Roy Hora

La moneda en el aire


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ideas muy originales.

      PG: Hasta la dictadura, a mí la democracia me importaba muy poco. No me gustó que derrocaran a Illia, claro, pero en mi visión de entonces la democracia era un tema secundario. Lo importante era la transformación socioeconómica: la revolución, la reforma, el desarrollo, la equidad, como quieras llamarlo, pero no la democracia, y menos las instituciones de la democracia. La violencia de la dictadura puso en duda estas certezas. Y fue Alfonsín quien le puso palabras a mi malestar, quien le dio nombre al vacío depresivo y angustiante que yo, como tantos otros, había sentido durante la dictadura. Mi acercamiento a Alfonsín es el acercamiento a una idea de democracia que hasta entonces yo solo podía balbucear. Y fue por eso que me convertí no en un radical sino en un alfonsinista. De hecho, nunca me afilié al radicalismo, pese a que fui funcionario en sus dos administraciones. Y luego, claro, está lo que tiene que ver con Alfonsín como figura política.

       RH: En esa campaña, Alfonsín se reveló como un líder que no parecía cortado por la tijera del partido radical. Era mucho más que eso. A su lado, todos los dirigentes de su partido (comenzando por Ricardo Balbín y los hombres de Línea Nacional, como Fernando de la Rúa, o el propio Víctor Martínez, que lo acompañó como vice) se veían grises. Amén de que Alfonsín tenía una foja muy digna en el tema cada vez más crucial de los derechos humanos –lo que no puede decirse de otros radicales–, su ambición política era de otra escala. Percibió como nadie que los clivajes políticos tradicionales habían perdido fuerza y que flotaba en el aire un reclamo de reparación de los agravios que la violencia del Proceso le había infligido a la comunidad y que era preciso articular esa demanda con la construcción de las instituciones y la cultura de una sociedad democrática. Y lo hizo con un lenguaje claro y seductor. No es casual que haya logrado abrirlo a nuevos electorados y darle una amplia base de militancia juvenil a un partido que desde hacía décadas era poco atractivo para las nuevas generaciones.

      PG: ¿Vos lo votaste a Alfonsín?

       RH: No, aún estaba en el colegio secundario. De todos modos, no lo hubiese votado porque entonces mis simpatías estaban más a la izquierda, con Oscar Alende y su Partido Intransigente. En esto influyó mucho un tío, de quien estuve muy cerca en esos años, Guillermo Mac Kenzie, que pertenece a la generación setentista. Mi adolescencia transcurrió en los gélidos años del Proceso –comencé el colegio secundario en 1979– y además me tocó moverme en un medio bastante conservador, en el que se hablaba poco de política. La idea misma de que la sociedad podía y debía transformarse en un sentido democrático y solidario era extraña a ese ambiente. Pero cuando comenzó el deshielo, en 1982, me asomé al círculo del que mi tío Billy formaba parte, donde primaban las ideas de la izquierda nacional-popular. Allí tuve mi primera educación política, y disfruté mucho ese descubrimiento. Fue muy importante para mí, y siempre le estaré agradecido por ese regalo. Pero esto significa que viví la primavera democrática desde una posición de izquierda poco atenta a la innovación política que suponía el proyecto de refundación de las instituciones de la república democrática, la valoración del pluralismo y las libertades públicas. Una vez que ingresé a la carrera de Historia de la UBA, en 1986, esa ubicación en el arco político no hizo más que confirmarse, e incluso acentuarse: en la Facultad de Filosofía y Letras, bastión de la izquierda, Franja Morada y el radicalismo no tenían peso alguno. De todos modos, al margen de mis preferencias, creo que era lo suficientemente realista como para advertir que Alfonsín era una figura de otra talla, muy por encima de Alende y, por supuesto, también de Luder, Frigerio o Manrique, que compitieron por la presidencia en esa elección de 1983.

      PG: Sí. Y a propósito de esto, traigo una anécdota que tiempo después me contó Coti Nosiglia, que describe bien este aspecto de su figura. Se refiere a la campaña electoral del 83. La Coordinadora, y supongo que la mayoría de los radicales, tenía pensado hacer el acto de cierre en el estadio de Huracán. Alfonsín y Nosiglia iban juntos en un auto y, al pasar frente al Obelisco, de pronto se escucha la voz de Raúl, que dice: “Aquí”. Entonces Nosiglia le pregunta: “¿Aquí qué?”. “El palco. Mirá, así”. Y le explicó cómo debían disponerlo. Coti pensó: “Este hombre se volvió loco”. Todavía entonces, en medio de la campaña, la Coordinadora creía que Alfonsín no estaba para un acto en el Obelisco, que era riesgoso. Les costó darse cuenta de que él era el jefe, el líder, y que lo mejor que ellos podían hacer era aceptarlo.

