Michèle Petit

El arte de la lectura en tiempos de crisis


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de un tercer espacio. Es así, entre otros experimentos, como el lugar del otro toma forma en el pensamiento del niño. Otro situado en un lugar distinto al de la interacción”.62

      Siguiendo a Wilfred Bion, los especialistas en la primera infancia han señalado igualmente la importancia crucial de la “capacidad de ensoñación” de las madres, que les permite filtrar los terrores de los niños –siempre y cuando ellas mismas no estén demasiado deprimidas o frágiles– y coincidir con lo que ellos sienten devolviéndoles ecos gestuales y del lenguaje.

      Es allí, en esas interacciones, y posteriormente en esas intersubjetividades originarias, en ese diálogo de las atenciones y esos ajustes mutuos donde se encuentra el fondo de nuestra experiencia, de nuestra vida psíquica, de nuestro pensamiento. Y es quizás este fondo el que se ve tocado, son estas primeras experiencias las que a veces se recuperan, se reactivan, en algunos encuentros en torno a la lectura, cuando no están regidos por la utilidad (y a su vez, si el facilitador del libro busca únicamente responder a una “necesidad”, seguramente también sólo podrá ganarse la mala voluntad o el rechazo).

       La oralidad, en el origen del gusto por la lectura

      Pero cuando la lucha por la supervivencia o el trabajo acaparan el tiempo cotidiano, cuando la madre, psicológicamente frágil o enlutada, no recibe el suficiente apoyo de su entorno, no estará en condiciones de decir una rima, de narrar una historia, y mucho menos de leer alguna (lo que supondría que ella misma haya podido apropiarse de los libros). Incluso ella misma ha olvidado a veces las leyendas que le fueron transmitidas en su propia infancia. O bien el lenguaje sólo sirve para designar las cosas inmediatas. En ese caso les faltará a los niños una etapa para integrar los diferentes registros de la lengua y apropiarse un día de la cultura escrita: la etapa en que la literatura, oral o escrita, es la iniciadora a un uso de las palabras tan esencial y vital como “inútil”, completamente cercano a la vivacidad de los sentidos y al placer compartido, completamente alejado del control y de las evaluaciones.

      No obstante, algunos mediadores culturales pueden recrear situaciones de oralidad felices que permiten una nueva travesía, un desvío hacia esa época en que las palabras son bebidas como leche o miel. Y a veces observan que algunos adolescentes, al escucharlos, se extienden y luego se acurrucan en posición fetal, mientras que otros cierran los ojos.

      En los centros de lectura que he estudiado, los mediadores se fundamentan en sus conocimientos, gracias a los cuales proponen una selección de obras muy pensada, como veremos después. Pero también están allí con sus cuerpos, sus sentidos, su energía (como señala Juan Groisman, un joven argentino: “al comienzo yo creo que ellos venían por nuestra energía, por nuestro deseo, eso era lo primero”). Están allí con su propia historia, sobre la cual a menudo se han interrogado, aunque no lo demuestren, con su propio recorrido como lectores; y con sus voces que dan vida a los textos. La oralidad está en el fondo de prácticamente todos los programas que se han desarrollado en esos espacios en crisis.

      Durante demasiado tiempo se ha contrapuesto lo oral a lo escrito pese a que el libro y la voz son compañeros y que en particular la biblioteca es un marco “natural” para la oralidad: es el lugar de miles de voces ocultas en libros que fueron escritos a partir de la voz interior de un autor. Cuando un lector lee, hace revivir esa voz, que proviene a veces de varios siglos atrás. Pero a los que crecieron lejos de los soportes impresos, alguien debe prestarles su voz para que oigan la que el libro transporta.

       Reencontrar una “tierra adentro” de sensaciones, un ritmo

      Un deseo que pudo salir a la luz porque alguien supo tocar esta sensibilidad primera, suscitar, mediante la voz, vaivenes entre cuerpo y pensamiento y permitió recobrar, bajo el texto, una “tierra adentro” de sensaciones, un movimiento, un ritmo. Permitió entrar en la danza.

      Porque los textos actúan en varios niveles, ya sea que se lean en voz alta o que se escuchen en el secreto de la soledad: por su contenido, por las asociaciones que ocasionan, las discusiones que provocan; pero también por su melodía, su ritmo y su tempo. Escuchemos, por ejemplo, a Joséphine:

      Recuerdo un día en que me encontraba en un estado de nerviosismo completamente patológico. Corrí a la biblioteca para localizar El molino de Verhaeren. Inmediatamente me tranquilizó. Desde ese día he regresado a él a menudo, suprime toda mi locura, todo mi desequilibrio; sé que está allí como las pastillas que están en el cajón de la izquierda. Me hace mucho bien debido a su ritmo, quizá también a alguna imagen, pero es sobre todo el ritmo. Lo sorprendente es que ese día fui directo a buscar el libro, y dentro del libro, ese poema, de modo que en mí había algo que ya lo sabía y yo no tenía conciencia de ello.