Joan Martínez Alier

El ecologismo de los pobres


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la gestión científica de los recursos naturales para lograr su uso permanente. Resulta más polémica la inclusión por Shabecoff de un tercer personaje en el nacimiento del ambientalismo en Estados Unidos, un partidario de Pinchot, a saber, el presidente Teodoro Roosevelt, un hombre que distó mucho de ser un ecopacifista. A esta lista de tres, se suele añadir otros grandes precursores (G. P. Marsh) y grandes sucesores (Aldo Leopold, Rachel Carson, Barry Commoner). Aunque hay que reclamar que se incluya a Lewis Mumford, y hay que destacar otras tradiciones del ambientalismo, incluyendo la imponente figura en las Américas de Alexander von Humboldt hace dos siglos, la genealogía del ambientalismo estadounidense está muy bien establecida y difícilmente se va a modificar. Han sido dos, pues, las corrientes principales: el «culto a lo silvestre» (John Muir) y el «credo de la ecoeficiencia» (Gifford Pinchot).

      Según Cronon, «durante décadas la idea de lo silvestre ha sido un principio fundamental —de hecho, una pasión— del movimiento ambiental, en particular de Estados Unidos» (Cronon 1996: 69). Parece existir una afinidad entre «lo silvestre» y la mentalidad estadounidense (Nash, 1982). Sabemos, sin embargo, que en lo silvestre hay mucho que es poco «natural». En este sentido, como Cronon muestra (también Mallarach, 1995), los «parques nacionales» se establecieron después del desplazamiento o eliminación de los pueblos nativos que vivían en estos territorios. El parque Yellowstone no fue el resultado de una concepción inmaculada. No obstante, la relación entre sociedad y naturaleza en Estados Unidos ha sido vista en términos, no de una cambiante y dialéctica historia socioecológica, sino de una reverencia profunda y permanente por «lo silvestre». Yo creo, más bien, en la tesis de Trevelyan, de que el aprecio por la naturaleza creció en forma proporcional a la destrucción de los paisajes provocada por el crecimiento económico (Guha y Martínez Alier, 1997: XII).

      También se ha argumentado no sin razones que en Estados Unidos, la segunda corriente, la de la conservación y uso eficiente de los recursos naturales, precede a la primera corriente, preocupada por la preservación de (partes de) la naturaleza, una cronología plausible debido a la rápida industrialización de Estados Unidos a finales del siglo XIX. Así, Beinart y Coates (1995: 46) en su breve historia ambiental comparativa de Estados Unidos y Sudáfrica, consideran la preservación de lo silvestre como una idea más reciente que la corriente de la ecoeficiencia. Escriben lo siguiente: «cuando la ética utilitarista (de Pinchot) dominaba, ese otro pequeño afluente preservacionista, no más que un arroyuelo en ese entonces, merecía atención porque se convertiría en el canal principal del ambientalismo moderno». Samuel Hays, experto en la historia de problemas urbanos y de salud en Estados Unidos, concuerda con lo anterior (Hays, 1998: 336-337).

      Sea cual sea la primera, esas dos corrientes de ambientalismo («el culto de lo silvestre» y «el credo de la ecoeficiencia») viven hoy en día simultáneamente, cruzándose a veces. En este sentido, vemos que la búsqueda utilitarista de la eficiencia en el manejo de los bosques podría enfrentarse con los derechos de los animales. O en el sentido opuesto, los mercados reales o ficticios de recursos genéticos o de paisajes naturales podrían ser vistos como instrumentos eficientes para su preservación. La idea de establecer contratos de bioprospección fue promovida primero en Costa Rica por un biólogo de la conservación, Daniel Janzen, quien evolucionó hacia la economía de los recursos naturales. El Convenio de Biodiversidad de 1992 promueve el acceso mercantil a los recursos genéticos como el principal instrumento para la conservación (ver capítulo VI). Sin embargo, la comercialización de la biodiversidad es un instrumento peligroso para la conservación. Los horizontes temporales de las empresas farmacéuticas son cortos (40 o 50 años máximo), mientras la conservación y coevolución de la biodiversidad es asunto de decenas de miles de años. Si las rentas provenientes de la conservación a corto plazo resultan bajas, y si la lógica de conservación se torna meramente económica, la amenaza a la conservación será más fuerte que nunca. Efectivamente, otros biólogos de la conservación de Estados Unidos (por ejemplo, Michael Soulé) se quejan de que la preservación de la naturaleza pierde su fundamento deontológico porque los economistas con su filosofía utilitarista están controlando cada vez más el movimiento ambientalista. En otras palabras, Michael Soulé piensa que recientemente ocurrió un cambio lamentable dentro del movimiento ambiental; la idea del desarrollo sostenible se ha impuesto frente a la reverencia por lo silvestre. Esta cronología de ideas es plausible si se considera el «desarrollo sostenible» como una auténtica novedad, pero es más dudosa si vemos el desarrollo sostenible como lo que es, un hermano gemelo de la «modernización ecológica» y una reencarnación de la ecoeficiencia de Pinchot.

      A veces, aquellos cuyo interés en el ambiente