Maria Campbell

Mestiza


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de que los agricultores roturasen la tierra desbrozada, tenían que volver para recoger piedras y raíces y quemar la broza, pues de lo contrario no les pagaban los setenta y cinco céntimos por media hectárea.

      En otoño trabajaban en la cosecha. Y eso hicieron hasta conseguir suficiente dinero para adquirir una porción de tierra sometida a la Ley de asentamientos rurales. Ella y papá construyeron una cabaña y durante tres años intentaron cultivar. Como sólo tenían una par de caballos y papá los usaba cuando trabajaba para terceros, muchas veces era la propia abuela quien tiraba del arado. Después de deslomarse durante tres años, no consiguieron cumplir las mejoras que les exigía la ley y perdieron la propiedad del terreno. Entonces se trasladaron a la tierra de nadie que el Estado reservaba para la construcción de carreteras y se unieron a los «habitantes de los márgenes».

      Cuando mi padre y sus hermanos crecieron, se dedicaron a cazar con trampas y a vender las piezas y whisky casero a los granjeros blancos de los asentamientos cercanos. A medida que fueron casándose, construyeron sus propias cabañas cerca de la de la abuela.

      La abuela Campbell ocupa un lugar especial en nuestro corazón. Mi padre la quería muchísimo y siempre la trató con una ternura especial. Fue una gran trabajadora; daba la impresión de estar siempre ocupada en algo. Cuando mi padre intentó que dejara de trabajar, pues él podía mantenerla, mi abuela se enfadó y le dijo que él ya tenía una familia a la que cuidar, y que lo que ella hiciese no era de su incumbencia. Desbrozaba las tierras de los colonos, retiraba las piedras de sus terrenos, asistía en los partos de sus hijos y los cuidaba cuando estaban enfermos. Su casa siempre estuvo abierta a cualquier miembro de la comunidad, pero en los cuarenta años que vivió allí ningún blanco pasó jamás a verla y sólo tres ancianos suecos asistieron a su entierro.

      Mi padre se casó a los dieciocho años. Fue a unas jornadas deportivas de la reserva india de Sandy Lake y vio a mi madre, que entonces tenía quince años; le gustó y la conquistó. Era un hombre muy apuesto, de cabello negro rizado y ojos de color gris azulado, fuerte, bravucón y salvaje. Le encantaba bailar, y eso hacía cuando mi madre lo vio por primera vez: bailar un rápido jig del río Rojo. Mi padre la había visto cociendo bannocks en una hoguera, delante de la tienda de su familia. Daba la vuelta a las tortas de pan igual que mi abuela y, cuando aquella joven alzó la vista, le pareció tan bonita que casi se cayó de espaldas. Me contó que al preguntar por ella le dijeron que era la única hija de Pierre Dubuque, y que si no la dejaba en paz, su padre le dispararía. Papá me dijo que a mamá le sobraban los pretendientes, y que el más apasionado era un sueco de una comunidad cercana que tenía una granja enorme y montones de dinero. Pero mi padre estaba decidido a casarse con ella. Aquella noche vio que a mamá le gustaba bailar, y bailó con todas sus fuerzas esperando que se fijara en él. En cuanto lo vio, ella supo que era su hombre. Es así como recuerdo a mi padre cuando yo era niña: cálido, feliz, siempre riendo y cantando; pero lo vi cambiar con los años.

      Mi madre era muy guapa, menuda, de ojos azules y cabello cobrizo; también discreta y amable, a diferencia de las mujeres extrovertidas y bulliciosas que nos rodeaban. Siempre estaba cocinando o cosiendo. Le gustaban los libros y la música, y se pasaba horas leyéndonos la colección de libros que le había dado su padre. Crecí con Shakespeare, Dickens, Walter Scott y Longfellow.

