Xavier Musquera

El secreto del pergamino


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casos es no darle demasiadas vueltas. Dedicarte por entero a tu trabajo y no dejar ninguna rendija por la que pueda penetrar la tristeza y el desánimo. ¿Me lo prometes? —la joven miró a su amigo por encima de la humeante taza y afirmó con la cabeza.

      —¡Así me gusta! Ten presente que si te veo con mala cara, te prometo que te doy una colleja —esta vez el comentario le provocó una abierta sonrisa.

      —¡Vamos, «la navette» sale de aquí pocos minutos!

      La navette es el nombre que recibe el transporte que efectúa 18 viajes diariamente y que une la UCL de Bruselas con la UCL de Lovaina, es decir en Louvain-la-Neuve.

      —¿Sabes algo de Paul? —preguntó ella.

      —Sí, tuvo que irse rápido al Delhaize, antes del cierre. En el «frigo» apenas le quedaba nada que llevarse a la boca. ¡Te dejo, hasta mañana, ciao!

      Por su mente pasó la imagen de Paul. Serio, tal vez en exceso, poseía ese aspecto de aplomo y seguridad que sólo se adquiere con los años y que no todos alcanzan. Reflexivo y coherente con todos, siempre tenía la palabra justa para cada circunstancia. Su carácter contrastaba enormemente con el de sus compañeros. Parecía mucho mayor de lo que era. Cuando la miraba, veía en sus ojos cierta admiración y respeto, cosa poco frecuente entre sus compañeros de aula. Entre ellos era costumbre el aquí te pillo y aquí te mato. Paul se veía a las claras que no era esa clase de hombre. Poseía unos principios y una escala de valores etiquetados de tradicionales por una mal llamada modernidad. Estos principios fuertemente arraigados en él, se transmitían en su forma de ser y en su comportamiento. No, Paul no era como los demás. Él pertenecía a un rebaño distinto, mucho menos numeroso, que ha existido desde la noche de los tiempos.

      Ya en casa, Corinne recordó las palabras de su amigo. Yves tenía razón, en aquellos momentos su situación anímica no se resolvería precisamente atormentándose a causa de la separación de sus padres. Al fin y al cabo se trataba de sus vidas, no de la suya. Habían tomado una decisión irrevocable y a pesar de que ello le causara sufrimiento y tristeza, tenía que proseguir el camino emprendido y seguir siendo ella misma.

      Aquella noche tuvo dificultades para conciliar el sueño. Se levantó en un par de ocasiones para tomar unas hierbas tranquilizantes y fumarse un cigarrillo. Echada en el sofá, hojeaba las anotaciones del día. Poco a poco sus párpados se fueron cerrando hasta quedar dormida en la pequeña estancia.

      La claridad que se filtraba por las rendijas de la persiana del comedor despertó a la joven que pegó un brinco. Desparramadas sobre la moqueta, aparecían las notas que estuvo leyendo la noche anterior. Miró su reloj de pulsera. Las nueve y media. Demasiado tarde para ir a la Universidad. Era evidente que no había oído el despertador del dormitorio. Puso la cafetera al fuego mientras tomaba una ducha y luego envuelta aún en la toalla, tomó un sorbo de café buscando los restos de unos bollos que sólo Dios sabía el día que entraron en el apartamento. Aprovecharía el día para visitar los Museos Reales del Arte y la Historia que se hallaban al lado del conocido Parque del Cincuentenario.

      Aquella fresca mañana deseaba pasear y poner un poco de orden a sus ideas. Tomó la calle Belliard y tras un largo trecho, llegó hasta el cruce con la avenida de Auderghem en la que se encontraba situado el parque y siguiendo recto por la avenida Nerviens, entró en los museos. Allí podría recabar información para su tesis, tomando notas del archivo.

      Después de recorrer innumerables despachos y dependencias oficiales, consiguió por fin la tan ansiada autorización administrativa para poder consultar cartularios originales y pergaminos polvorientos que dormían su sueño de siglos en lóbregos archivos.

      La funcionaria, que había crecido a lo ancho y no a lo alto y cuyo aspecto huraño encajaba mucho mejor en una cárcel que en aquel departamento archivo-histórico, le entregó unos guantes quirúrgicos para evitar posibles deterioros en la manipulación de los documentos. La joven cogió un par de carpetas y se dirigió hacia una destartalada mesa que había visto desfilar centenares o tal vez miles de estudiantes, que habían depositado en su carcomida y dolorida espalda, decenas de mohosos pergaminos.

