Cuando un familiar se casaba, le regalaba una vaca y un ternero o un par de caballos de tiro; pero lo habitual era que sacrificasen el ternero en algún momento del primer año y la vaca solía sufrir el mismo destino. Los caballos acababan como los caballos mestizos: gordos hoy y flacos mañana.
Una vez al año íbamos todos a casa de Qua Chich, por lo general cuando las vacas empezaban a dar leche. Mi tía colocaba a los niños alrededor de una mesa y traía un pudin, recién salido del horno, elaborado con la leche del primer ordeñado. Rezaba una plegaria en cree antes de que nos comiésemos ese pudin asqueroso, y luego no nos dejaba hablar ni hacer ruido en todo el día, algo muy difícil para unos niños escandalosos como nosotros. Papá nos contó que cuando él era niño pasaba por lo mismo.
Una vez Qua Chich me dijo que nunca mirase a los animales ni a las personas cuando hacían bebés, o me quedaría ciega. Por supuesto, se trataba de algo que repetí con gran autoridad ante el resto de los niños. Una semana después, uno de mis primos miró a dos perros y gritó que se había quedado ciego. Cuando finalmente conseguimos ayudarlo a entrar en casa, ya estábamos todos histéricos. Finalmente Cheechum nos tranquilizó, descubrió lo sucedido y nos hizo callar, diciendo:
—Nadie se queda ciego por ver copular a dos animales. Es algo bonito. Ahora dejaos de tonterías y salid a jugar.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial enviaron a muchos de nuestros hombres al extranjero. Si la idea de viajar en Canadá ya era increíble, el mar era aterrador para quienes veían marchar a sus seres queridos. Muchos de nuestros hombres nunca regresaron, y los que lo hicieron nunca volvieron a ser los mismos. Después los oiría hablar de lugares lejanos que aparecían en los libros de mamá, pero nunca de la guerra.
Mi padre se alistó pero lo rechazaron, para su gran decepción y alivio de los demás, sobre todo de Cheechum. Ella se oponía violentamente a todo aquello y decía que irse a disparar a la gente, y para colmo en otro país, no nos concernía. La guerra era cosa de los blancos, no nuestra; una lucha entre personas ricas y codiciosas en busca de poder.
La guerra también nos proporcionó nuevos parientes: las novias de la guerra. Muchos de nuestros hombres volvieron con esposas escocesas e inglesas que, claro está, no acababan de encajar con nuestro pueblo. (Suelen casarse con miembros de su propia raza o con indios; asimismo, casarse con personas de raza blanca es más habitual entre indios que entre mestizos). Pero estas mujeres vinieron, y todos hicieron cuanto estaba en su mano para acogerlas y que se sintieran cómodas.
¡Qué impresión debió de causarles encontrarse en un poblado nativo aislado y miserable, en lugar de en los ranchos y granjas adonde creían ir!
Recuerdo muy bien a dos de esas esposas de la guerra. Una era una inglesa muy formal. Se había casado en Inglaterra con un apuesto soldado mestizo, creyendo que era francés. Él procedía de la familia más salvaje del norte de Saskatchewan y no tenía nada, ni siquiera la choza donde lo esperaban una mujer y dos hijos. En cuanto llegaron, la mujer dio una paliza a la dama inglesa y le dio cinco minutos para que se apartara de su vista, y le dijo al hombre que haría lo que los alemanes no habían conseguido (pegarle un tiro) si no entraba enseguida en casa. Mamá acogió a la mujer inglesa, y como esta no tenía dinero y sí demasiado orgullo para escribir a su casa y pedirlo, los vecinos hicieron una colecta para pagarle el trayecto hasta Regina, donde el Gobierno la ayudaría. Un año después, escribió a mamá desde Inglaterra y le dijo que estaba bien.
La otra novia era una rubia tonta. Se había casado con un hombre trabajador y sensato con quien no le faltaba nada, pero ella bebía, corría por ahí y era tan desvergonzada y vulgar que hasta escandalizaba a nuestras propias mujeres. Pese a todo, tenía buen corazón, era agradable y acabó sentando cabeza y formando una gran familia.
