Maria Campbell

Mestiza


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de visita, pues se negaba a dormir en una cama o a comer en la mesa.

      Me encantaba aquel rincón y siempre encontraba una excusa para dormir con ella. Despedía un olor especial que me reconfortaba cuando me sentía herida o asustada. También era un sitio estupendo para encontrar todas las cosas maravillosas que tenía Cheechum: bolsitas de piel, cajas y telas anudadas que guardaban retales de colores, cuentas, cuero, joyas, golosinas, raíces, hierbas y todo lo que podía desear el corazón de una niñita.

      La cocina y la sala formaban una de las habitaciones más bonitas que recuerdo. Tenía una inmensa estufa negra de leña que usábamos para guisar y caldear la casa. De la pared colgaban ollas, sartenes y varias raíces y hierbas que se utilizaban tanto para guisar como para elaborar medicinas. Había una mesa grande, dos sillas y dos bancos construidos con planchas de madera que después de cada comida fregábamos con jabón de lejía casero. La vajilla buena se guardaba en estantes en la pared, y los platos y tazas de latón que usábamos a diario se almacenaban en la alacena, junto a la comida.

      La zona de la sala consistía en un sofá de fabricación casera y una butaca de madera tallada y cuero trenzado, un par de mecedoras pintadas de rojo y un viejo baúl junto a la ventana que daba al este. Tenía un suelo de tablones anchos, tan restregados que se habían vuelto blancos. En invierno trenzábamos viejas telas para elaborar alfombras, aunque solía llevarnos un año entero reunir suficientes retales para completar una alfombra pequeña.

      En el techo había vigas a la vista, y por debajo de estas, cuatro viguetas que abarcaban la longitud de la casa. En invierno, las viguetas servían de perchas para el secado de las pieles. En las frías noches invernales el aroma del guiso de alce se mezclaba con el olor salvaje de las pieles de visón, comadreja y ardilla puestas a secar, y con las hierbas especiadas y las raíces que colgaban de las paredes. Papá trabajaba en un rincón, cepillando las pieles hasta dejarlas relucientes, mientras mamá se desplazaba, atareada, por la cocina. Cheechum fumaba su pipa de arcilla sentada en el suelo; los niños rodaban y peleaban a su alrededor como cachorrillos. Puedo verlo tan claramente como si fuera ayer.

      Nuestros padres, y también los otros padres del poblado, pasaban mucho tiempo con nosotros. Nos enseñaban a bailar y a tocar la guitarra y el violín. Jugaban a las cartas con nosotros y nos llevaban a dar largos paseos en que nos contaban las propiedades de diferentes hierbas, raíces y cortezas. Nos enseñaban a tejer cestas de sauce y entretanto nos contaban historias de nuestro pueblo: quiénes eran, de dónde venían y qué habían hecho. En muchos casos se trataba de leyendas que se transmitían de padres a hijos. Muchas tenían su moraleja, pero la mayoría eran historias simpáticas sobre gente divertida.

      Mi Cheechum creía ciegamente en los hombrecitos. Decía que eran tan diminutos que sólo los descubrías si te fijabas muchísimo, aunque eso tampoco importaba, porque en general sólo los veías si ellos te dejaban.

      Los hombrecitos viven cerca del agua y viajan en balsas de hojas. Son felices y también muy tímidos. Cheechum los vio una vez, cuando era joven. Un atardecer había ido a buscar agua al río y decidió sentarse para contemplar la puesta de sol. Todo estaba en silencio; hasta los pájaros callaban. De pronto oyó un ruido, como el de personas que ríen y hablan en una fiesta. Aquel rumor fue acercándose y entonces vio que una hoja enorme, seguida de otras, se aproximaba a la orilla. Encima de las hojas había hombrecitos vestidos con ropa de hermosos colores.

      La saludaron y sonrieron cuando tocaron tierra. Le dijeron que pernoctarían allí y que a la mañana siguiente se marcharían temprano para seguir río abajo. Se quedaron con ella hasta que anocheció; luego se despidieron y desaparecieron en el bosque. Cheechum nunca volvió a verlos, pero durante toda su vida les dejó pedacitos de comida y tabaco en la ribera, que por la mañana ya no estaban. Mamá decía que sólo era un cuento, pero yo pasé muchas horas a orillas del río por si veía a los hombrecitos.

      Cheechum tenía el don de la clarividencia, aunque siempre se negó a leerle el futuro a nadie. De vez en cuando, si alguien perdía algo, ella le indicaba dónde encontrarlo y siempre acertaba. Pero era un don sobre el que no tenía ningún control.

