con ellos. Mi mushom me malcriaba y mi kokum me enseñaba a ensartar cuentas, a curtir pieles y, en general, a ser una buena mujer india. En el futuro planeaban casarme con el hijo del jefe de una reserva vecina; pero ese niño me tenía miedo y yo no lo soportaba.
Me llevaban a powwows5, danzas del sol y conmemoraciones del Día del Tratado, y gracias a ellos aprendí el significado de estas celebraciones especiales. Mi mushom también me llevaba a las reuniones del consejo, que siempre eran iguales: el agente indio ponía orden en la reunión, sólo hablaba él, concluía y se iba. Recuerdo que yo le decía a mi mushom: «Tú eres el jefe, ¿por qué no hablas?». Cuando expresaba mi opinión sobre estos asuntos, kokum miraba a mi mushom y decía: «Es su parte blanca». Las mujeres indias no expresan sus opiniones; las mestizas, sí. Aunque me gustaba visitarlos, siempre me alegraba volver al bullicio y el desorden de mi pueblo.
4Awp-pee-tow-koosons: medias personas.
5Powwow: encuentro social y festivo-ceremonial entre varios pueblos nativos. (N. de la T.)
Capítulo 4
Los inmigrantes que colonizaron las tierras eran sobre todo alemanes y suecos. Criaban cerdos, gallinas, unas pocas vacas y cultivaban algo de grano en pequeñas granjas. Los recuerdo muy bien porque me parecían los más ricos y hermosos de la tierra. Podían comprar telas bonitas para hacerse ropa, comían manzanas y naranjas, y poseían cepillos con los que lavarse los dientes a diario. También me asustaban. Tenían un aspecto frío y aterrador y casi nunca reían, a diferencia de mi pueblo que reía, gritaba, bailaba, peleaba y lo compartía todo. Estas personas casi nunca alzaban la voz y jamás compartían nada: pedían prestado o compraban. No nos entendían; se limitaban a darnos por imposibles y agradecer a Dios que los hubiera hecho distintos.
En Navidad pasaban por todas las casas de los mestizos y dejaban cajas delante de cada portal. Mi padre salía, cogía la caja y la quemaba. Yo lloraba porque sabía que contenía pasteles y exquisiteces para comer, y también la ropa que antes habían llevado sus hijos. Aquel era siempre un mal día para papá porque se ponía furioso, y mamá me decía que estuviera callada y no hiciese preguntas. Todos nuestros vecinos se ponían esas galas desechadas, pero al crecer y empezar en la escuela me alegré de que papá hubiese quemado la ropa, porque las niñas blancas se burlaban cuando mis amigas llevaban sus viejos vestidos: «Mamá me dijo que era mi deber cristiano meterlos en la caja», decían. Para cuando cumplí diez años, mi actitud hacia los cristianos era la misma que la de Cheechum, e incluso ahora sigo asociándolos con la ropa vieja.
Nuestro pueblo era católico, pero en aquella época no teníamos cura ni iglesia. Mi madre se alegró cuando los alemanes construyeron la suya. Eran adventistas del séptimo día y celebraban la misa en sábado. Eso no le gustaba a mi madre, pero lo pasó por alto; seguro que Dios lo entendería y le perdonaría que asistiera. Lo importante era ir a misa.
Pese a los ruegos de mi padre y la desaprobación y la ira de Cheechum, subí al carro con mi madre, vestida de punta en blanco. Mamá me había hablado tanto de Dios y de las iglesias que yo saltaba de la emoción pese a mis zapatos demasiado apretados. Llegamos tarde. En cuanto entramos, el sacerdote dejó de hablar y todos se volvieron para mirarnos. Sólo quedaba sitio en el primer banco, donde mi madre se arrodilló y empezó a rezar el rosario. Una señora se inclinó para decirle algo a mi madre, que me tomó de la mano y nos fuimos. Nunca regresamos, y nunca se habló de aquello en casa.
Los hombres sí hablaban de la única vez que un pastor evangelista vino a nuestra zona del país para intentar civilizarnos. Era un Saint-Denys. Los evangelistas lo habían salvado de una vida de pecado y ahora regresaba para hacer lo mismo por su pueblo.
En la comunidad vivía un hombre viejísimo llamado Ha-shoo, que significa «cuervo». Era un hechicero cree. A Ha-shoo le encantaba cantar y tocar el tambor. Cuando Saint-Denys llegó, pidió a algunos jóvenes que recorrieran nuestro poblado y le hablaran a la gente del oficio religioso. El mensajero pasó por casa de Ha-shoo, y el anciano le preguntó:
—¿Y qué hacen?
