Maria Campbell

Mestiza


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su mujer se encontraba junto a la cama y, cuando Alex entró, el cajoncito inferior de la máquina se abrió, salió un diablo del tamaño de su mano y saltó al suelo. Alex se quedó paralizado de miedo. En cuanto aterrizó, el diablo fue creciendo hasta hacerse más alto que él. Tenía los ojos rojos como ascuas y la cola se le movía como un látigo. Sonrió y le dijo a Alex: «Espero que hayas ganado a las cartas, Alex; ahora vengo a por tu alma». Alex recuperó la capacidad de reacción, sacó el rosario y lo blandió ante el diablo, que desapareció.

      Y así seguía una historia tras otra. Las lechuzas ululaban y nos acercábamos cada vez más a nuestros padres y abuelas, que acababan abrazándonos. Alguien volvía a reavivar el fuego hasta que por fin todos nos acostábamos muertos de miedo. Tras pasar un rato tumbados en silencio, siempre nos entraban ganas de ir al baño. Papá y mamá nunca nos acompañaban fuera, eso lo hacían nuestras abuelas. Recuerdo estar tan asustada que me aguantaba cuanto podía las ganas de orinar, y casi me desmayaba si un perro aullaba y las ramas de los árboles se mecían al viento. Pronto el campamento quedaba en un silencio que sólo rompía una madre que arrullaba a su bebé, a quien quizá había despertado el aullido de un coyote o un lobo.

      Algunas noches eran muy emocionantes, ¡como la vez que un oso se coló en la tienda de John McAdams y pisó a su mujer! Ella se puso a chillar, sus hijos se echaron a llorar y despertaron a todo el campamento. El oso, asustado, se levantó sobre las patas traseras y derribó el poste de la tienda, que se hundió. Los hombres intentaban levantarla mientras salían McAdams por todas direcciones y el pobre oso, atrapado, gruñía de rabia. Los perros enloquecieron y todos gritaban y hablaban a la vez. Huelga decir que se restableció el orden y que al día siguiente comimos «hamburguesa» de oso. «Hamburguesa» es la descripción adecuada, porque despedazaron al oso con hachas, las armas que los hombres tenían más a mano.

      Durante el día trabajábamos como castores. Los adultos competían para ver qué familia recogía más raíces o frutos del bosque y los padres trataban a sus hijos como esclavos, gritándoles sin parar. A la hora de cenar nos reuníamos y los ancianos lo pesaban todo, para ver quién había recogido más.

      Esos viajes también tenían sus malos momentos, pues por mucho que nos gustase ir al pueblo, sabíamos que nuestros padres se emborracharían. Cuando llegaba el día en que ya habíamos reunido suficientes raíces y frutos rojos para vender, nos bañábamos, cargábamos los carros y allá íbamos. Los habitantes del pueblo se congregaban en las aceras y nos insultaban. «Han llegado los mestizos, esconded vuestros objetos de valor», decían algunos. Si entrábamos en las tiendas, las mujeres blancas y sus hijos se iban, y las esposas y los hijos del tendero nos vigilaban para que no robásemos nada. Yo notaba un cambio de actitud en mis padres y los otros adultos. Eran personas felices y orgullosas hasta que llegaban al pueblo, y entonces todos se quedaban callados y parecían distintos. Los hombres andaban delante, con la vista fija en el frente; sus esposas iban detrás y —nunca lo olvidaré— mantenían la cabeza gacha y jamás alzaban la vista. Nosotros, los niños, íbamos los últimos con nuestras abuelas, siguiendo más o menos la misma pauta.

      Cuando lo noté por primera vez, le pregunté a mi madre por qué teníamos que andar como si hubiésemos hecho algo malo, y ella me respondió: «No importa, ya lo entenderás cuando seas mayor». Pero yo decidí, allí mismo, que nunca andaría como ellos; caminaría bien erguida, y les dije a mis hermanos y hermanas que hiciesen lo mismo. Cheechum me oyó, y posando una mano en mi cabeza, dijo:

      —Nunca lo olvides, mi niña. Camina siempre con la cabeza bien alta y, si alguien dice algo, levanta la barbilla.

      Aquellos días en el pueblo eran divertidos y una pesadilla al mismo tiempo. Las noches eran desagradables, aunque a veces también tenían su gracia. Cuando las raíces y los frutos del bosque ya se habían vendido, papá le daba algo de dinero a mi madre y a nuestras abuelas y veinticinco céntimos a cada uno de nosotros, y nos íbamos de compras. Mamá y las abuelas siempre compraban harina, manteca y té, y luego buscaban telas de satén y seda para blusas, hilo de bordar de todos los colores y pañuelos. Los niños comprábamos tebeos y pipas de regaliz negro. Los hombres se iban a beber cerveza, y prometían que estarían de vuelta al cabo de media hora.

      Después de hacer nuestras compras, volvíamos a los carros. Esperábamos y esperábamos hasta que finalmente mamá y algunas de las mujeres más valientes conducían los carros a las afueras del pueblo, plantaban las tiendas y hacían la cena. Eran momentos silenciosos en que apenas reíamos o hablábamos. La hora de acostarnos siempre se acompañaba de la advertencia de que si mamá nos llamaba, teníamos que salir corriendo y escondernos.

      Y, en efecto, los hombres volvían gritando y cantando a la una o las dos de la madrugada. A veces no iban muy borrachos, pero solían traer vino para seguir bebiendo fuera de las tiendas. Entonces mamá nos llamaba y nosotros salíamos furtivamente de la tienda, nos escondíamos entre los arbustos y los observábamos hasta que todos se quedaban dormidos. Al principio los nuestros cogían una borrachera alegre, pero a medida que la noche avanzaba se acercaban hombres blancos. Aunque al principio todos bailaban y cantaban juntos, muy pronto los blancos empezaban a molestar a las mujeres. Nuestros hombres se enfadaban, pero en lugar de pelearse con los blancos, se ponían a pegar a sus mujeres. Les arrancaban la ropa, las golpeaban con los puños o con látigos, las derribaban y las molían a patadas hasta dejarlas sin sentido.

      Cuando terminaban, empezaban a pegarse entre sí. Los blancos, entretanto, se quedaban allí juntos, riendo y bebiendo, a veces llevándose a alguna mujer a rastras. ¡Cuánto los odiaba! Nunca estaban cuando salía el sol. Nuestros hombres despertaban sintiéndose mal, con resaca y malhumorados, y las madres llenas de cardenales y magulladuras. Los hombres se iban a beber cerveza a la taberna todos los días hasta que se les acababa el dinero, y todas las noches las peleas se iniciaban de nuevo. Al cabo de unos días nos marchábamos, casi siempre a petición de la policía.

      Un día nos visitó una comisión de vecinos indignados, entre ellos un indio trajeado, que nos dijo que nos marcháramos, pero como estábamos esperando a los hombres, nos quedamos. Aunque nuestras mujeres intentaron tranquilizarnos, los niños teníamos miedo. Incendiaron un carro antes de dejarnos en paz. Nuestros hombres llegaron poco después y, por una vez, al ver aquella destrucción recobraron la sobriedad. Engancharon los caballos y nos fuimos antes de que amaneciera. Recuerdo que me sentí culpable por los problemas que habíamos causado, y también me enfadé por sentirme culpable.

      Y así pasamos todos los veranos hasta que cumplí trece años y esos viajes al pueblo se hicieron más insoportables, porque poco a poco las mujeres también empezaron a beber.

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