zona del país había varias iglesias además de las católicas: la luterana que los suecos construyeron y después abandonaron, la iglesia anglicana, los adventistas del séptimo día y los pentecostales. Los edificios católicos y anglicanos eran de madera con chapiteles y campanas, encalados por dentro y por fuera. Los nativos de la comunidad mantenían limpios y bien cortados los terrenos de la iglesia, pues creían que de lo contrario arderían en el infierno. Las iglesias católicas eran preciosas, con bancos y suelos de madera encerados, muchas estatuas altas y pinturas del viacrucis. Las iglesias protestantes eran estructuras alargadas de madera, de una sola estancia, polvorientas y de un gris envejecido, con terrenos invadidos por zarzas y hierbajos y pequeñas congregaciones de blancos.
En general los mestizos eran buenos católicos y las misas siempre contaban con una asistencia considerable, independientemente del tiempo o de las circunstancias, porque perderse la misa era un pecado mortal. Sin embargo, podíamos incumplir todos los mandamientos a lo largo de la semana, convencidos de que lo peor que nos aguardaba era rezar unos cuantos avemarías cuando nos fuésemos a confesar.
La misa se celebraba en latín y francés, a veces en cree. Los coloristas rituales eran lo único que la hacía soportable. Me fascinaban los púrpuras y escarlatas, e incluso las monjas, que no me gustaban como personas, resultaban místicas y evocadoras con sus hábitos negros y sus cruces colgantes; me recordaban a la dama de Shalott flotando río abajo. Durante la misa se desbordaba mi imaginación, y mientras fingía rezar con los ojos cerrados soñaba con lugares lejanos. La pompa y el boato me llevaban a Egipto, o a Inglaterra y sus caballeros de la Mesa Redonda. Luego mamá me daba un codazo y yo regresaba con un respingo, y allí, ante mí, sólo veía al viejo sacerdote y el pequeño monaguillo.
Nuestro pueblo criticaba al Gobierno, a nuestros vecinos blancos y también entre sí, pero nunca a la Iglesia ni al cura, por muy malos que fueran. Es decir, nadie salvo Cheechum, que los odiaba a muerte. Yo me preguntaba por qué mi madre ni siquiera se mostraba crítica, porque si una niñita podía ver cómo era el cura en realidad, sin duda también ella podía. Pero mi madre lo aceptaba como aceptaba tantas otras cosas, porque era sagrado y de Dios. Y no un dios cualquiera, sino un dios católico. Cheechum solía decir, para burlarse, que este Dios nos sacaba más dinero que la Compañía de la Bahía de Hudson.
Las reservas indias cercanas eran todas católicas salvo la de Sandy Lake, que era un bastión anglicano. Los Ahenikew, los Starblanket y los Bird, familias acomodadas y cultas, eran sus miembros más poderosos y siempre ejercían de jefes y consejeros. Un par de Ahenikew fueron ordenados pastores y algunas de las mujeres se casaron con pastores anglicanos.
La iglesia de la reserva se alzaba junto al lago y tenía un interior precioso, aunque no tan ornamentado como el de la iglesia católica de nuestro asentamiento. Cuando visitaba a mushom y kokum iba a misa con ellos. Mi imaginación se inspiraba aún más allí porque las monjas católicas siempre nos contaban que aquella iglesia anglicana la habían fundado fornicadores y adúlteros. En respuesta a mis preguntas, mi madre me contó que se referían a Enrique VIII, un rey malvado que había tenido que fundar una nueva religión para poder divorciarse de sus esposas y casarse con otras. Aunque supuestamente debía imaginármelo como un hombre malévolo y pecador, me gustaba porque me parecía una figura apasionante, aunque me decepcionara que perteneciese al pueblo indio y no al mestizo.
Aunque a los cuatro años ya tenía dos hermanos, seguía siendo la favorita de papá porque Jamie era tranquilo y dócil, y Robbie demasiado joven para hacerme la competencia. Sin embargo, cuando Jamie tenía seis años y Robbie cuatro, empezaron a ocupar mi sitio. A partir de los siete años tuve que quedarme en casa con mamá y las otras señoras, mientras mis hermanos acompañaban a mi padre a la tienda y a casa de sus amigos. Muerta de envidia y celos, hice todo lo posible para llamar la atención.
Hay una ocasión que recuerdo muy bien. Las tardes del domingo eran un momento muy especial por el partido de béisbol. Íbamos a la iglesia, comíamos y después papá me montaba detrás de la silla y nos marchábamos. Aquel domingo en concreto corría a cambiarme después de comer, como era habitual, cuando Robbie apareció vestido de gala con un traje de marinero de cuello blanco.
