la gestión científica de los recursos naturales para lograr su uso permanente. Resulta más polémica la inclusión por Shabecoff de un tercer personaje en el nacimiento del ambientalismo en Estados Unidos, un partidario de Pinchot, a saber, el presidente Teodoro Roosevelt, un hombre que distó mucho de ser un ecopacifista. A esta lista de tres, se suele añadir otros grandes precursores (G. P. Marsh) y grandes sucesores (Aldo Leopold, Rachel Carson, Barry Commoner). Aunque hay que reclamar que se incluya a Lewis Mumford, y hay que destacar otras tradiciones del ambientalismo, incluyendo la imponente figura en las Américas de Alexander von Humboldt hace dos siglos, la genealogía del ambientalismo estadounidense está muy bien establecida y difícilmente se va a modificar. Han sido dos, pues, las corrientes principales: el «culto a lo silvestre» (John Muir) y el «credo de la ecoeficiencia» (Gifford Pinchot).
La historia de la preocupación por el medio ambiente es más complicada de lo que he relatado hasta aquí. Alrededor de 1900, Estados Unidos, como el resto de la sociedad occidental, asumió un compromiso con la idea del progreso, dominaba el utilitarismo. La civilización estadounidense emergía de su mentalidad fronteriza, en la cual parecía normal disparar contra cualquier cosa viviente. Por ejemplo, el ornitólogo Frank Chapman instituyó el conteo navideño de aves en 1905 para despertar a la opinión pública contra las competencias de tiro en el Año Nuevo que todavía eran comunes, de la misma manera que las matanzas anuales de serpientes cascabel siguen siendo un deporte local en el sudoeste. Hubo también quejas de pescadores deportivos contra la contaminación de los arroyos y contra las represas, y también se criticó la deforestación y el exterminio del bisonte. Nació el movimiento Audubon (1896), que resultó más influyente que el Sierra Club en esa época.4 Por lo tanto la simplificación del combate «John Muir vs. Gifford Pinchot» no hace justicia a la riqueza del ambientalismo de Estados Unidos, deja de lado una parte de la historia. Por ejemplo, tanto en Europa como en Estados Unidos existieron críticos ecológicos de la economía desde mediados del siglo XIX en adelante, a los cuales dediqué un libro entero hace quince años. ¿Por qué no citar de nuevo, entre los autores estadounidenses, al economista Henry Carey que se lamentaba de la pérdida de fertilidad agrícola? ¿Por qué no citar la «Carta a los Profesores de Historia de Estados Unidos» de Henry Adams con su discusión (de segunda mano) sobre entropía y economía? ¿Por qué no citar el «imperativo energético» del mentor de Henry Adams, Wilhelm Ostwald?: «No desperdicies ninguna energía, aprovéchala» (Martínez Alier y Schlupmann, 1991).
En el contexto colonial europeo, Richard Grove explicó los intentos de los franceses e ingleses para preservar los bosques que se remontan a finales del siglo XVIII en algunas pequeñas islas azucareras como Mauricio donde parece que la receta fue de nueve porciones de caña de azúcar por cada porción de bosque preservado —una proporción mejor que los españoles en el occidente de la Cuba colonial o los estadounidenses en la Cuba oriental poscolonial a principios del siglo XX. Tal como Richard Grove cuenta la historia, la creencia en la teoría francesa de «desecación» que señalaba la deforestación como la causa del descenso de lluvia condujo a que ya en 1791 se aprobara en la isla caribeña de San Vicente, una legislación para preservar algunos bosques «para atraer la lluvia».5 Esta política ambiental, también practicada en otras islas como Santa Elena bajo la doctrina de Pierre Poivre y otros observadores y administradores coloniales, se implementó 120 años antes de que Gifford Pinchot ingresara en Yale. En el Brasil, José Augusto Padua (2000) explica la conciencia explícita que existió desde los inicios del siglo XIX en autores y políticos (relativamente fracasados) como José Bonifacio sobre los vínculos entre la esclavitud, la minería y la agricultura de plantaciones que arruinó la selva de la costa atlántica. Sin embargo, a pesar de todos estos precedentes, pese a los muchos autores de fuera de Europa y Estados Unidos, a pesar también de las complejidades de la preocupación ambiental dentro de Estados Unidos, para los propósitos de este libro reitero la opinión de que las dos corrientes ecologistas que dominan no sólo en Estados Unidos sino en el escenario mundial son «el culto a lo silvestre» y «el credo de la ecoeficiencia» (este último con mucho aporte europeo en las dos últimas décadas). Los verdes alemanes, que eran internacionalistas, se unieron al movimiento europeo de la ecoeficiencia. En 1998, el director ejecutivo de la Agencia Ambiental Europea, mi amigo Domingo Jiménez Beltrán, dio un discurso en el Instituto Wuppertal titulado «Ecoeficiencia, la respuesta europea al desafío de la sustentabilidad». Le contesté diciéndole que yo escribiría un libro sobre «Ecojusticia, la respuesta del Tercer Mundo al desafío de la sustentabilidad». Éste es el libro.
