le sirvió media copa de vodka.
—¿Y usted? —pio Stiopa.
—¡Con mucho gusto!
Stiopa se llevó la copa a la boca con mano temblorosa, y el desconocido tragó en un instante el contenido de la suya. Masticando una porción de caviar, Stiopa a duras penas consiguió preguntar:
—¿Usted… no lo acompaña con nada?
—Le agradezco, yo nunca lo acompaño2 —contestó el desconocido, sirviendo la segunda ronda. Abrieron la cacerola: en su interior había salchichas en tomate.
En ese momento, el maldito verdor que tenía Stiopa ante los ojos se desvaneció, las palabras comenzaron a articularse y, lo más importante, había logrado recordar algo. Todo había sucedido en la Sjodnia, en la casa de campo de Jústov, el autor de sketches, quien lo había llevado hasta allí en taxi. Incluso recordó que lo habían tomado en el Metropol y que junto a ellos se encontraba un actor (o quizá no fuera actor), con un gramófono en su bolso. ¡Sí, sí, había sido en la casa de campo! Incluso recordaba que unos perros aullaban por el gramófono. Pero el nombre de la dama que había intentado besar no pudo dilucidarlo…, el diablo sabrá quién era… Quizá trabajaba en la radio, o tal vez no.
De esta manera, los sucesos del día anterior se iban aclarando poco a poco, pero ahora Stiopa estaba mucho más interesado en el día de hoy, y sobre todo en la aparición del desconocido en su dormitorio, junto con el vodka y los bocados. ¡No estaría mal dilucidar eso!
—Bueno, ¿ahora ya recuerda mi apellido, supongo?
Stiopa sonrió avergonzado e hizo un ademán de impotencia con las manos.
—¡Pero, hombre! ¡Me parece que después del vodka bebió oporto! ¡Perdóneme, pero eso no se hace!
—Quisiera pedirle que todo esto quede entre nosotros —dijo Stiopa con voz melosa.
—¡Oh, desde luego! Aunque en lo que respecta a Jústov, por supuesto, no puedo garantizarle nada.
—¿Acaso usted conoce a Jústov?
—Ayer vi fugazmente a ese individuo en su despacho, pero me bastó con ver su cara una vez para entender que es un canalla cizañero, hipócrita y adulador.
“¡Así es!”, pensó Stiopa, impresionado por una definición tan breve, exacta y precisa de Jústov.
Sí, el día anterior empezaba a recomponerse por fragmentos, pero la inquietud no abandonaba al director de Varieté. El asunto es que había todavía un gigantesco agujero negro en ese hondo pozo que era el día anterior. Como fuera, estaba seguro de que no había visto en su despacho a este desconocido con boina.
—Soy Woland, profesor de magia negra —dijo el visitante con firmeza, y, al notar el aprieto en que se encontraba Stiopa, contó todo desde el principio.
La víspera por la tarde, a poco de llegar a Moscú desde el extranjero, había ido de inmediato a ver a Stiopa y le había ofrecido presentar su espectáculo en el Varieté. Stiopa había llamado al Comité regional de Espectáculos de Moscú y arreglado el asunto (aquí Stiopa palideció y parpadeó varias veces). Luego ambos habían firmado un contrato por siete presentaciones (Stiopa abrió la boca) y acordado que Woland iría a verlo para precisar detalles a las diez de la mañana del día siguiente… ¡Y aquí estaba!
Al llegar, había sido recibido por Grunia, quien le explicó que ella misma acababa de llegar porque no vivía allí, que Berlioz no se encontraba en casa y que, si el visitante deseaba ver a Stepán Bogdánovich, se dirigiera él mismo a su dormitorio, ya que dormía tan profundo que ella no se atrevía a despertarlo. Al ver el estado de Stepán Bogdánovich, el artista había mandado a Grunia al almacén más cercano a comprar vodka y bocados, a la farmacia a buscar hielo y…
—Permítame que le pague —gimoteó Stiopa abatido, y se puso a buscar su billetera.
—¡Oh, pero qué absurdo! —exclamó el artista, y no quiso oír más.
