importa. Déjame hacer esto, ¿entendido? Me hará sentir mejor.
–Está bien, Robbie. Lo que necesites.
Avanzamos.
Nos estaban esperando.
Vivían a las afueras de Fredericksburg, la ciudad desaparecía en las ondulantes tierras de cultivo a medida que nos alejábamos. Me desconcertaron las extensiones de campo donde debía haber árboles, pero sobre gustos no hay nada escrito. Seguramente tenían un lugar donde correr cuando lo necesitaban.
El GPS nos condujo a una entrada de grava al final de un camino de un solo carril. El sol comenzaba a ponerse y el cielo tenía el color de un moretón profundo. Los truenos retumbaban a lo lejos, detrás de unas nubes oscuras.
El coche cayó en un bache hondo y reboté en el asiento. Giré para gritarle a Ezra que redujera la velocidad, maldita sea, pero se detuvo, sus manos nudosas aferradas al volante, la mirada fija hacia adelante.
La entrada de grava se abría a un círculo frente a una casa vieja. Era distinta a la fotografía que Michelle me había enviado. Esa casa era una ruina; parecía más sencillo demolerla que repararla. Pero, al parecer, la habían arreglado muy bien. El porche estaba recién pintado, y también los postigos. Habían cambiado el techo y el revestimiento. La estructura de la casa era la misma, pero se las habían arreglado para luciera casi nueva.
Y estaban de pie frente a ella.
La piel me hormigueó de inquietud al estar en el territorio de una Alfa desconocida sin permiso.
Un hombre mayor de color estaba de pie delante de los demás. De brazos cruzados, nos observaba a través del parabrisas. Su expresión no delataba ninguna emoción, pero sus ojos brillaban naranjas. Incluso con el ruido del motor podía oír su gruñido grave.
Dos hombres más jóvenes estaban de pie detrás de él. Mellizos, una rareza en aquellos nacidos lobos. Ambos eran pálidos, con el cabello negro y rizado. Uno era más delgado que el otro, y parecía nervioso: su mirada iba de su hermano a nosotros.
El hermano tenía el ceño fruncido, los brazos y el pecho musculosos. Yo les llevaba unos cuantos años. Si el archivo estaba en lo correcto, apenas tenían diecisiete años.
El hombre mayor giró levemente la cabeza. Parecía que iba a hablar, pero en vez de hacer eso se hizo a un lado, dejando al descubierto a la Alfa.
Lucía tan cansada y pálida como los mellizos. Ojeras profundas le oscurecían la piel debajo de los ojos, y estaba más delgada que en la fotografía, aunque había sido tomada hacía unos pocos meses. Llevaba el pelo recogido en una coleta suelta y sus ojos no tenían brillo, hasta que se llenaron de rojo. Me inundó, ajena e inmediatamente.
Estaba enojada.
Resignada, pero enojada.
Nos esperaban.
Ezra tenía el ceño fruncido y aferraba el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.
–Apaga el motor –dije en voz baja–. Y quédate dentro. Prepárate para salir cuando te avise.
–Pero…
–Por favor.
Suspiró.
–¿Me prestas atención por un instante, antes de salir sin más?
–Sí. Siempre –los colmillos me escocían en las encías–. Pero nos escuchan.
–Lo sé –sonrió levemente–. Están asustados, aunque no deberían estarlo. No hemos venido a lastimarlos. Mantén la cabeza fría. Todos formamos parte del bien común. A veces es necesario que nos lo recuerden. Eres un buen chico, Robbie. Confío en ti. Ellos no, aún. Pero lo harán.
Inspiré hondo y exhalé lentamente.
Estiré la mano para tomar la manija. Estaba a punto de moverla cuando Ezra apretó el acelerador. Sonó fuerte en el silencio y ahogó todos los demás sonidos. Los lobos frente a nosotros hicieron una mueca de dolor. Se inclinó rápidamente hacia mí; sentí su aliento tibio en mi oreja.
–Di poco y escucha bien –susurró.
Levantó el pie del acelerador y el motor quedó al ralentí.
Lo miré y asentí.
Apagó el auto mientras yo abría la puerta y me acomodaba las gafas sobre la nariz. Los lobos Beta gruñeron al unísono, pero se callaron cuando la Alfa alzó la mano.
La grava crujió bajo mis pies mientras caminaba al frente del auto. Mantuve la distancia. No era tan estúpido como para acercarme más sin ser invitado. Ya les habíamos invadido bastante.
Me sudaban las palmas cuando cerré las manos en puños. No me habían salido las garras, pero no faltaba mucho. No había perdido el control de mi transformación desde que era cachorro. No sabía por qué me sentía tan cerca ahora. Abrí la boca, hice crujir la mandíbula y mantuve mis colmillos bajo control a pura fuerza de voluntad. Demostrar agresividad era lo peor que podía hacer en ese momento.
Así que hice lo que se me había enseñado.
Ladeé la cabeza y expuse mi cuello. Dejé que mis ojos brillaran naranjas ante la Alfa.
–No queremos lastimarlos –dije, en voz baja–. Vengo en nombre de la Alfa de todos, quien les manda sus saludos. Alfa Hughes está preocupada por ustedes. No ha tenido noticias en mucho tiempo.
–Estamos bien –gruñó el mellizo más corpulento–. No los necesitamos. Váyanse.
–John –exclamó la Alfa. Giró la cabeza, sin quitarme los ojos de encima–. Ni una palabra más.
John parecía a punto de discutir, pero cerró la boca y me miró con odio.
–Si les pidiera que se vayan y que le digan a la Alfa Hughes que apreciamos su preocupación, ¿lo harían?
–Probablemente, no –respondí con sinceridad–. Y aunque lo hiciéramos, tendríamos que volver, probablemente con más gente.
A los mellizos no les gustó eso. Les salieron los colmillos.
–Pero no quiero que pase eso –añadí rápidamente–. Preferiría que quedase entre nosotros.
La Alfa se rio, sin humor.
–Entre nosotros. Y a quien sea que se lo cuenten cuando regresen.
Era inteligente. Más me valía tenerlo en cuenta.
–Solamente a aquellos que deban saberlo. No suelo desperdigar intimidades de las manadas a quienes no les concierne.
Se quedó callada, siempre atenta.
–¿Quién eres? –preguntó de pronto, mirando hacia el automovil y luego a mí–. ¿Y quién es el brujo?
–Es Ezra. El brujo de la Alfa de todos.
–Pensé… ¿Qué sucedió con el brujo anterior? –parecía confundida.
No entendí de qué estaba hablando. Ezra había sido el brujo de Michelle desde hacía un largo tiempo.
–Me parece que está equivocada. Solo he conocido a Ezra. Pero estoy allí hace poco. Quizás había otro, pero ahora es él.
Asintió con lentitud.
–¿Y tú eres?
–Robbie. Robbie Fontaine.
Los hermanos seguían mirándome con el ceño fruncido.
La expresión de la Alfa no cambió.
Pero la del hombre mayor… Fue pasajero, una expresión mínima. Pasó y se fue.
Como si conociera