que estaba en calzoncillos? —preguntó el pirata con frialdad.
—Sí, Archibald Archibáldovich, pero… —respondió el portero, amilanado— ¿cómo podía no dejarlo pasar si es miembro del massolit?
—Pero ¿no has visto que estaba en calzoncillos? —repitió el pirata.
—Disculpe, Archibald Archibáldovich —dijo el portero, poniéndose bordó—, pero ¿qué podía hacer? Yo entiendo que en la terraza hay damas, pero…
—Las damas aquí no tienen nada que ver; a las damas les da lo mismo —replicó el pirata, fulminando al portero con la mirada—. ¡Pero a la policía no le da lo mismo! ¡Una persona en ropa interior puede transitar por las calles de Moscú sólo si está acompañada por la policía, y puede ir sólo a un lugar: a la comisaría! Como portero, deberías saber que, al hallar a una persona en ese estado, tu deber es ponerte a silbar de inmediato. ¿Me oyes?
El portero, paralizado, oyó el estrépito de los platos rotos y los gritos de las mujeres.
—¿Ahora qué hago contigo por esto? —preguntó el filibustero.
El cutis del portero adquirió un matiz tísico y sus ojos eran los de un muerto. Le pareció que los cabellos negros de su jefe, antes peinados con raya, se cubrían de una seda rojo ardiente. Desaparecieron el plastrón y el frac, y por detrás del cinturón de cuero se asomó una culata de pistola.
El portero se imaginó colgado de un mástil. Vio su propia lengua saliéndosele de la boca y su cabeza exánime caída sobre el hombro. Incluso llegó a oír el sonido de las olas por fuera de la borda. Se le doblaban las piernas. Pero entonces el filibustero se apiadó de él y apagó su aguda mirada.
—Mira, Nikolái, ¡que sea la última vez! Ni regalados necesitamos porteros como tú. Ponte de portero en una iglesia —Luego de estas palabras, el comandante le dio unas órdenes claras, precisas y rápidas—: Llamar a Panteléi del bufete. A un policía. El acta. Un coche. Al psiquiátrico —y agregó—: ¡Silba!
Un cuarto de hora después, un público profundamente impresionado (no sólo el del restaurante, sino también el que se encontraba en el bulevar y en las ventanas de los edificios que daban al jardín del restaurante) presenciaba cómo Panteléi, el portero, un policía, un camarero y el poeta Riujin sacaban por las puertas de Griboiédov a un joven fajado como un muñeco que, llorando a lágrima viva y escupiendo en dirección a Riujin, se ahogaba en su llanto y gritaba:
—¡Canalla!
El chofer del camión intentaba encender el motor con cara de rabia. Junto a él, un cochero calentaba al caballo, golpeándolo en la grupa con unas riendas color lila, y gritaba:
—¿No quiere que lo lleve? ¡Ya he llevado al manicomio!
La multitud zumbaba alrededor, discutiendo el insólito suceso. En una palabra: resultó un escándalo repugnante, abominable, sucio y seductor, que sólo terminó cuando el camión arrancó de las puertas de Griboiédov llevándose al desdichado Iván Nikoláievich, al policía, a Panteléi y a Riujin.
1 Yalta: balneario en la península de Crimea. [N. de la T.]
2 Polumesiats significa “media luna”. [N. de la T.]
3 Karski, zubrik: diversos tipos de shashlyk, plato caucasiano que consiste en trozos de carne asada a las brasas. [N. de la T.]
4 Fliaki gospodarskie: sopa polaca. [N. de la T.]
Capítulo 6
Esquizofrenia, como fue predicho
Era la una y media de la madrugada cuando en la sala de espera de una recién construida clínica psiquiátrica, muy conocida y situada en las cercanías de Moscú, a orillas del río, entró un hombre de barba puntiaguda y bata blanca.
Tres enfermeros montaban guardia sin apartar la vista de Iván Nikoláievich, sentado en un sofá. También se encontraba allí, en un estado de extrema inquietud, el poeta Riujin. Las toallas con las que habían atado a Iván Nikoláievich, ya liberado, formaban una pila sobre el mismo sofá.
Al ver entrar al hombre, Riujin palideció, carraspeó y dijo con timidez:
—Buenas noches, doctor.
El doctor hizo una ligera reverencia a Riujin, pero fijó su vista en Iván Nikoláievich, quien, completamente inmóvil, con expresión malhumorada y el ceño fruncido, ni siquiera se había movido con la entrada del doctor.
—Aquí está, doctor —habló Riujin en un susurro misterioso, mirando asustado a Iván Nikoláievich—, el conocido poeta Iván Bezdomni…, y verá…, tememos que sea delirium tremens…
—¿Ha bebido? —inquirió el doctor entre dientes.
—No mucho; es decir, ha bebido, pero no tanto como para…
—¿Ha estado cazando cucarachas, ratas, diablillos o perros vagabundos?
—No —respondió Riujin, estremeciéndose—, yo lo vi ayer y hoy a la mañana. Estaba del todo sano…
—¿Y por qué está en calzoncillos? ¿Lo han sacado de la cama?
—Fue al restaurante así vestido, doctor…
—Ajá, ajá —dijo el doctor, muy conforme—. ¿Y esos cortes? ¿Se ha peleado con alguien?
—Se cayó de un portón y luego en el restaurante le pegó a uno… y a otro más…
—Bien, bien —dijo el doctor, y agregó volviéndose hacia Iván—: ¡Buenas noches!
—¡Qué tal, saboteador! —contestó Iván con voz fuerte y enfadada.
Riujin se sintió tan incómodo, que no se atrevió a mirar a la cara al amable doctor. Pero este no se ofendió en lo más mínimo, sino que, con gesto avezado y hábil, se quitó los anteojos, levantó el borde de la bata y se los guardó en el bolsillo trasero del pantalón; luego le preguntó a Iván:
—¿Qué edad tiene?
—¡Váyanse todos al diablo, qué tanto! —gritó Iván con brusquedad, y le dio la espalda.
—¿Por qué se enoja usted? ¿Acaso le he dicho algo desagradable?
—Tengo veintitrés años —dijo Iván alterado— y presentaré una queja contra todos ustedes. ¡Y sobre todo contra ti, alimaña! —dijo, dirigiéndose especialmente a Riujin.
—¿Y de qué se va a quejar?
—¡De que a mí, un hombre sano, me agarraron y me arrastraron por la fuerza a un manicomio! —contestó Iván furioso.
Riujin observó a Iván y se quedó helado: en sus ojos no había ninguna locura. Su mirada era clara, no turbia como en Griboiédov.
“¡Por Dios! —Pensó Riujin asustado—. ¿Y si está sano? ¡Pero qué estupidez! ¿Para qué lo hemos traído hasta aquí? Está sano, sano… Sólo tiene la cara cortada…”.
—Usted no se encuentra en un manicomio —dijo el doctor con serenidad, sentándose en un taburete blanco de patas lustradas—, sino en una clínica, donde nadie va a retenerlo sin necesidad.
Iván Nikoláievich lo miró con desconfianza, pero al cabo musitó:
—¡Gracias a Dios! Por fin hay alguien normal en medio de tantos idiotas, de los cuales el primero es el inútil e inepto de Sashka1.
—¿Quién es el inepto de Sashka? —inquirió el doctor.
—¡Es este: Riujin! —contestó Iván, y apuntó