Joan Martínez Alier

El ecologismo de los pobres


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yo planteo que el ambientalismo occidental no creció en los años setenta debido a que las economías hubieran alcanzado una etapa «posmaterialista», sino precisamente por lo contrario, es decir, por las preocupaciones muy materiales sobre la creciente contaminación química y los riesgos o incertidumbres nucleares. Esta perspectiva materialista y conflictiva del ambientalismo ha sido propuesta desde los años setenta por sociólogos estadounidenses como Fred Buttel y Allan Schnaiberg.

      La organización Amigos de la Tierra nació hacia 1969, cuando el director del Sierra Club, David Brower, se molestó por la falta de oposición del Sierra Club a la energía nuclear (Wapner, 1996: 121). Amigos de la Tierra tomó su nombre de unas frases de John Muir: «La Tierra puede sobrevivir bien sin amigos, pero los humanos, si quieren sobrevivir, deben aprender a ser amigos de la Tierra». La resistencia a la hidroelectricidad en el oeste de Estados Unidos, tal como la ejercía el Sierra Club, iba de la mano de la defensa de bellos paisajes y espacios silvestres en famosas luchas en defensa de los ríos Snake, Columbia y Colorado. La resistencia a la energía nuclear se iba a basar, en los años setenta, en los peligros de la radiación, la preocupación por los desechos nucleares y los vínculos entre los usos militar y civil de la tecnología nuclear. Hoy, el problema de los depósitos de desechos nucleares es cada vez más importante dentro de Estados Unidos (Kuletz, 1998). Ahora, con ya más de treinta años a sus espaldas, Amigos de la Tierra es una confederación de diversos grupos de distintos países. Algunos se orientan a la vida silvestre, otros se preocupan por la ecología industrial, otros están involucrados sobre todo en los conflictos ambientales y de derechos humanos provocados por las empresas transnacionales en el Tercer Mundo.

      Amigos de la Tierra de Holanda logró un reconocimiento importante a inicios de los años noventa debido a sus cálculos sobre el «espacio ambiental», demostrando que este país estaba utilizando recursos ambientales y servicios mucho más allá de su propio territorio (Hille, 1997), y un concepto como la «deuda ecológica» (ver el capítulo X) se incorporó a finales de los noventa a los programas y campañas internacionales de Amigos de la Tierra. Estamos lejos del «posmaterialismo».

      Aunque las corrientes del ecologismo están entrelazadas, el hecho es que la primera corriente, la del «culto a lo silvestre», ha sido desafiada durante mucho tiempo por una segunda corriente preocupada por los efectos del crecimiento económico, no sólo en las áreas prístinas sino también en la economía industrial, agrícola y urbana, una corriente bautizada aquí como «el credo (o evangelio) de la ecoeficiencia», que dirige su atención a los impactos ambientales y los riesgos para la salud de las actividades industriales, la urbanización y también la agricultura moderna. Esta segunda corriente del movimiento ecologista se preocupa por la economía en su totalidad. Muchas veces defiende el crecimiento económico, aunque no a cualquier coste. Cree en el «desarrollo sostenible» y la «modernización ecológica», en el «buen uso» de los recursos. Se preocupa por los impactos de la producción de bienes y por el manejo sostenible de los recursos naturales, y no tanto por la pérdida de los atractivos de la naturaleza o de sus valores intrínsecos. Los representantes de esta segunda corriente apenas utilizan la palabra «naturaleza», más bien hablan de «recursos naturales» o hasta de «capital natural» o «servicios ambientales». La pérdida de aves, ranas o mariposas «bioindica» algún problema, como así lo hacía la muerte de canarios en los cascos de los mineros de carbón, pero esas especies, como tales, no tienen un derecho indiscutible a vivir. Éste es hoy un movimiento de ingenieros y economistas, una religión de la utilidad y la eficiencia técnica sin una noción de lo sagrado. Su templo más importante en Europa en los años noventa ha sido el Instituto Wuppertal, ubicado en medio de un feo paisaje industrial. A esta corriente se la llama aquí el «evangelio de la ecoeficiencia» en homenaje a la descripción de Samuel Hays del «Movimiento Progresista por la Conservación» de Estados Unidos entre los años 1890 y 1920 como el «evangelio de la eficiencia» (Hays, 1959). Hace un siglo, el personaje más conocido de este movimiento en Estados Unidos fue Gifford Pinchot, formado en los métodos europeos del manejo científico forestal; pero esta corriente también tiene raíces fuera de lo forestal, en los muchos estudios realizados en Europa desde mediados del siglo XIX sobre el uso eficiente de la energía y sobre la química agrícola (los ciclos de nutrientes), por ejemplo cuando en 1840 Liebig advirtió sobre la dependencia del guano importado, o cuando en 1865 Jevons escribió su libro sobre el carbón, señalando que una mayor eficiencia de las máquinas de vapor podría, paradójicamente, conducir a un mayor uso de carbón al abaratarlo dentro de los costes de producción. Otras raíces de esta corriente pueden encontrarse en los numerosos debates del siglo XIX entre ingenieros y expertos en salud pública en torno a la contaminación industrial y urbana.

