corrientes del ambientalismo, subrayando las diferencias entre ellas. Una característica distintiva de cada una, enfatizada aquí, es su relación con las diferentes ciencias ambientales, tales como la Biología de la Conservación, la Ecología Industrial y otras. Sus relaciones con el feminismo, el poder del estado o la religión, los intereses empresariales, o con otros movimientos sociales, no son menos importantes como rasgos que las definen.
El culto de la vida silvestre
En términos cronológicos, de autoconciencia y de organización, la primera corriente es la de la defensa de la naturaleza inmaculada, el amor a los bosques primarios y a los ríos prístinos, el «culto a lo silvestre» que fue representado hace ya más de cien años por John Muir y el Sierra Club de Estados Unidos. Hace unos cincuenta años, La Ética de la Tierra de Aldo Leopold llamó la atención no sólo hacia la belleza del medio ambiente sino también a la ciencia de la ecología. Leopold se formó como ingeniero forestal. Más tarde, utilizó la biogeografía y la ecología de sistemas, así como sus dones literarios y su aguda observación de la vida silvestre, para mostrar que los bosques tenían varias funciones: el uso económico y la preservación de la naturaleza (es decir, tanto la producción de madera como la vida silvestre) (Leopold, 1970) .
El «culto a lo silvestre» no ataca el crecimiento económico como tal, admite la derrota en la mayor parte del mundo industrializado pero pone en juego una «acción de retaguardia», en palabras de Leopold, para preservar y mantener lo que queda de los espacios naturales prístinos fuera del mercado.2 Surge del amor a los bellos paisajes y de valores profundos, no de intereses materiales. La biología de la conservación, en desarrollo desde 1960, proporciona la base científica para esta primera corriente ambientalista. Entre sus logros están el Convenio sobre Biodiversidad en Río de Janeiro en 1992 (desgraciadamente todavía sin la ratificación de EE UU) y la notable Ley de Especies en Peligro de Extinción en Estados Unidos, cuya retórica apela a los valores utilitaristas pero que claramente prioriza la preservación por encima del uso mercantil. Aquí no necesitamos responder, ni siquiera preguntar, sobre cómo se da el paso de la biología descriptiva a la conservación normativa o en otras palabras, si no sería coherente que los biólogos dejen que la evolución siga su curso hacia una sexta gran extinción de la biodiversidad (Daly, 1999). De hecho, los biólogos de la conservación cuentan con conceptos y teorías (hot spots, especies cruciales) que muestran que la pérdida de la biodiversidad avanza a saltos. Los indicadores de la presión humana sobre el medio ambiente como la HANPP (apropiación humana de la producción primaria neta de biomasa —ver capítulo III) muestran que cada vez menos biomasa está disponible para especies que no sean los humanos o las asociadas con los humanos. Sin embargo, en bastantes países europeos (Haberl, 1997) las áreas de bosque están en aumento, pero esto se debe a la sustitución de biomasa por combustibles fósiles a partir de 1950 y también a la creciente importación de alimentos para el ganado. En cualquier caso, Europa occidental y central es pequeña y pobre en biodiversidad. Lo que importa es si el continuo incremento de la HANPP en Brasil, México, Colombia, Perú, Madagascar, Papúa Nueva Guinea, Indonesia, Filipinas e India, por nombrar algunos de los países con megadiversidad, conducirá a la creciente desaparición de la vida silvestre.
Si no existieran razones científicas, hay sin duda motivos estéticos y hasta utilitarios (especies comestibles y medicinas del futuro), para preservar la naturaleza. Otro motivo podría ser el supuesto instinto de la «biofilia» humana (Kellert y Wilson, 1993, Kellert, 1997). Además, algunos argumentan que otras especies tienen el derecho de vivir: que no tenemos ningún derecho a liquidarlas. A veces este corriente ambientalista apela a la religión como suele suceder en la vida política de Estados Unidos. Puede apelar al panteísmo o a religiones orientales menos antropocéntricas que el cristianismo o el judaísmo, o escoger eventos bíblicos apropiados como el Arca de Noé, que fue un caso notable de conservación ex situ. También existe en la tradición cristiana el caso excepcional de San Francisco de Asís, quien se preocupó por los pobres y algunos animales (Boff, 1998). Más razonable es en América del Norte o del Sur apelar a una realidad más próxima: el valor sagrado de la naturaleza en las creencias indígenas que sobrevivieron a la conquista europea. Por último, siempre hay la posibilidad de inventar nuevas religiones.
