Roy Hora

La moneda en el aire


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singular con cada colaborador.

      PG: Así es. Y el segundo mimo que recibí fue que, casi simultáneamente, me invitaron a participar de las reuniones del sábado a la mañana en el despacho de Sourrouille. Eran encuentros con agenda abierta. Eso te permitía elevarte un poco del día a día y discutir los grandes lineamientos de política económica. También te enterabas de los problemas del resto del equipo. En esos encuentros participaban, además de los cuatro de la “carpa chica”, Juan Sommer, Jorge Gándara, Roberto Frenkel, Carlos Bonvecchi, Ricardo Carciofi, Ricardo Mazzorín, y algunos más que se me escapan.

       RH: A Mazzorín, el secretario de Comercio, siempre se lo recuerda por el episodio desafortunado de la importación de una partida de pollos congelados que terminaron pudriéndose en una cámara de frío, y que lo hizo víctima de burlas y hostigamiento.

      PG: Sí, Ricardo era una figura muy importante en ese equipo, un hombre respetado e influyente, de trabajo muy prolijo. Fue tremendo lo que le pasó, y siempre me digo que no supimos defenderlo bien. En su momento, él creyó que la acusación era tan ridícula que no valía la pena defenderse y dejó que el escándalo creciera. Ahí aprendí que siempre hay que enfrentar a la prensa y decir “esto es una ridiculez por tal y cual razón”, aunque a vos te parezca que no merece la pena. La comunicación es fundamental, y en este asunto nunca hay que bajar la guardia.

       RH: “Gobernar es explicar”, para decirlo con la frase que popularizó Fernando Henrique Cardoso durante su presidencia. Gobernar, supongo, también puede ofrecer lecciones sobre cómo funciona una sociedad, cómo reacciona frente a los estímulos que se le prodigan desde la cumbre del Estado. Imagino que, para un observador al que le interesa ponerse en los zapatos de los personajes que estudia, y que intenta vincular el proceso de toma de decisiones con los actores y los contextos que influyen sobre la política pública, estar en el Ministerio de Economía en esos años tan difíciles debe haber sido una experiencia iluminadora. Describí entonces qué significó para vos ese paso por el equipo de Sourrouille.

      PG: Fue una de las experiencias más intensas y de mayor aprendizaje de mi vida. Lo que aprendí en los libros es mucho menos que lo que aprendí en el Ministerio. Pasar por la gestión mata la soberbia y te vuelve más comprensivo de las experiencias ajenas y, si se quiere, más compasivo; por lo menos, eso me ocurrió a mí. Me ayudó mucho en mi vida académica y en mi vida intelectual. Carlos Pagni suele burlarse cariñosamente de mí diciendo que soy el Almodóvar de la historia económica. Un director de cine que vuelve bellos a los feos.

       RH: ¿En ese equipo todos veían la situación de la misma manera? ¿Había distintos diagnósticos?

      PG: Había matices. Algunos eran más escépticos. Pero atención: eso es intelectualmente elegante, pero paraliza. Otros, afortunadamente, no se daban el lujo del escepticismo y eso no los hacía menos inteligentes. Machinea es una cabeza brillante y activa, que nunca dejó que lo ganara el escepticismo, aunque naturalmente tuviera momentos de escepticismo. Sin gente así las cosas no pueden salir bien. José Luis es muy lúcido, pero después de sopesar pros y contras, a la hora de actuar, baja la cortina de la duda. Aunque fuera del ministro no había nadie imprescindible, en mi modo de ver las cosas ninguno era tan importante para mantener el barco a flote como José Luis.

       RH: Él veía el panorama desde el ángulo que ofrece el Banco Central, donde nunca hubo muchas razones para el optimismo.

      PG: Él veía todo el panorama. Solía abrir las reuniones de los sábados con un informe de situación. Eran exposiciones asombrosas, sofisticadas, que a veces costaba seguir.

       RH: ¿Tenían, más allá de su mayor o menor optimismo, otro tipo de sesgos?

      PG: Podría decir esto mismo de otro modo. Al comienzo, me daba la impresión de que algunos filosofábamos y otros hacían los números. Pudo parecerme una división del trabajo que nos dejaba a los “filósofos” en una posición elegante, hasta que me di cuenta de que los que hacían los números también filosofaban, y lo hacían de verdad bien. Abandoné entonces cualquier actitud autocomplaciente para con “los filósofos” a la hora de analizar el funcionamiento del equipo económico.