      Hoy, en Estados Unidos y más aún en la sobrepoblada Europa donde queda poca naturaleza prístina, el credo de la «ecoeficiencia» domina los debates ambientales tanto sociales como políticos. Los conceptos claves son las «Curvas Ambientales de Kuznets» (el incremento de ingresos lleva en primer lugar a un incremento en la contaminación, pero al final conduce a su reducción), el «Desarrollo Sostenible» interpretado como crecimiento económico sostenible, la búsqueda de soluciones «ganancia económica y ganancia ecológica» (win-win), y la «modernización ecológica» (un término inventado por Martin Jaenicke, 1993, y por Arthur Mol, quien estudió la industria química holandesa (Mol, 1995, Mol y Sonnenfeld, 2000, Mol y Spargaren, 2000). La modernización ecológica camina sobre dos piernas: una económica, ecoimpuestos y mercados de permisos de emisiones; la otra tecnológica, apoyo a los cambios que llevan a ahorrar energía y materiales. Científicamente, esta corriente descansa en la economía ambiental (cuyo mensaje es resumido en «lograr precios correctos» a través de «internalizar las externalidades») y en la nueva disciplina de la Ecología Industrial que estudia el «metabolismo industrial», que se desarrolló tanto en Europa (Ayres y Ayres, 1996, 2001) como en Estados Unidos (precisamente la Escuela Forestal y de Estudios Ambientales de la Universidad de Yale, fundada bajo el auspicio de Gifford Pinchot, edita el excelente Journal of Industrial Ecology).

      Así, la ecología se convierte en una ciencia gerencial para limpiar o remediar la degradación causada por la industrialización (Visvanathan, 1997: 37). Los ingenieros químicos están particularmente activos en esta corriente. Los biotecnólogos intentaron entrar en ella con sus promesas de semillas diseñadas que prescindirían de los plaguicidas y a lo mejor sintetizarían nitrógeno de la atmósfera, aunque ya encontraron una resistencia pública a los organismos genéticamente modificados (OGM). Indicadores e índices como el uso de materiales por unidad de servicio (MIPS en inglés) y la demanda directa y total de materiales (DMR/TMR) (ver el capítulo III) miden el progreso ha­cia la «desmaterialización» en relación con el Producto Interno Bruto (PIB) o incluso en términos absolutos. Las mejoras en ecoeficiencia a nivel de una empresa son evaluadas a través del análisis del ciclo de vida de productos y procesos, y de la auditoría ambiental. Efectivamente, la «ecoeficiencia» ha sido descrita como «el vínculo empresarial con el desarrollo sostenible». Más allá de sus múltiples usos para el «lavado verde», la ecoeficiencia lleva a un muy valioso programa de investigación de relevancia mundial sobre el gasto de materiales y energía en la economía y sobre las posibilidades de desvincular el crecimiento económico de su base material. Tal investigación sobre el metabolismo social tiene una larga historia (Fischer-Kowalski, 1998, Haberl, 2001). Hay un lado optimista y un lado pesimista (Cleveland y Ruth, 1998) en el «gran debate sobre la desmateria­­­li­zación» que ahora se está iniciando.

      La clasificación de las corrientes de un movimiento, como proponemos en este capítulo, tiende a molestar a la gente que intenta nadar en sus torbellinos. No obstante, una reciente historia del ambientalismo estadounidense (Shabecoff, 2000) empieza así: «Hace un siglo, en medio de una tormenta en las alturas de Sierra Nevada, un hombre flaco y barbudo ascendió a la cima de una conífera que oscilaba fuertemente para, según explicó, disfrutar del placer de cabalgar el viento. Unos pocos años más tarde, el primer jefe del servicio forestal del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, un patricio ingeniero forestal formado en Europa, andaba a caballo por el parque Rock Creek, de Washington D. C., cuando repentinamente se le ocurrió una idea. Se percató de que la salud y la vitalidad de la nación dependían de la salud y vitalidad de los recursos naturales» (Shabecoff, 2000:1)