Me crie con algunas personas verdaderamente divertidas, maravillosas y fantásticas, que para mí siguen siendo tan reales ahora como lo fueron antaño. ¡Cuánto las quiero y cuánto las echo de menos! Había tres clanes principales en tres poblados. Los Arcand eran un amplio grupo de diez o doce hermanos con familias de entre seis y dieciséis hijos por barba. Eran medio franceses y medio cree, hombres muy grandes, de metro ochenta y cinco de estatura y noventa kilos de media. Músicos excelentes, tocaban violines y guitarras en todos los bailes. Cuando llegábamos a una fiesta, siempre sabíamos si estaba tocando un Arcand. Eran escandalosos, ruidosos y muy divertidos. Hablaban francés combinado con un poco de cree. Los St. Denys, Villeneuve, Morrisette y Cadieux procedían de otra zona; hombres tranquilos y callados que hablaban más francés que inglés o cree. También destilaban bebidas alcohólicas caseras que consumían en abundancia. Eran granjeros ak-ee-top (falsos) con muchos caballos y vacas miserables y flacos. Como llevaban muchísimos años casándose entre sí, parecían tan canijos como su ganado.
Los Isbister, Campbell y Vandal eran nuestra familia, una auténtica mezcla de escocés, francés, cree, inglés e irlandés. Hablábamos una lengua completamente distinta de la de los demás. Éramos una combinación de todo: cazadores, tramperos y granjeros ak-ee-top. Alardeaban de producir los mejores y más valientes guerreros… y las mujeres más guapas.
El viejo Cadieux siempre tenía visiones. En una ocasión vio a la Virgen María en una botella de su alambique; rezó durante una semana y tiró su producción alcohólica, para consternación de todos. El cura había dado a su hija una botella con la imagen de la Virgen para asustarlo y que dejara de destilar bebidas alcohólicas, que ella había depositado junto a las otras botellas vacías. ¡Pobre viejo Cadieux! Era muy religioso y nunca se perdía una misa, pero al cabo de una semana ya había vuelto a su alambique. Elaboraba lo que llamábamos shnet de uvas pasas, levadura, bannock viejo y azúcar. Lo guardaba en su sótano, donde una vez vimos flotando una rata hinchada. Él se limitó a pescarla y luego coló el brebaje. Tenía una esposa francesa que no hablaba inglés y que estaba tan gorda que apenas podía moverse. Su hija Mary era diminuta y tenía una de las caras más bonitas que he visto en mi vida; muy religiosa, quería ser monja.
Chi-Georges, el hijo del viejo Cadieux, era rechoncho y tenía unos brazos flacos y extralargos. Corto de vista y de pocas luces, siempre babeaba. No se fiaba de los caballos e iba andando a todas partes con un bannock bajo el brazo. Cuando se cansaba, subía a un árbol, se sentaba en una rama y se comía el bannock. Si alguien le preguntaba qué hacía ahí arriba, él respondía: «Estaba mirando por si veía un indio. ¡No te fíes de los indios!». Era de lo más normal ir a cualquier parte y encontrarse a Chi-Georges encaramado a un árbol.
Murió hace unos años, después de irse de juerga con su padre. Llevaba seis días desaparecido cuando Pierre Villeneuve, que había salido a poner trampas para conejos, llegó corriendo a la tienda de comestibles con ojos desorbitados, gritando en francés: «¡Se burla de mí!». Los hombres de la tienda lo siguieron y encontraron a Chi-Georges echado en un sendero, con la cabeza sobre un árbol caído y los ojos y la boca picoteados por los pájaros. Todo su cuerpo se movía, infestado de gusanos. El pobre Pierre, que era el cobarde local, rezó durante meses, y si tenía que ir a algún lado de noche siempre llevaba un rosario, un farol, una linterna y cerillas, para no quedarse sin luz. Tenía miedo de que se le apareciera Chi-Georges.
Y luego estaban nuestros parientes indios de las reservas cercanas. Los indios y los mestizos nunca se habían apreciado mucho, quizá por ser tan distintos: nosotros éramos ruidosos, ellos discretos y solemnes hasta en los bailes y las fiestas. Los indios eran muy pasivos —se enfadaban por lo que les hacían, pero no contratacaban—, mientras que los mestizos tenían el genio vivo: rápidos para pelear, pero también para perdonar y olvidar.
La religión de los indios era muy valiosa para ellos y para los mestizos, pero nosotros nunca nos la tomábamos tan en serio. Todos asistíamos a sus danzas del sol y a sus reuniones especiales, pero nunca acabábamos de encajar. Siempre éramos los parientes pobres, los awp-pee-tow-koosons4. Se burlaban de nosotros y nos despreciaban. Ellos tenían tierras y seguridad, nosotros no teníamos nada. Como decía mi padre: «Ni un tiesto donde mear ni una ventana por donde echarlo». Nos toleraban, salvo cuando bebían; entonces peleaban, pero les dábamos unas buenas palizas. Sin embargo, sus ancianos, los mushoms (abuelos) y kokums (abuelas), eran buenos. Tenían prejuicios, pero