de la profesión, y en el que las voces ortodoxas se tornaban dominantes, Sourrouille era visto como un heterodoxo tradicional, que persistía en avanzar por el camino equivocado. Se subestimaban los elementos originales de su programa antiinflacionario. Esto me da pie para preguntarte sobre las diferencias entre el primer equipo económico de Alfonsín, encabezado por Bernardo Grinspun, y el que lo reemplazó en 1985, liderado por Sourrouille. Es comprensible que, al inicio, Alfonsín haya dejado la gestión de la economía en manos de una persona como Grinspun. El radicalismo había sido por mucho tiempo un partido de oposición, y no había tenido la necesidad de formular una propuesta económica propia. Casi dos décadas fuera del gobierno habían ralentizado el proceso de formación de cuadros técnicos, y de actualización de sus ideas económicas y de gestión. Muchos, además, ya habían emigrado al desarrollismo tras el cisma que protagonizó Frondizi en 1955. Cuando ganó las elecciones, fue natural que Alfonsín se recostase sobre economistas que, además de militantes partidarios, habían participado en la última administración radical, la de Illia. Los desafíos que tenían por delante, sin embargo, habían experimentado un cambio cualitativo. Esos hombres –ya que por entonces los funcionarios todavía eran todos varones– habían administrado con bastante éxito la economía de la década de 1960, pero no estaban bien preparados para resolver los problemas de una economía con muy alta inflación y fuerte endeudamiento externo, y que había dejado de crecer.
PG: Te respondo evocando las ideas de esa vieja guardia radical. Traté bastante a Alfredo Concepción, que antecedió a Machinea en la presidencia del Banco Central. La coexistencia de Sourrouille en el Ministerio con Concepción en el Banco era imposible. Concepción y su equipo no veían ninguna contraindicación en emitir dinero. Para ellos, la emisión era, por definición, siempre, una buena cosa. Favorecía el crecimiento y no generaba inflación en ninguna circunstancia. Finalmente fue reemplazado por Machinea, pero creo que un poco tarde.
RH: ¿Y cómo veías a Grinspun?
PG: A Grinspun casi no lo conocí, pero sí traté bastante a Juan Carlos Pugliese, el reemplazante de Juan Sourrouille al frente del Ministerio. Me adelanto un poco en el relato. Tras la salida de Juan en 1989, Mario Vicens, Roberto Eilbaum, Ricardo Carciofi y yo nos quedamos con Pugliese para garantizar cierta continuidad en las políticas. Aprendí a quererlo en el poco tiempo que trabajamos juntos. Pugliese era una persona realmente sutil e irónica, y tenía su experiencia: había sido ministro de Economía de Illia cerca de dos años, entre 1964 y el golpe de Onganía. Y era muy consciente de sus limitaciones. Recuerdo que, en un viaje en auto a la quinta de Olivos, me confesó: “Pablo, quiero decirle algo. Esta economía no tiene nada que ver con la de los sesenta, yo no sé manejar esta economía”. Nos reuníamos con Alfonsín y a la media hora él decía “Bueno, me voy”, y se retiraba de la reunión. Y no es que se desentendiera o se tomara las cosas a la ligera. Era un hombre de partido, y sentía como nadie la presión de la responsabilidad. Tanto fue así que, no bien entró al Ministerio de Economía, empezó a tener como una suerte de artrosis en la mano derecha, que le impedía escribir y firmar el despacho. Cuando el caos final llevó a que Alfonsín le dijera: “Vos andate al Ministerio del Interior y le pedimos a Jesús que cierre”, Juan Carlos me llamó por el intercomunicador y me dijo: “Pablo, ¿puede venir a mi oficina un minuto?”. Fui. Me miró sonriente y me mostró las manos: ¡se había liberado de la artrosis! Así vivía un hombre de la vieja guardia radical ese mundo que no podía entender.
RH: Volvamos a tu ingreso al equipo económico.
PG: A principios de 1986 recibí un lacónico llamado de Juan Carlos Torre. Juan Carlos estaba al frente de lo que entonces se llamaba Subsecretaría de Relaciones Institucionales del Ministerio de Economía. “Me pide Juan que te diga si podés venir mañana”, dijo. Fui al Ministerio al día siguiente y Sourrouille, tan lacónico como Juan Carlos, me dijo: “Quiero que te incorpores a mi equipo”. “Cómo no”, le contesté, tratando de igualarlos a ambos en la economía de palabras. Tomamos un café y me fui. Al día siguiente me llamó la secretaria de Machinea para decirme que tenía preparada una oficina en el Banco Central. Una hermosa oficina. Me instalé allí porque no había espacio disponible en el edificio del Ministerio de Economía. Solo por eso. Señal mínima pero inequívoca de que por entonces la independencia del Banco Central no aparecía como una cuestión relevante.
