La abuela envolvía sus pies y los de su hijo en piel de conejo y periódicos viejos antes de calzarse los mocasines, se ponían abrigos raídos e iban a trabajar a caballo y en trineo. Mi padre dice que a veces hacía tanto frío que se echaba