—Hablan y cantan, abuelo —respondió el chico.
—Entonces iré con mi tambor —dijo el anciano.
Y fue al oficio. El pastor pronunció el sermón en cree, con muchos gritos y aspavientos. Por fin dijo: «Y ahora vamos a cantar». El viejo Ha-shoo, que estaba sentado en el suelo, cogió su tambor y empezó a cantar. El pastor le gritó:
—¡Ha-shoo, cabrón! ¡Lárgate de aquí!
El anciano se levantó y se fue, y lo mismo hizo el resto de la congregación.
Cuando yo aún era muy joven, venía un sacerdote a dar misa en diferentes casas. ¡Cuánto despreciaba a aquel hombre! Tendría unos cuarenta y cinco años, era gordo y glotón. Siempre aparecía a la hora del almuerzo y todos teníamos que esperar y dejarle comer primero. El cura engullía sin parar mientras yo lo observaba con odio. Él debía de notarlo, porque en cuanto terminaba toda la buena comida, me sonreía, se acariciaba la panza y le decía a mi madre que era una cocinera estupenda. Cuando se iba, nosotros teníamos que conformarnos con los restos. Si protestábamos, mamá nos decía que Dios lo había elegido y que era nuestro deber alimentarlo. Recuerdo preguntarle por qué Dios no elegía a papá. Aquel cura y yo fuimos enemigos durante toda mi infancia.
Finalmente nuestro pueblo pudo construir una iglesia y dos monjas vinieron a cuidar de la casa del cura. Nos bautizaron a todos y tuve que ir a catequesis. Era un aburrimiento. Las monjas nunca contestaban nuestras preguntas y lo único que hacíamos era rezar y rezar hasta que nos dolían las rodillas. El patio de la iglesia, que también servía de cementerio, estaba ladera abajo de nuestra casa y tenía las fresas más deliciosas del territorio, pero no se nos permitía cogerlas. El cura decía que las fresas pertenecían a la iglesia, y que si las cogíamos robábamos a Dios. Eso nos enfadaba muchísimo. Muchas veces habíamos visto que el cura se agenciaba cosas del poste de la danza del sol, ofrendas que pertenecían al Gran Espíritu de los indios. Así que, un día, mi hermano Robbie y yo decidimos castigarle. Cogimos el alambre para cazar conejos de papá y lo atamos entre dos arbolitos del sendero, dejándolo tenso como la cuerda de un violín.
Atamos más cable un metro más adelante y luego nos escondimos entre los arbustos. Anochecía. Pronto llegó el cura andando por el sendero; tropezó con el primer alambre y cayó al suelo, gimoteando. Volvió a levantarse, sólo para tropezar con el segundo y volver a caer de bruces. Siguió el silencio, y luego el padre empezó a maldecir. A aquellas alturas, Robbie y yo estábamos doblados, intentando contener la risa. Pero cuando alzamos los ojos y vimos que el cura se dirigía a nuestro escondite, nos morimos de miedo. Sabíamos que nos azotaría y corrimos de vuelta a casa a toda velocidad. Al entrar vimos a nuestros padres sentados a la mesa, tomando té. Hicimos como si nada y nos acostamos sin pelearnos como era habitual. Poco después llegó el cura. Nos acercamos a hurtadillas hasta la puerta y oímos que mamá le invitaba a entrar para tomar un té, pero él se negó. Fue difícil oír lo que seguía, hasta que el cura levantó la voz:
—Lo siento por vosotros. Supongo que lo único que podemos hacer es rezar.
—Ni mi mujer ni mis hijos necesitan sus malditas plegarias —gritó papá—. ¡Y ahora fuera de aquí!
Volvimos a acostarnos rápidamente y nos hicimos los dormidos, pero papá nos levantó por el pescuezo y nos sacó de la cama. Exigió saber qué habíamos hecho. Olvidando nuestra teórica inocencia, le contamos toda la historia sobre las fresas y que el padre robaba del poste de la danza del sol. Papá escuchó con expresión divertida mientras mamá se atareaba en los fogones. Nos mandó de vuelta a la cama, pero a la mañana siguiente nos pegó con la correa de suavizar navajas y nos dijo que independientemente de lo que el cura hubiese hecho, castigarlo no era asunto nuestro. Años después mi padre nos contaría que mamá se había pasado una semana rezando