lo importante. Y allí convergimos con Portantiero, porque cuando él volvió a la Argentina se armó el grupo Esmeralda, en cuyas discusiones, ya sumado al gobierno de Alfonsín, a veces participé. El grupo Esmeralda redactó varios documentos; entre ellos, el muy conocido discurso de Alfonsín en Parque Norte de 1985.
RH: Contá cómo fue tu acercamiento al equipo económico de Alfonsín. No estuviste en el primer pelotón.
PG: En este punto tengo que hacer un rodeo y decir algo sobre Adolfo Canitrot, que sí perteneció al grupo fundador y que había sido, desde un tiempo atrás, una influencia decisiva para mí. Oscar Braun, y sobre todo Guido Di Tella, fueron muy importantes en mis años de estudiante, y me ayudaron a hacerme economista. Con Guido, además, tuve mi primer contacto sistemático con la historia económica. Pero la cabeza más brillante que conocí en esta disciplina fue Canitrot. La interacción con Guido y Oscar fue muy enriquecedora, pero creo que Adolfo es uno de los grandes economistas argentinos. Aprendí mucho de él.
RH: Entonces, antes de volver sobre los años de Alfonsín, decí dos palabras sobre tu relación con Canitrot, y sobre las razones que justifican esta valoración. ¿Cómo se conocieron?
PG: Fue a comienzos de los años setenta. Aunque mi memoria es algo imprecisa sobre nuestros primeros contactos, sí recuerdo que hacia 1972 me invitó a dar unas clases en la Facultad de Arquitectura. El decano había tenido la peregrina idea de que los arquitectos tenían que saber un poco de economía, y Adolfo estaba a cargo de un curso de introducción a la economía.
RH: En ese momento, las ramas del árbol del conocimiento tenían otra forma. Cuando el desarrollismo y la planificación lo permeaban todo, esas disciplinas, economía y arquitectura, estaban mucho más cerca de lo que están en estos días.
PG: Para entonces, yo estaba formándome en el oficio de profesor. Tenía 28 años. En ese camino había tenido la ayuda de Guido Di Tella, que, como te dije, era un docente fantástico y me había llevado a trabajar con él en la Universidad Católica. Le gustaba esta estrategia: nos poníamos frente a frente y generábamos una discusión, un diálogo, sobre el tema de la clase de ese día. Él tomaba una posición y yo otra, y después invitábamos a los alumnos a que participaran de alguna de esas dos posiciones y aportaran su punto de vista. Tuvimos muy buenos alumnos, entre ellos a Gerry della Paolera, Javier Ortiz, Diego Petrecolla. Gerry y Javier son hoy dos historiadores económicos de primera línea.
RH: Ideas originales y claridad para exponerlas no siempre alcanzan para convertirse en un buen docente. Montar una buena performance también ayuda a captar la atención de los estudiantes. El profesor como actor.
PG: Eso es lo que hacía Guido, y es también lo que hacía Adolfo. Ambos tenían una enorme ductilidad para transmitir sus ideas y ambos eran provocadores. Adolfo era, además, muy penetrante. Con él, en el curso en Arquitectura que recién mencionamos, comencé dando clase como ayudante, a grupos de treinta o cuarenta estudiantes. Y un día me preguntó: “¿Querés dar una clase teórica?”. Era una clase de mayor envergadura, y había que ofrecerla a la mañana y repetirla a la noche, para un público de unos doscientos cincuenta estudiantes en cada turno. Entonces, a la mañana di mi clase, con pizarrón, gráficos y fórmulas, todo bien convencional. Cuando terminé, Adolfo, que estaba presente, me miró con el ceño fruncido, su famoso gesto a la Lee Marvin, y me dijo: “Si tenés cinco alumnos, podés dar clase; si tenés cincuenta, hacé un poquito de show; pero si tenés doscientos cincuenta hacé teatro y nada más que teatro. Algo quedará”. Y con esa regla la clase de la noche me salió mucho mejor.
RH: Decías recién que Canitrot fue el economista argentino más destacado que conociste…
PG: El calificativo de destacado tiene un problema, porque no sé si entonces era reconocido de la manera en que quizá lo es hoy, o si todos comparten mi valoración. Sé que, en algún momento de la década de 1990, fue propuesto para ingresar a la Academia Nacional de Ciencias Económicas, pero fue rechazado. Y que la candidatura de Adolfo Canitrot no haya reunido el número de votos suficientes no habla mal de él; habla muy mal de aquella institución. En la Academia de nuestros días, con su actual composición, sería votado por unanimidad. Tenía imaginación económica, capacidad de síntesis, originalidad.