      RH: Quizás todavía lo veían como un dirigente de la vieja guardia, de un partido al que se pertenecía casi por tradición familiar, y cuyo ámbito natural de expresión era la vida de comité. Creían que la renovación del partido iba a estar marcada por el ascenso de la juventud. En defensa de esta visión, hay que señalar que el pasado de Alfonsín no revelaba su verdadero potencial. Hacia 1983, con más de 55 años, ya era un dirigente bastante veterano, que durante tres décadas había trajinado todo el cursus honorum partidario sin triunfos notorios, aunque con una derrota muy digna contra Balbín en los comicios internos de 1972. Allí todavía no había nacido ese personaje sin el cual no es posible narrar la construcción de nuestra democracia.

      PG: Sí, algunos todavía lo veían como un dirigente con origen en el tronco balbinista, que venía corriéndose a la izquierda y al antiimperialismo. Ese corrimiento era atractivo para los jóvenes coordinadores. Pero para los más radicalizados, ya no para la mayoría, la verdadera transformación la liderarían ellos. Eso me parece, visto a la distancia.

       RH: Esta manera de entender las relaciones entre nuevos y viejos en un punto guarda cierto paralelismo con la historia de la relación entre Perón y la juventud, entre el líder ya anciano y Montoneros. Las nuevas generaciones que se colocan detrás de una figura a la que necesitan, pero a la que piensan que pueden orientar o condicionar.

      PG: Exactamente. Primero fue: “Es nuestro candidato”. Luego: “¡Pero este hombre se volvió loco!”. Hasta que vieron lo que fue ese acto, y comenzaron a tomar dimensión de que su liderazgo significaba algo más que una reconstrucción del partido en los términos que marcaba su historia pasada.

       RH: Alfonsín fue central en tu descubrimiento de la democracia, concebida como un orden comprometido con la justicia social pero también con el respeto y la protección de los derechos individuales, receloso del abuso de poder y la violencia estatal. Sin embargo, vos también escuchabas otra campana. ¿En qué medida la izquierda que comenzaba a revisar su tradición revolucionaria, a revalorizar las instituciones democráticas y liberales, y a descubrir la importancia de agendas como la de los derechos humanos, agregó algo a esta reflexión? Y en este punto es importante volver a nombrar a Juan Carlos Portantiero, porque él fue un protagonista central de esta inflexión.

      PG: Fue importante, claro. Pero en mi experiencia personal lo fue más Juan Carlos Torre. Era un amigo desde hacía tiempo, pero desde entonces se volvió un gran amigo, un compañero de la vida y de varios emprendimientos intelectuales. Me volví un demócrata, después un socialdemócrata, y ahora creo, como ya dije, que soy algo así como un liberal de izquierda. Portantiero fue una influencia más indirecta, porque con el Negro nos veíamos ocasionalmente, casi siempre en alguno de mis viajes a México, el lugar de su exilio y de tantos otros. Es cierto que en esos años confluimos como nunca antes en nuestra manera de ver la política y la sociedad. En el pasado, nuestros caminos no habían sido siempre los mismos. En esos años de la transición democrática logramos una gran sintonía en nuestras percepciones de la vida política. Ellos, me refiero a Portantiero, a Pancho Aricó y a quienes los acompañaron, hicieron un trabajo de elaboración intelectual fundamental.

      RH: A comienzos de la década de 1980, ese grupo de exiliados mexicanos –Aricó, Portantiero, Jorge Tula, Emilio de Ípola, Oscar Terán– solo estaba en el radar de grupos muy pequeños. Desde su retorno al país, en casi todos los casos luego de 1983, su voz comenzó a escucharse con algo más de fuerza. El Club de Cultura Socialista se fundó en 1984 y la revista La Ciudad Futura, la publicación que mejor expresaba a ese grupo, recién comenzó a salir a mediados de 1986. Siempre me intrigó cómo fue que estas figuras hasta entonces tan laterales en el campo político-cultural alcanzaron tanto ascendiente intelectual sobre Alfonsín.