Según Cronon, «durante décadas la idea de lo silvestre ha sido un principio fundamental —de hecho, una pasión— del movimiento ambiental, en particular de Estados Unidos» (Cronon 1996: 69). Parece existir una afinidad entre «lo silvestre» y la mentalidad estadounidense (Nash, 1982). Sabemos, sin embargo, que en lo silvestre hay mucho que es poco «natural». En este sentido, como Cronon muestra (también Mallarach, 1995), los «parques nacionales» se establecieron después del desplazamiento o eliminación de los pueblos nativos que vivían en estos territorios. El parque Yellowstone no fue el resultado de una concepción inmaculada. No obstante, la relación entre sociedad y naturaleza en Estados Unidos ha sido vista en términos, no de una cambiante y dialéctica historia socioecológica, sino de una reverencia profunda y permanente por «lo silvestre». Yo creo, más bien, en la tesis de Trevelyan, de que el aprecio por la naturaleza creció en forma proporcional a la destrucción de los paisajes provocada por el crecimiento económico (Guha y Martínez Alier, 1997: XII).
También se ha argumentado no sin razones que en Estados Unidos, la segunda corriente, la de la conservación y uso eficiente de los recursos naturales, precede a la primera corriente, preocupada por la preservación de (partes de) la naturaleza, una cronología plausible debido a la rápida industrialización de Estados Unidos a finales del siglo XIX. Así, Beinart y Coates (1995: 46) en su breve historia ambiental comparativa de Estados Unidos y Sudáfrica, consideran la preservación de lo silvestre como una idea más reciente que la corriente de la ecoeficiencia. Escriben lo siguiente: «cuando la ética utilitarista (de Pinchot) dominaba, ese otro pequeño afluente preservacionista, no más que un arroyuelo en ese entonces, merecía atención porque se convertiría en el canal principal del ambientalismo moderno». Samuel Hays, experto en la historia de problemas urbanos y de salud en Estados Unidos, concuerda con lo anterior (Hays, 1998: 336-337).
Sea cual sea la primera, esas dos corrientes de ambientalismo («el culto de lo silvestre» y «el credo de la ecoeficiencia») viven hoy en día simultáneamente, cruzándose a veces. En este sentido, vemos que la búsqueda utilitarista de la eficiencia en el manejo de los bosques podría enfrentarse con los derechos de los animales. O en el sentido opuesto, los mercados reales o ficticios de recursos genéticos o de paisajes naturales podrían ser vistos como instrumentos eficientes para su preservación. La idea de establecer contratos de bioprospección fue promovida primero en Costa Rica por un biólogo de la conservación, Daniel Janzen, quien evolucionó hacia la economía de los recursos naturales. El Convenio de Biodiversidad de 1992 promueve el acceso mercantil a los recursos genéticos como el principal instrumento para la conservación (ver capítulo VI). Sin embargo, la comercialización de la biodiversidad es un instrumento peligroso para la conservación. Los horizontes temporales de las empresas farmacéuticas son cortos (40 o 50 años máximo), mientras la conservación y coevolución de la biodiversidad es asunto de decenas de miles de años. Si las rentas provenientes de la conservación a corto plazo resultan bajas, y si la lógica de conservación se torna meramente económica, la amenaza a la conservación será más fuerte que nunca. Efectivamente, otros biólogos de la conservación de Estados Unidos (por ejemplo, Michael Soulé) se quejan de que la preservación de la naturaleza pierde su fundamento deontológico porque los economistas con su filosofía utilitarista están controlando cada vez más el movimiento ambientalista. En otras palabras, Michael Soulé piensa que recientemente ocurrió un cambio lamentable dentro del movimiento ambiental; la idea del desarrollo sostenible se ha impuesto frente a la reverencia por lo silvestre. Esta cronología de ideas es plausible si se considera el «desarrollo sostenible» como una auténtica novedad, pero es más dudosa si vemos el desarrollo sostenible como lo que es, un hermano gemelo de la «modernización ecológica» y una reencarnación de la ecoeficiencia de Pinchot.
A veces, aquellos cuyo interés en el ambiente