Roy Hora

La moneda en el aire


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sé hasta qué punto la reforma económica era un tema que los principales animadores del Club identificaban como prioritario. Me parece que su atención estaba más concentrada en el debate sobre cómo actualizar el legado de la tradición socialista y cómo se relacionaba ese legado con las instituciones y la cultura de una sociedad democrática. Más importante: la reforma del Estado también era una problemática ajena a la tradición radical. El hecho de que el programa de modernización solo cobrara volumen político tras el ingreso al gobierno de un extrapartidario como Rodolfo Terragno, en septiembre de 1987, creo que dice algo al respecto. Por supuesto, tampoco estaba presente en la agenda del peronismo, ya fuese en su vertiente ortodoxa o renovadora, o de los partidos de izquierda.

      PG: Así es. La reforma del Estado comenzó a discutirse sistemáticamente y con más visibilidad pública desde la entrada de Terragno al gobierno. Como ministro de Obras Públicas, empujó un programa de modernización y en algunos casos de privatización de empresas públicas. Me tocó oficiar de vínculo entre Terragno y su gente y el Ministerio de Economía. Terragno es una persona difícil, pero nos entendíamos, y compartíamos la idea de que la reforma del Estado era un tema importante. Pero es cierto que no todos pensaban así. Con el tiempo me fui dando cuenta de que para muchos integrantes del gobierno las reformas estructurales no eran más que un artilugio. Las veían como el trago de aceite de ricino que permitía conseguir financiamiento del Banco Mundial. En el Ministerio de Economía casi todos estábamos de acuerdo con que había que encarar la apertura de la economía y la reforma del Estado. En el partido, sin embargo, ese consenso no existía. “Estamos saliéndonos de nuestra doctrina, de las tradiciones del radicalismo, de la Declaración de Avellaneda”, decían algunos, o muchos.

       RH: En un gobierno en bancarrota y sin acceso al crédito, la sed de financiamiento era más fuerte que la vocación reformista. Y eso achicaba el horizonte y hacía más difícil poner en marcha un programa de reformas dirigido a incrementar la calidad del gasto público. Ya lo subrayamos: las buenas reformas, consensuadas, inclusivas y sustentables, muchas veces requieren un horizonte de mediano y largo plazo, además de recursos. Esas condiciones no estaban presentes. No solo hubo pocas reformas sino que, cuando finalmente llegaron, en especial en los primeros años de la primera presidencia de Menem, se parecieron mucho a un mero programa de privatizaciones, con el cariz salvaje que todos conocemos.

      PG: A mí, la experiencia de gobierno me sirvió, entre otras cosas, para escribir un libro y varios artículos sobre las privatizaciones de Menem. Pero te voy a contar una anécdota que refleja cómo las dificultades de corto plazo marginaban muy comprensiblemente una discusión más profunda sobre cómo encarar los problemas estructurales: la reforma del Estado, la apertura de la economía, la introducción de mayor competencia en una economía muy concentrada y monopólica. Eran temas que la socialdemocracia moderna o el liberalismo progresista estaban poniendo en la agenda en Europa, y que acá también comenzamos a pensar. En un momento dado, cuando hubo que anunciar alguno de los devaluados planes de estabilización que siguieron al Plan Austral, recibí un llamado de Mario Brodersohn: “¿Puedo pasar por tu oficina?”, me preguntó. “Pero sí, claro, si querés voy a la tuya”, le contesté, aceptando la diferencia de rango. Pero fue él el que vino, y con sinceridad algo brutal me dijo: “¿No me tirás un par de reformas estructurales, que tenemos que anunciar un ajuste?”. Mario es una persona a la que quiero mucho, pero así veía él la reforma económica: un ropaje elegante con el que vestir el anuncio de un ajuste.

       RH: Te pido que reconstruyas cuál era entonces tu diagnóstico sobre los principales problemas de la economía argentina. Algo decías recién, hablando de una economía pequeña y poco abierta al intercambio. También subrayabas las limitaciones de la vieja guardia radical para comprender y orientar la economía de los años ochenta. Visto a la distancia, un dato central del nuevo cuadro era que el recurso masivo al endeudamiento externo durante los años del Proceso había dejado como legado un cuadro de insolvencia fiscal estructural. La demanda de dólares para atender estos compromisos acentuaba problemas muy arraigados de una economía con un débil perfil exportador, que hacía ya varias décadas mostraba dificultades para generar las divisas que necesitaba su sector industrial, poco competitivo y excesivamente volcado sobre el mercado interno. Así, a la vez que trababa la expansión del sector manufacturero, esta redoblada restricción externa condicionaba la orientación del gasto, comprometía la salud de las cuentas públicas y deterioraba la calidad de las prestaciones del Estado. Y acentuaba ese otro gran problema que había nacido en la tercera presidencia de Perón: el régimen de muy alta inflación, que ya contaba con una década de vida, y que había sido la razón de ser del Plan Austral. ¿Era esto lo que entonces veían? ¿Dónde estaban los grandes problemas?