      En una ocasión en que todos plantaban patatas y nosotras dos cortábamos las yemas, se detuvo a media frase y me dijo:

      —Ve a ver a tu padre. Avísale de que tu tío ha muerto.

      Corrí a buscar a papá y puedo recordar palabra por palabra lo que mi Cheechum le dijo.

      —Malcolm se ha pegado un tiro. Está al final del sendero, detrás de la casa de tu madre. Prepararé a los demás. ¡Ve!

      Malcolm era el cuñado de mi padre. Papá echó a correr y yo lo seguí. Cuando llegamos a la casa de la abuela Campbell no vimos a nadie. Mientras papá se dirigía a la puerta, yo corrí sendero abajo. Tal y como Cheechum había dicho, encontré el cadáver de mi tío en el suelo: parecía dormido.

      En otra ocasión, ya bien entrada la noche, Cheechum se levantó y le dijo a papá que una tía nuestra estaba muy enferma y que debía ir a buscar enseguida a la abuela Campbell, pues no había tiempo que perder. Llegaron unos minutos antes de que nuestra tía muriese.

      Solía tener estas visiones y les contaba a mis padres con días de antelación si alguien iba a morir. Yo también quería ver esas cosas, pero ella me decía que era triste saber que personas cercanas morirían o pasarían un mal trago sin poder hacer nada para evitarlo, porque ese era su destino. Estoy segura de que vio lo que me reservaba el futuro, pero como creía que la vida debía seguir su curso, lo único que pudo hacer fue procurar que tuviese la fortaleza suficiente para superar mis dificultades.

      Qua Chich, la hermana mayor de la abuela Campbell y tía de papá, era una anciana viuda muy extraña. Se había casado con Big John cuando tenía dieciséis años y había venido a la zona de Sandy Lake antes de que la convirtieran en una reserva. Big John había aparecido un día con dos yuntas de bueyes, un hacha y una preciosa silla de montar. Se instaló junto al lago, construyó una gran cabaña y cultivó la tierra. Al cabo de un año tenía un hogar, una cosecha y un jardín, y la silla de montar tenía un potro. Cambió un buey por una vaca y un ternero y el potro por un caballo, y luego salió a buscar esposa.

      Visitó todas las familias cercanas, echó un vistazo a sus hijas y finalmente se decidió por Qua Chich porque era joven y bonita, fuerte y sensata. Algunos años después, cuando se firmaron los tratados, incluyeron a Big John y dejaron de ser mestizos para convertirse en indios registrados de la reserva de Sandy Lake. Luego la gran epidemia de gripe asoló nuestra zona de Saskatchewan en 1918; murieron tantos de los nuestros que tuvieron que enterrarlos en fosas comunes. Big John cayó primero, y al cabo de una semana le siguieron sus dos hijos.

      Qua Chich nunca volvió a casarse y medio siglo después seguía vistiendo ropa de viuda: largos vestidos negros, medias negras, zapatos planos y enagua negra. Hasta llevaba un monedero negro ceñido con elástico por encima de la rodilla, como descubrí un día en que me asomé bajo las telas de nuestra tienda. Una perrita negra, ciega de un ojo debido a la edad, la seguía a todas partes. Qua Chich la regañaba constantemente; la llamaba «zorra» en cree y la acusaba de correr desvergonzadamente detrás de los perros.

      Para nosotros era rica, pues tenía muchas vacas y caballos, además de una casa de dos plantas llena de un fúnebre mobiliario negro. Era rácana con su dinero, y si alguien estaba lo bastante desesperado para pedirle ayuda, sacaba papeles formales y exigía una firma.

      Qua Chich visitaba a sus parientes pobres, los mestizos, todos los años a principios de mayo y a finales de septiembre. Se desplazaba hasta nuestra casa en un automóvil sin motor ni puertas tirado por dos caballos Clydesdale de color negro, y acampaba en su propia tienda durante una semana. La primera tarde visitaba a mis padres. A sus ojos negros no se les escapaba nada, y cuando los clavaba en nosotros nos encogíamos. A veces la sorprendía mirándome con expresión pícara, pero rápidamente recuperaba su compostura habitual.

      El segundo día de su visita hacía que mi padre y mis tíos se levantasen temprano y aprovecharan los caballos que había traído para arar y rastrillar los campos. En otoño los utilizaban para transportar nuestro cargamento de leña para el invierno. Una vez resueltos estos asuntos, mi tía