      Mientras Corinne iba tomando notas, las carpetas se iban acumulando. Apenas si quedaba espacio para seguir recabando información. Ahora, compartía la estancia con un muchacho que había entrado hacía poco, dejando atrás su adolescencia y a la funcionaria. El chico, al parecer, estaba más interesado por sus extremidades que por su trabajo. Al principio, Corinne no dio importancia a la situación, pero las constantes miradas furtivas bajo su mesa y el agobio del material acumulado, hizo que resoplara, cogiendo un buen montón de documentos y depositándolos a su izquierda con energía y no sin cierto enfado al no poder concentrarse.

      El muchacho, mensaje recibido, bajó la mirada centrándose en su labor. Ahora, más relajada, la muchacha siguió anotan-

      do en su cuaderno, todo aquello que consideraba de utilidad para su futura tesis. Al cabo de unos minutos y cuando iba a colocar la última documentación consultada en la pila que había formado a su izquierda, comprobó con espanto, cómo un pergamino que sobresalía de una de las carpetas empezaba a ondularse debido a su excesiva proximidad con la lámpara. El calor intenso y constante era la causa. Asustada, Corinne sacó rápidamente el pergamino de los efectos caloríficos que empezaban a dañar tan precioso documento. De repente observó cómo en la parte superior izquierda, aquella que había sido expuesta a la fuente de calor, iba apareciendo un número que anteriormente no era visible. Miró hacia la puerta y al chico que permanecía absorto en su trabajo y acercó de nuevo el pergamino con sumo cuidado hacia la lámpara. Poco a poco apareció otro número, luego otro más, hasta completar un total de ocho, formando una especie de círculo alrededor del documento. Sin pensarlo dos veces y a sabiendas de que estaba terminantemente prohibido hacer copias, se dirigió cautelosamente hacia la fotocopiadora que se encontraba en el cercano despacho de la funcionaria, seguida por la mirada estupefacta de su admirador. Guardó la copia en su cuaderno de notas, doblando cuidadosamente el papel. Salió como alma que lleva el diablo, cruzándose en el pasillo con la mujer que se dirigía hacia el despacho y que le lanzó una mirada huraña y poco amistosa.

      Una vez en la calle, respiró profundamente mientras sentía su corazón latir acelerado. Sostenía su bolsa fuertemente, como si intuyera que algo importante y de sumo valor se guardaba en ella. No esperó el bus, así como tampoco se dirigió hacia la cercana boca del metro. Sentía deseos de llegar cuanto antes a su domicilio y por ello tomó un taxi.

      Corinne llegó al flat agotada, debido a la tensión sufrida por los nervios. Flat es el nombre que se da a los pequeños estudios en Bruselas, generalmente utilizados por solteros y estudiantes. El suyo se hallaba en la comuna francófona de Woluwe St Lambert, al este del centro y situado en la avenida de Broqueville, lo que le permitía un fácil y rápido desplazamiento al corazón de la ciudad y disfrutar los fines de semana del parque comunal cuando lucía el sol, caso poco frecuente.

      Después de quitarse las deportivas y meter en el microondas uno de esos alimentos empaquetados de procedencia y contenido sospechoso, se tumbó encima de la cama y hojeó una revista. Fue pasando las hojas en huecograbado pero sin prestar atención a las imágenes. Su mente estaba lejos, muy lejos. En algún lugar de la Europa Medieval, a comienzos del siglo xiii, cuando alguien dejó escrito en un documento aparentemente intrascendente, unos números no se correspondían a las cifras ni a las cantidades finales de unos costes de lo que parecía ser la restauración efectuada en una ermita. Números que fueron añadidos después de confeccionar las cifras de gastos y el importe total. ¿Pero con qué finalidad? ¿Cuál podía ser el motivo? De repente el aviso del microondas la alertó de que su deliciosa cena estaba lista. Abrió una Stella-Artois y se sentó a degustar el frugal alimento. A su lado, yacía la copia del manuscrito, doblada, como si guardara celosamente su contenido.

      Cogió el inalámbrico y llamó a su amigo Yves, mientras observaba como hipnotizada los misteriosos números. Una llamada, dos, tres.

      —¡Vamos, vamos, coge el teléfono! —pensó la joven para sus adentros. Era evidente de que Yves no se hallaba en casa. Entonces marcó el número de Paul. Una señal, dos, tres…

      —¿Alló?