—Maria, hoy le toca a Robbie, el domingo que viene a Jamie y luego volverá a tocarte a ti —me dijo mi padre.
Me quedé tan sorprendida que ni pude pensar; pero no hubo lágrimas, pues papá siempre me decía: «Los Campbell nunca lloran». Estaba sentada fuera, malhumorada, cuando mi madre me pidió que acompañara a Robbie a la letrina. Era mayo y el retrete estaba anegado por el agua del deshielo. En cuanto abrí la puerta de la letrina, supe cómo podría irme al partido y hacer que él se quedara en casa. Había allí dos agujeros, uno para adultos y otro para niños. Lo llevé al de adultos, le di un buen empujón y se cayó con un ruidoso chapoteo. Entonces recobré la razón y comprendí lo que había hecho. Robbie gritaba con todas sus fuerzas; yo no podía sacarlo, así que fue papá quien lo pescó.
Mientras mamá lo lavaba en la fuente, mi padre me miró y preguntó:
—¿Lo has empujado?
Mi padre tiene unos ojos azules que se vuelven de hielo cuando se enfada. Era imposible mentirle, por lo que respondí: «Sí». Cogió una larga vara de sauce verde, la peló y me azotó en las piernas. Cuando se rompió, cogió otra, y así hasta que usó cuatro y yo acabé con las piernas hinchadas. Me mandaron a la cama, lavaron a Robbie y mi padre se lo llevó al partido.
Después de aquello nunca más les hice nada a mis hermanos, al menos físicamente. En lugar de eso, me fijaba en lo que papá les enseñaba y lo practicaba hasta perfeccionarlo. La recompensa llegaba cuando papá decía:
—¡Maldita sea, niños! ¡Maria puede y es una chica! ¿No podéis hacerlo al menos la mitad de bien? Porque en tal caso os enviaré con las señoras y haré que ella me ayude.
El verano siempre era una estación estupenda porque durante esos meses mi padre dejaba las trampas, volvía a casa y pasaba mucho tiempo con nosotros. A principios de junio mamá preparaba y empaquetaba comida mientras él engrasaba las ruedas del carro y ponía los arreos. Luego salíamos temprano y nos íbamos al bosque a recoger raíz de senega y frutos rojos. Nuestros padres se sentaban en el asiento delantero del carro; Cheechum, la abuela Campbell y los más pequeños en el centro, y Jamie, Robbie y yo encima de la caja donde guardaban los cacharros de cocina, o encima de la tienda, o en la parte de atrás. Nos seguían nuestros cuatro o cinco perros y un par de cabras.
A la hora de cenar ya se nos habían unido varios carros de mestizos y todos hablábamos, gritábamos y bromeábamos, animados por el encuentro y por lo que nos aguardaba. Cuando levantábamos nuestras tiendas para pasar la noche, ya había diez familias o más en una larga caravana. ¡Menudo espectáculo seríamos, cada familia con un par de abuelas o abuelos, de seis a quince hijos, cuatro o cinco perros y caballos adornados con cascabeles!
Los atardeceres eran maravillosos. Las mujeres guisaban mientras los hombres montaban las tiendas y los niños correteaban por todas partes, gritando y peleando, tropezando con los perros que ladraban y corrían a nuestro alrededor. Los padres se saludaban y repartían bofetones entre su prole, pero con indulgencia porque ellos también se lo estaban pasando bien. Todos nos sentábamos fuera para comer juntos carne de alce, pato o lo que los hombres hubiesen cazado ese día, bannock al carbón con manteca, té y todos los frutos rojos hervidos que quisiéramos.
Después ayudábamos a limpiar y durante las horas de luz que quedaban los hombres ensayaban diferentes modalidades de lucha, practicaban puntería o jugaban a las cartas. Siempre había alguien con un violín o una guitarra, y los acampados bailaban, cantaban y se hacían visitas. Los niños jugábamos a osos y witecoos (un monstruo blanco que de noche se come a los niños) hasta que se hacía oscuro y nos llamaban para que nos acostásemos. Dentro de la tienda estaban nuestras mantas, extendidas sobre fragantes ramas de picea recién cortadas. Una lámpara de aceite colocada sobre la caja de los víveres daba algo de luz. Cuando los niños ya nos habíamos acostado, los adultos se reunían fuera y un anciano o una anciana contaba una historia mientras alguien encendía una hoguera. Pronto todos contaban historias por turnos y, uno a uno, nosotros salíamos de la cama sigilosamente y nos