RH: Los historiadores tenemos muy presentes dos de sus trabajos, ambos aparecidos en la revista Desarrollo Económico. El primero es “La experiencia populista de redistribución de ingresos”. El segundo, quizá más influyente, es “La disciplina como objetivo de la política económica. Un ensayo sobre el programa económico del gobierno argentino desde 1976”. Este artículo fue muy importante para entender qué se proponía el Proceso. ¿Cuál dirías que fue su gran lección?
PG: El enfoque: mirar no la economía o la historia económica sino la historia de la política económica, y hacerlo con un examen profundo de los procesos decisorios. O, dicho de otro modo, no mirar un problema determinado como si fuera solo un problema de estructura económica, sino como un problema de economía política o de política económica, con sus restricciones presupuestarias, pero también con sus limitantes sociales y políticos. En ese sentido, me gustan más sus trabajos sobre la dictadura que sobre el populismo. En la actualidad tiene más éxito su artículo sobre el populismo, pero para mí tiene algo de mecanismo de relojería que no me atrae del todo.
RH: Tu admiración por Canitrot se vuelve más comprensible si recordamos que ese tipo de aproximación también se advierte en tus trabajos. No solo fue un economista destacado sino que además fue un modelo de trabajo intelectual. ¿En qué momento se acercaron?
PG: Me volví muy amigo de él a comienzos de los años ochenta, y este vínculo se estrechó ya que durante varios años compartimos vida de familia. Adolfo me llevaba diecisiete años, pero, como tuvo un segundo casamiento tardío, mis hijos no son mucho menores que los suyos. Pasamos varios veraneos juntos en la costa, en Valeria, Ostende o Pinamar, y en la playa compartíamos la misma carpa. Y cuando Juan Sourrouille llegó al Ministerio de Economía en febrero de 1985, y Adolfo a la Secretaría de Programación, él fue el primero que me dijo: “¿Cuándo te venís?”.
RH: Pero no te sumaste inmediatamente.
PG: Mi ingreso tardó en producirse. En los días de gloria del Plan Austral, la segunda mitad de 1985, yo todavía estaba fuera del gobierno. Vi con buenos ojos el lanzamiento del Plan, pese a que muchos colegas no estaban convencidos. Y me acerqué cuando los problemas ya comenzaban a sentirse. Recuerdo una anécdota de comienzos de 1986 que los expone a flor de piel, y que está asociada a mi acercamiento al equipo de Sourrouille. Cuando ya estaban terminando nuestras vacaciones –de esos veraneos todavía largos, de veintipico de días, casi un mes–, de pronto ocurrió un hecho que para nosotros fue calamitoso, porque fue la primera señal de que el congelamiento de precios no estaba funcionando, y algo se estaba moviendo en la arquitectura del Plan Austral. Fuimos con Adolfo y Hugo Rapoport, otro gran amigo que pertenecía al grupo Esmeralda, a tomar un clericó a un bar que frecuentábamos. El dueño era Benito Durante, antiguo luchador de catch de la troupe de Karadagian. Al pedir la cuenta, advertimos que venía con un aumento. Nos acercamos a Durante y le preguntamos por qué había subido los precios. “Y bueno, porque los precios suben”, nos dijo sabiamente Benito, con toda naturalidad. Eso era catastrófico. Ahí fue donde decidí, en las malas, que era hora de empezar a escribir, todavía desde afuera, algunos artículos periodísticos en defensa del equipo de Sourrouille y del Plan Austral.
RH: Comenzaste alentando al equipo desde la tribuna.
PG: Exactamente, entré desde la tribuna, y como un barrabrava activo, peleándome con los economistas críticos del gobierno. Me convertí en un defensor, sobre todo en el debate público, del programa de Sourrouille, que era puesto en cuestión por los economistas más ortodoxos, entre otras cosas, por el congelamiento de precios. El componente antiinercial de los planes de estabilización –que más tarde esos mismos colegas terminaron reconociendo como un valor del Plan Austral, y como un valor de cualquier programa