RH: Para entonces el gobierno no volvería a ganar elecciones, pero conservaba la iniciativa política frente a un peronismo que aún no había terminado de recuperarse de dos derrotas seguidas, en 1983 y 1985. Y el Plan Austral, aunque comenzaba a hacer agua, aún tenía algunos logros para mostrar.
PG: No tantos. Fue en el invierno de 1986 cuando la inflación comenzó a acelerarse de nuevo, aunque no al ritmo previo. Es decir que entré al club cuando su momento de máximo esplendor había pasado, y me encontré con gente que seguía batallando, pero que era algo nostálgica de sus éxitos anteriores. No pude vivir desde adentro la alegría del lanzamiento y los primeros pasos del Plan Austral. Me hubiera gustado experimentar lo que Mario Brodersohn vivió en el Banco Nacional de Desarrollo.
RH: ¿El entusiasmo que suscitó el Plan Austral en su primer año, lleno de éxitos?
PG: Una anécdota lo pinta bien. El BANADE tenía depósitos particulares, depósitos minoristas. El Plan Austral se anunció junto con un feriado bancario y cambiario de varios días. El día en que debían retomarse las operaciones Mario llegó temprano al banco y vio una larga cola frente a la puerta, que todavía permanecía cerrada. Entró al banco y le dijo a la secretaria: “María, ¿puede acercarse a la cola y preguntarles, como si fuera una encuesta para ver por qué ventanilla tienen que ir, si vienen a depositar o a sacar?”. La secretaria fue y, luego de unos minutos, volvió y dijo: “Todos ponen”. Entonces Mario, exultante, le dijo: “¡Sírvanles café!”. Y los mozos del banco salieron a la calle con las bandejas, para agradecer el gesto y amenizar la espera. Me hubiera gustado disfrutar de un momento así.
RH: Te incorporaste como asesor del Ministro de Economía. ¿Cómo funcionaba ese grupo?
PG: La “carpa chica” eran Sourrouille, Canitrot, Brodersohn y Machinea. Eran quienes tomaban las decisiones finales. Después estábamos los demás, cada uno con su tarea. Era un grupo excelente. Algunos con alma de soldados; la mayoría con aspiraciones de coroneles. Pero nos llevábamos bien. En un lugar aparte estaba Juan Carlos Torre, el “monje negro” de la política ministerial.
RH: ¿Cómo era Sourrouille en su papel de ministro?
PG: Sourrouille es un excelente economista y un gran director técnico: dividía el trabajo, asignando a cada uno una tarea específica. Entre muchas otras virtudes, Juan es un gran organizador de equipos. Era admirable el liderazgo que ejercía, con un estilo muy suave y cordial. Decía que él no tenía equipo económico, que trabajaba con amigos. Nunca vi a una persona manejar un grupo con tanta solvencia. A veces era un liderazgo silencioso, porque no hablaba en toda una reunión, aun si había discusiones. Pero después te llamaba aparte y limaba asperezas o redondeaba iniciativas. Mantuvo todo el tiempo cohesionado a un equipo de vedettes. Logró mantener el control del equipo y asegurar la cordialidad entre todos sus colaboradores, cosa que no es fácil con tantas prima donnas.
RH: ¿Vos te sentías una de ellas?
PG: No, pero hubo dos episodios que alimentaron mi ego. El primero fue que, a poco de incorporarme, Sourrouille me dijo: “Venite a comer conmigo a Olivos”. ¿Qué más podía esperar, que cenar con Alfonsín? Yo había conocido a Alfonsín en 1978 en Costa Rica, en una conferencia convocada para debatir la situación latinoamericana. Él había escuchado allí mi exposición sobre la economía argentina, pero yo no podía imaginar que la recordara. Alfonsín nos recibió en la puerta de la residencia de Olivos, luciendo uno de sus típicos cárdigan. Al entrar al comedor, le dijo a Sourrouille: “Juan, usted siéntese al lado mío, déjeme tenerlo enfrente a Pablo así yo puedo charlar con él”. Y sin mirarlo a Sourrouille, dijo: “Porque Pablo es la primera persona que me enseñó algo de economía”. Yo sabía que era una mentira absoluta, pero