      Las historias de aquellos libros despertaron mi imaginación. Cuando hacía buen tiempo, hermanos, hermanas y primos nos reuníamos detrás de casa y organizábamos obras de teatro. La cabaña de troncos era nuestro imperio romano, y los dos pinos las puertas de Roma. Yo interpretaba a Julio César envuelta en una sábana larga con una rama de sauce en la cabeza. Mi hermano Jamie era Marco Antonio y los gritos de «¡Ave, César!» resonaban por todo el poblado. Otras veces construíamos una balsa de troncos y la cubríamos con un dosel que en realidad era una colcha de patchwork adornada en sus cuatro extremos con coloridos pañuelos de mamá. Tendíamos una vieja alfombra de piel de oso en el suelo y Cleopatra —nuestra prima pelirroja de piel blanca— subía a bordo.

      ¡Ay, cuánto quería yo ser Cleopatra! Pero mi hermano Jamie me decía: «Maria, tienes la piel demasiado oscura y tu pelo es como el de un negro». Así que no me quedaba otra que ser César. Todos los esclavos de Cleopatra embarcaban con ella y empujábamos la balsa por la ciénaga, mientras César esperaba en la otra orilla para darle la bienvenida en Roma. A menudo la pobre Cleo y su séquito de esclavos acababan mal, porque la balsa se deshacía y terminaban todos en el agua. Luego los senadores (nuestras madres) los pescaban y teníamos que dedicarnos a otra cosa. Muchos de nuestros vecinos blancos nos preguntaban a qué jugábamos y se echaban a reír. Supongo que era divertido: César, Roma y Cleopatra entre mestizos en los remotos bosques del norte de Saskatchewan.

      En aquellos primeros tiempos mi madre reía mucho, pero lo que más recuerdo es su aroma limpio y especiado cuando me abrazaba y me cantaba de noche. Tenía una voz suave y nos cantaba para ayudarnos a dormir.

      Mi abuelo quería casarla con un caballero y que viviese como una dama. Casi se le parte el corazón cuando ella escapó con papá. Para mayor decepción, mi madre vivía en la ruta de los tramperos cuando yo nací a inicios de la primavera. Sin embargo, acabó dando su bendición al matrimonio seis meses después.

      1En algunos casos se han modificado los nombres de personas y lugares.

      2El Gobierno reservaba estas tierras públicas, denominadas «Road Allowance», para la construcción de carreteras y, por tanto, no formaban parte de los lotes que se asignaban a los colonos para dedicarlos a la explotación agrícola. Pero tampoco los mestizos podían obtener derecho alguno sobre ellas y el Gobierno podía expulsarlos en cualquier momento, lo que los dejaba en una situación sumamente precaria. A los mestizos tampoco les estaba permitido ocupar las tierras que, según los tratados firmados, se reservaban para los indios. (N. de la T.)

      3Indios reconocidos oficialmente como parte firmante de los tratados suscritos entre 1871 y 1922 por varios pueblos nativos y el Gobierno. Como tales, tienen derechos y beneficios de los que están excluidos los mestizos. (N. de la T.)

       Capítulo 3

      Nací durante una ventisca de primavera, en abril de 1940. La abuela Campbell, que había venido a ayudar a mi madre, le dijo a mi padre que esperase fuera y él se dedicó a cortar leña hasta que le dolieron los brazos. Por fin llegué yo, una niña, para decepción de mi padre, aunque eso no truncó su deseo de criar al mejor trampero y cazador de Saskatchewan. Desde que tengo memoria papá me enseñó a poner trampas, disparar un rifle y pelear como un chico. Mi madre hizo cuanto pudo por convertirme en una señorita y me enseñó a cocinar, coser y tejer, mientras que Cheechum, mi mejor amiga y confidente, intentó transmitirme todo lo que sabía sobre la vida.

      Antes de continuar, debo contaros cómo era nuestro hogar. Vivíamos en una casa de troncos de dos habitaciones que destacaba de las otras en que era demasiado grande para denominarse «cabaña». Una habitación servía de dormitorio, que todos los hijos compartíamos con nuestros padres. Tenía tres camas grandes hechas con postes entrelazados con cuero. Los colchones eran sacos de lona que rellenábamos de heno fresco dos veces al año. Encima de la cama de mis padres había una hamaca que siempre ocupaba un bebé. Una estufa de leña caldeaba la habitación en invierno. Nuestra