       RH: Describí qué tareas tenías asignadas.

      PG: Trabé una relación laboral muy estrecha con un señor que, en las reuniones de los sábados, se la pasaba dando vueltas alrededor de la mesa con cara de enojado, sin abrir la boca, y de vez en cuando se acercaba a Sourrouille para decirle algo por lo bajo, y luego volvía a enmudecer.

       RH: Reconozco en este retrato a Juan Carlos Torre, al que ya te referiste como un “monje negro”.

      PH: Como subsecretario de Relaciones Institucionales de la Secretaría de Coordinación Económica, Juan Carlos era el encargado de preparar discursos para Sourrouille, y a veces también para Alfonsín. Y una de mis tareas era ayudarlo a preparar esos textos. Hicimos varios discursos, y no poco “relato”. La segunda tarea que me encargó Sourrouille fue trabajar en un programa de modernización del Estado.

       RH: Dominado por el imperativo de controlar la inflación, el Plan Austral no incorporó un programa de reformas económicas. Pese a que la Argentina llevaba una década de resultados muy decepcionantes, incluso con caída del producto per cápita, todavía se hablaba poco de iniciativas que ayudaran a relanzar el crecimiento y tornaran más eficiente y solvente al Estado. En la Europa continental, las administraciones socialdemócratas avanzaban por ese camino. Aquí, en cambio, esa agenda pertenecía a la derecha. La voz que se escuchaba con más fuerza en la esfera pública, creo, era la del fiscalismo, crudo y recalcitrante, de Alsogaray y sus seguidores, en parte inspirado en lo que estaba sucediendo en Estados Unidos y Gran Bretaña. Este discurso tocaba una fibra sensible en el mundo de las clases medias –la UCeDe hizo una buena elección en 1987–, pero su receta se limitaba a celebrar el uso de la tijera de podar. Querían achicar más que reformar. Las reformas suelen ser costosas, al menos en el corto y mediano plazo, sobre todo si están pensadas como un instrumento dirigido a incrementar la eficiencia del gasto público o el dinamismo del sector privado sin dañar la equidad.

      PG: Me parece muy importante la diferencia entre ajuste y reforma económica. En el corto plazo puede dominar la dinámica del ajuste, y es muy difícil congeniar esa dinámica con el espíritu reformista, que como acabás de decir es casi ineludiblemente demandante de fondos. Las reformas económicas eran necesarias. Yo me venía ocupando de este tema desde un tiempo atrás. Había escrito un paper con Carlos Bozzalla, “Posibilidades y límites de un programa de estabilización heterodoxo: el caso argentino”, que había hecho circular antes de llegar al gobierno (más tarde salió publicado en El Trimestre Económico). Allí decíamos que al programa de Sourrouille le faltaba, entre otras cosas, un capítulo de reformas, una mirada que fuera un paso más allá de la macroeconomía de corto plazo. Ese artículo no pretendía ser una crítica, sino llamar la atención sobre el problema.

       RH: En un documento elaborado por el equipo económico a fines de 1986, que circuló en la prensa, se puso el tema sobre la mesa, creo que por primera vez. Vos tuviste una participación activa en su elaboración. Allí se hablaba de la crisis fiscal del Estado y la erosión de sus fuentes tradicionales de recaudación, de la extendida disconformidad ciudadana con la calidad de la oferta de bienes públicos, de los problemas del Estado empresario. Se perfilaba una visión de la reforma que iba más allá del control del gasto público o el tamaño del Estado.

      PG: La reforma que proponíamos tenía dos ejes: una reforma del Estado en su dimensión fiscal, y una reforma para abrir la economía y aumentar las exportaciones. De los temas de la apertura económica se encargó Adolfo, y yo me ocupé, por instrucción de Juan, de los referidos a la reforma del Estado. Esto enganchaba con el espíritu del discurso de Parque Norte, y de hecho tuve varias conversaciones con las personas que integraban el grupo Esmeralda (con Emilio de Ípola, Juan Carlos Portantiero, Hugo Rapoport), y fui varias veces a hablar al Club de Cultura Socialista sobre la cuestión.