La sacralidad de la naturaleza (o de partes de la naturaleza) se toma muy en serio en este libro por dos razones, primero, porque lo sagrado existe realmente en algunas culturas y segundo, porque ayuda a aclarar un tema central de la Economía Ecológica, a saber, la inconmensurabilidad de los valores. No sólo lo sagrado, también otros valores son inconmensurables con lo económico, pero cuando lo sagrado interviene en la sociedad del mercado el conflicto es inevitable, como cuando, en el sentido opuesto, los mercaderes invadían el templo o se vendía indulgencias en la iglesia. Durante los últimos treinta años, el «culto a lo sagrado» ha sido representado en el activismo occidental por el movimiento de la «ecología profunda» (Devall y Sessions, 1985) que propugna una actitud «biocéntrica» ante la naturaleza, a diferencia de una actitud antropocéntrica «superficial».3 A los ecologistas profundos no les gusta la agricultura, sea tradicional o moderna, porque la agricultura ha crecido en desmedro de la vida silvestre. La principal propuesta política de esta corriente del ambientalismo consiste en mantener reservas naturales, llámense parques nacionales o naturales o algo parecido, libres de la interferencia humana. Existen gradaciones en cuanto a la cantidad de presencia humana que los territorios protegidos toleran, desde la exclusión total hasta el manejo conjunto con poblaciones locales. Los fundamentalistas de lo silvestre piensan que la gestión conjunta no es más que una manera de convertir la impotencia en virtud, su ideal es la exclusión. Una reserva natural puede admitir visitantes pero no habitantes humanos.
El índice HANPP podría volverse políticamente relevante una vez que exista una masa crítica de investigación y un consenso en torno a los métodos de cálculo, y se elucide su relación más exacta con la pérdida de biodiversidad. En este caso un país o región podría decidir reducir su HANPP, digamos del 50 al 20% en un cierto período de tiempo, y también se podría establecer objetivos mundiales, de la misma manera que ahora se establecen o discuten a distintas escalas los límites y cuotas para las emisiones de clorofluorocarbonos (CFC), dióxido de azufre, dióxido de carbono, o la pesca de algunas especies.
Los biólogos y filósofos ambientales son activos en esta primera corriente ambientalista, que irradia sus poderosas doctrinas desde capitales del Norte como Washington y Ginebra hacia África, Asia y América Latina a través de organismos bien organizados como la International Union for the Conservation of Nature (IUCN), el Worldwide Fund for Nature (WWF) y Nature Conservancy. Hoy en día en Estados Unidos no sólo se preserva la vida silvestre, también la restauran a través de la desactivación de algunas represas, la recuperación de los Everglades de la Florida y la reintroducción de lobos en el Parque Yellowstone. Lo silvestre restaurado realmente equivale a una naturaleza domesticada, que tal vez finalmente se convertirá en parques temáticos silvestres virtuales.
Desde finales de los años setenta, el incremento del aprecio por la vida silvestre ha sido interpretado por el politólogo Ronald Inglehart (1977, 1990, 1995) en términos de «posmaterialismo», es decir, como un cambio cultural hacia nuevos valores sociales que implica, entre otras cosas, un mayor aprecio por la naturaleza a medida que la urgencia de las necesidades materiales disminuye debido a que ya son satisfechas. Es así que la más prestigiosa revista de sociología ambiental de Estados Unidos, Society and Natural Resources, salió de un grupo de estudios sobre el ocio, que entendían el medio ambiente como si fuera un lujo y no una necesidad cotidiana. La membresía del Sierra Club, de la Audubon Society, del WWF y organizaciones similares, se incrementó considerablemente en los años setenta, así que tal vez existió un cambio cultural hacia un mayor aprecio por la naturaleza en una parte de la población de Estados Unidos y otros países ricos. Sin embargo, el término «posmaterialismo» es terriblemente equivocado (Martínez Alier y Hershberg, 1992; Guha y Martínez Alier, 1997) en sociedades como la de Estados Unidos, la Unión Europea, o Japón, cuya prosperidad económica depende del uso per cápita de una cantidad muy grande de energía y materiales, y de la libre disponibilidad de sumideros y depósitos temporales para su dióxido de carbono.
Según las encuestas, la población de Holanda se encuentra en la posición más alta