Bien, de ese modo el vodka y los bocados quedaban explicados. Sin embargo, a Stiopa daba lástima mirarlo: no recordaba absolutamente nada del contrato y podía jurar, aunque lo mataran, que no había visto a ese tal Woland el día anterior. A Jústov sí, pero no a Woland.
—Permítame ver el contrato —pidió Stiopa con voz queda.
—Por supuesto…
Stiopa miró el papel y se quedó helado. Todo estaba en orden, ¡empezando por la rebuscada firma del propio Stiopa! Al costado podía leerse una autorización de Rimski, el director de finanzas, para entregar al artista Woland, en concepto de siete presentaciones, un adelanto de diez mil rublos de un total de treinta y cinco mil. Más aún: ¡allí mismo estaba la firma de Woland, en el recibo de los diez mil ya cobrados!
“Pero ¿qué es esto?”, pensó el desdichado Stiopa, sintiendo un mareo. ¡¿No sería acaso que empezaba a sufrir pérdidas de memoria?! Pero era evidente que, luego de haber visto el contrato, resultaría inapropiado seguir expresando asombro. Stiopa se excusó por un minuto y así como estaba, en medias, se fue corriendo al vestíbulo, donde estaba el teléfono. Por el camino gritó en dirección a la cocina:
—¡Grunia!
Pero nadie respondió. En ese momento, miró en dirección a la puerta del despacho de Berlioz, que se encontraba junto al vestíbulo, y se quedó, como quien dice, pasmado. En el picaporte, sujeto con una cuerda, había un enorme sello lacrado. “¡Vaya! —vociferó alguien en su cabeza—. ¡Justo lo que me faltaba!”. Y sus pensamientos comenzaron a fluir por un doble carril, pero, como suele suceder en los accidentes, en un solo sentido (¡el diablo sabrá cuál!). Sería difícil describir la ensalada que se produjo en su cabeza. Ya de por sí ese galimatías de boina negra, el vodka frío y el contrato inverosímil, y ahora, encima, ¡la puerta sellada! Nadie habría dado crédito a quien dijera que Berlioz había cometido alguna tontería, les aseguro. Pero, sin embargo, ¡ahí estaba el sello!
En aquel momento, en la cabeza de Stiopa comenzaron a revolotear unas ideas de lo más desagradables acerca de cierto artículo que, como si fuera a propósito, le había entregado hacía poco a Berlioz para que lo publicara en su revista. El artículo, dicho sea entre nosotros, era en verdad estúpido, además de inútil y mal pago…
Justo después de aquel recuerdo, apareció el de una dudosa conversación que, según recordaba, había mantenido allí mismo, en el comedor, el 24 de abril, durante una cena con Mijaíl Aleksándrovich. Es decir, no es que la conversación fuera dudosa en el sentido absoluto de la palabra (Stiopa no se habría embarcado en ese tipo de conversaciones), pero sí tocaba un tema innecesario. Bien se podía haber evitado, ciudadanos. Antes del sello, aquella conversación había sido sin dudas irrelevante pero ahora…
“¡Ay, Berlioz, Berlioz! —bullía la cabeza de Stiopa—. ¡No me cabe en la cabeza!”.
Pero no había tiempo para lamentarse, y Stiopa marcó el número de la oficina de Rimski, el director de finanzas del Varieté. La situación era delicada: para empezar, el extranjero podía ofenderse por el hecho de que Stiopa se dispusiera a verificar el asunto, incluso después de haber visto el contrato; además, la conversación con el director de finanzas sería extremadamente complicada. Es decir, no podría preguntarle sin más: “Dígame: ¿firmé yo ayer un contrato con un profesor de magia negra por treinta y cinco mil rublos?”. ¡Imposible preguntarle algo así!
—¡Hable! —Se escuchó en el tubo la voz brusca y desagradable de Rimski.
—¡Hola, Grigori Danílovich! —dijo Stiopa en voz baja—, habla Lijodiéev. El asunto es que… hum… tengo aquí sentado a… este… eh… el artista Woland… Entonces… yo quería preguntarle acerca de hoy a la noche…
—Ah, ¿el mago negro? —contestó la voz de Rimski desde el tubo—. Pronto estarán listos los afiches.
—Ajá… —dijo Stiopa con voz débil—, bueno, adiós.
—¿Y