Mijaíl Bulgákov

El maestro y Margarita


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de la planta alta estaba iluminada. Allí languidecían doce literatos ya reunidos y en espera de Mijaíl Aleksándrovich.

      Acomodados en las sillas, en las mesas y hasta en los alféizares de las ventanas de la Dirección del massolit, sufrían un calor sofocante. No corría ni un poco de aire fresco a través de las ventanas abiertas. Moscú irradiaba todo el calor que había acumulado el asfalto durante el día, y era evidente que la noche no traería alivio. Desde el sótano de la casona de la tía, donde se hallaba la cocina del restaurante, subía olor a cebolla; todos tenían sed, todos estaban nerviosos y enojados.

      El novelista Beskúdnikov, hombre calmo y bien vestido, de ojos atentos y a la vez elusivos, sacó su reloj. La aguja se arrastraba hacia las once. Beskúdnikov golpeó con el dedo la esfera del reloj y se lo mostró al vecino, el poeta Dvubratski, quien, sentado sobre la mesa, balanceaba aburrido sus pies, calzados con unos zapatos amarillos de suela de goma.

      —Caramba… —rezongó Dvubratski.

      —El muchacho seguramente se ha atascado en el río Kliazma —replicó con voz gruesa Nastasia Lukínishna Nepreménova, una moscovita huérfana de padres burgueses, que se había hecho escritora y se dedicaba a escribir cuentos de batallas navales bajo el seudónimo de Timonero George.

      —¡Permítame! —dijo con audacia Zagrívov, autor de sketches populares—. Yo también me tomaría gustoso un tecito en el balcón en vez de cocinarme aquí dentro. ¿Acaso la reunión no estaba acordada para las diez?

      —¡Qué bien se ha de estar ahora en el Kliazma! —Pinchó a los presentes Timonero George, sabiendo que Perelíguino, la aldea de verano de los literatos en el río Kliazma, era el punto débil de todos—. Ya deben de cantar allí los ruiseñores. Yo siempre trabajo mejor en las afueras de la ciudad, sobre todo en primavera.

      —Ya es el tercer año que invierto algún dinerillo para mandar a ese paraíso a mi mujer enferma de bocio, pero no hay caso —dijo con amargura y veneno el novelista Ierónim Poprijin.

      —Eso ya es cuestión de suerte —Retumbó desde el alféizar la voz del crítico Abábkov.

      La alegría brilló en los pequeños ojitos de Timonero George, quien, suavizando su contralto, dijo:

      —No hay que ser envidiosos, camaradas. Apenas hay veintidós casas de campo y se están construyendo sólo siete más, y somos tres mil en el massolit.

      —Tres mil ciento once personas —acotó alguien desde el rincón.

      —Ya ve —prosiguió Timonero—. ¿Qué se puede hacer? Es natural que les hayan dado esas casas a los más talentosos de entre nosotros…

      —Bah… ¡A los generales! —irrumpió sin rodeos Glujariov, el guionista.

      Beskúdnikov, fingiendo un bostezo, salió de la habitación.

      —Tiene cinco habitaciones para él solo en Perelíguino —dijo a sus espaldas Glujariov.

      —Lavrovich tiene seis —gritó Deniskin—, ¡y el comedor panelado de roble!

      —Eh, ahora no se trata de eso —añadió Abábkov con voz de bajo—, sino de que son las once y media.

      Se armó un barullo; maduraba algo parecido a un motín. Comenzaron por llamar al odiado Perelíguino, se equivocaron de chalet y dieron con el de Lavróvich; se enteraron de que Lavróvich se había ido al río y esto acabó de angustiarlos por completo. Llamaron al voleo a la Comisión de Bellas Letras, interno 930, y por supuesto no hallaron a nadie.

      —¡Podría haber llamado! —gritaban Deniskin, Glujariov y Kvant.

      Ay, sus gritos eran en vano: Mijaíl Aleksándrovich ya no podía llamar a nadie. Lejos, lejos de Griboiédov, en una enorme sala iluminada con potentes lámparas, yacía, sobre tres mesas de cinc, aquello que hasta hacía poco era Mijaíl Aleksándrovich.

      En la primera estaba el cuerpo desnudo, lleno de sangre seca, con un brazo roto y el tórax aplastado; en la segunda, la cabeza con los dientes delanteros rotos y los ojos abiertos y turbios, que ya no se asustaban de la luz hiriente; y en la tercera, un montón de trapos sucios.

      Al lado del decapitado se encontraban: un doctor en medicina forense, un especialista en patología anatómica y su ayudante, representantes de la Comisión Investigadora y el vicepresidente del massolit, el literato Zheldibin, quien tuvo que abandonar a su esposa enferma por haber sido convocado de urgencia.

      Un coche pasó a buscar a Zheldibin y lo llevó, junto con los investigadores (eso fue cerca de la medianoche), al departamento del difunto, donde fueron lacrados sus papeles. Luego se dirigieron a la morgue.

      Y ahora, quienes rodeaban los restos del difunto debatían sobre qué sería mejor: si coser la cabeza cortada al cuello o simplemente exhibir el cuerpo en la sala de Griboiédov, tapando al muerto hasta el mentón con un paño negro.

      No, Mijaíl Aleksándrovich no podía llamar a nadie y en vano gritaban indignados Deniskin, Glujariov y Kvant con Beskúdnikov. A la medianoche, los doce literatos abandonaron el piso superior y bajaron al restaurante. Allí otra vez maldijeron por dentro a Mijaíl Aleksándrovich: todas las mesitas de la terraza, como es natural, ya estaban ocupadas, de modo que hubo que quedarse a cenar en los bellos pero sofocantes salones.

      También a la medianoche, en el primero de esos salones, algo sonó, retumbó, se desparramó y comenzó a rebotar. Enseguida una fina voz de hombre gritó frenética, al ritmo de la música: “¡¡Aleluya!!”. Era el famoso jazz de Griboiédov, que rompió a tocar. Fue como si los rostros cubiertos de sudor se iluminaran; parecía que habían cobrado vida los caballos pintados en el techo; las lámparas aumentaron su luz y, de repente, como liberándose de sus cadenas, ambas salas se echaron a bailar, y tras ellas, la terraza.

      La voz aguda ya no cantaba, sino aullaba: “¡Aleluya!”. El estrépito de los platillos dorados del jazz llegaba por momentos a cubrir el de los platos que las camareras bajaban por una rampa a la cocina. En una palabra: un infierno.

      También a la medianoche hubo una aparición en aquel infierno. Salió a la terraza un hombre apuesto, de ojos negros y barba en forma de puñal, vestido con frac, que echó una mirada regia sobre sus posesiones. Dicen los místicos que en otros tiempos ese hombre apuesto no usaba frac, sino que llevaba un gran cinturón de cuero del que asomaban culatas de pistolas; sus cabellos, del color del ala de un cuervo, estaban atados con seda roja; y en el mar del Caribe, bajo su mando, navegaba un bergantín cuya bandera lucía una calavera y dos huesos cruzados.

      ¡Pero no, no! Mienten esos místicos seductores: no existe ningún mar del Caribe, y no navegan por él intrépidos filibusteros, ni los persigue una corveta, ni el humo de los cañones se extiende sobre las olas. ¡Nada de eso existe ni ha existido jamás! Lo que hay es un tilo marchito, una reja de hierro fundido y, tras ella, el bulevar… Y el hielo que se derrite