      PG: Básicamente eran los mismos que veo hoy: una economía semicerrada con baja capacidad exportadora –para mí, la cuestión central– y un problema de financiamiento del sector público en su triple rol de Estado mínimo liberal, Estado productor y Estado de bienestar. La Argentina tenía –y tiene– problemas para financiar ese triple rol del Estado, y por ello eran necesarias las reformas. Acordate que el Plan Brady, que aliviaba un poco el problema del endeudamiento externo, recién apareció en 1989. Esa presión era enorme. Las reformas debían incluir privatizaciones para aliviar la excesiva presión de la sociedad sobre el Estado. La idea era que la reforma del Estado podía ayudar a la disciplina fiscal de un modo más permanente. Con el tiempo me di cuenta de que ese era un diagnóstico liberal, o liberal moderado. Insistí bastante sobre esta visión, que sirvió como fuente para varios discursos de Sourrouille y de Alfonsín. Sin embargo, tengo mis dudas sobre cuán convencidos estaban en la Unión Cívica Radical, o incluso el propio Alfonsín, de que este diagnóstico era acertado.

       RH: Fue el deterioro de la situación económica a partir de 1987 lo que le torció el brazo al gobierno y le hizo tomar un camino del que muchos de sus integrantes recelaban. Para entonces, sin embargo, ya era tarde. Tras la derrota electoral de 1987, cuando Terragno fue designado ministro de Obras Públicas, el gobierno ya estaba muy en minoría en el Congreso, y había perdido capacidad de iniciativa política. A esto hay que agregar que, entre los votantes de Alfonsín, esa demanda era débil o inexistente, y lo mismo puede decirse de los grupos partidarios sobre los que Alfonsín se apoyaba. No veían a la reforma como parte de una agenda progresista. De hecho, quienes tomaron esa bandera en la elección de 1989, comenzando por Eduardo Angeloz, el candidato a presidente, estaban a la derecha de Alfonsín.

      PG: El clima de sospecha existía dentro del partido. Tenían razón, y a la vez no tenían razón, porque la realidad demandaba un cambio. De todos modos, los resquemores fueron perdiendo fuerza con el tiempo. Hablamos mucho con dirigentes radicales, en particular de la Coordinadora, para mostrarles que no se podía seguir así. Fue una tarea de convencimiento que no dio frutos inmediatos, pero fue cambiando las mentes de esos dirigentes que hoy tienen 60 y pico de años.

       RH: La generación de Jesús Rodríguez…

      PG: Los Jesús Rodríguez, los Coti Nosiglia, los Facundo Suárez Lastra, los Marcelo Stubrin. Hoy, todos ellos piensan de una manera muy distinta a lo que era el sentido común radical de mediados de la década de 1980.

       RH: Aprendieron a los golpes. Y el final del gobierno de Alfonsín les deparó una dura paliza. ¿Qué hizo naufragar el programa de estabilización? ¿Qué hizo que el fracaso económico de la gestión Alfonsín fuese tan dramático, y terminara en la hiperinflación?

      PG: La gravísima situación externa. La deuda impagable –pero que los organismos internacionales y el gobierno de los Estados Unidos no aceptaban como impagable– fue el principal determinante del fracaso. Pero hubo decisiones que tampoco ayudaron. Hay un artículo de José Luis Machinea publicado por el CEDES que lo explica muy bien. Poco después del lanzamiento del Plan Austral se otorgó un aumento a los jubilados que desequilibró las cuentas fiscales. Ese aumento era innecesario para ganar las elecciones de noviembre de 1985. Ya dije que en el invierno de 1986 la inflación estaba de regreso. En febrero del 87, ante el deterioro de la situación, se hizo una segunda versión, menos consistente, del Plan Austral. Alfonsín lo pedía, aun cuando el nuevo plan no tuvo mucha coherencia interna. Unos días después, Carlos