Mijaíl Bulgákov

El maestro y Margarita


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a sobresaltarse, a gritar…

      Sí, una ola de dolor se alzó ante la horrible noticia sobre Mijaíl Aleksándrovich. Alguien gritó, agitado, que era necesario componer un telegrama colectivo allí mismo y enviarlo sin pérdida de tiempo.

      Pero ¿qué telegrama?, nos preguntamos. ¿Y a quién? ¿Y para qué enviarlo? En verdad, ¿a quién? ¿Para qué querría un telegrama el que estaba ahora en poder de las manos enguantadas del ayudante, con la nuca aplastada y el cuello pinchado por las agujas torcidas del médico forense?

      Ha muerto y no necesita de ningún telegrama. Todo ha acabado, no sobrecarguemos ya el telégrafo.

      Sí, ha muerto, ha muerto… ¡Pero nosotros aún estamos vivos!

      Así pues, la ola de dolor se alzó, se mantuvo y luego comenzó a descender; algunos fueron regresando de a poco a sus mesitas y se pusieron a tomar, primero a hurtadillas y luego sin disimulo, algún que otro trago de vodka con bocaditos. No es para echar a perder las croquetas de pollo de volaille, ¿o sí? ¿Qué podemos hacer ya por Mijaíl Aleksándrovich? ¿Quedarnos con hambre? ¡Pero si nosotros estamos vivos!

      Como es natural, el piano fue cerrado con llave, el jazz se disipó y varios periodistas se fueron a sus redacciones a escribir notas necrológicas. Se supo que Zheldibin había llegado de la morgue. Se instaló arriba, en el despacho del difunto, y enseguida corrió el rumor de que sería el sucesor de Berlioz. Zheldibin convocó a los doce miembros de la dirección que se encontraban en el restaurante, y en la reunión de urgencia que se celebró en el despacho de Berlioz se debatió acerca de una serie de cuestiones impostergables, como la decoración de la sala con columnas de Griboiédov, el traslado del cuerpo desde la morgue a dicha sala, la apertura del acceso a ella y otros asuntos relacionados con el penoso suceso.

      El restaurante reanudó su vida nocturna habitual y hubiera continuado así hasta el cierre, es decir, hasta las cuatro de la mañana, si no hubiera acontecido algo tan fuera de lo común que impresionó a los comensales mucho más que la noticia de la muerte de Berlioz.

      Los primeros en inquietarse fueron los cocheros que aguardaban a las puertas de la casa de Griboiédov. Se escuchó a uno de ellos gritar, incorporándose en el pescante:

      —¡Ja! ¡Miren eso!

      De pronto, sin que se supiera de dónde había salido, una llamita apareció ante la reja de hierro fundido y comenzó a acercarse a la terraza. Los que estaban sentados en sus mesas empezaron a incorporarse, observando con atención, y vieron encaminarse hacia el restaurante, junto con la lucecita, a un fantasma blanco. Cuando llegó a la reja, todos parecieron petrificarse en sus mesas, con los ojos desorbitados y los pedazos de esturión clavados en los tenedores. El portero, que en ese momento se encontraba fumando en el patio, junto a la puerta del vestíbulo, tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó, con la evidente intención de ir al encuentro del fantasma e impedirle el paso. Sin embargo, en lugar de eso, se quedó donde estaba, luciendo una sonrisa estúpida en los labios.

      El fantasma traspasó la reja e ingresó a la terraza sin encontrar obstáculos. Entonces todos se dieron cuenta de que no era ningún fantasma, sino el mismísimo Iván Nikoláievich Bezdomni, el famoso poeta.

      Estaba descalzo, vestía una andrajosa chaqueta blancuzca y calzoncillos blancos rayados, y tenía abrochado en su pecho un ícono de papel con la imagen borrosa de un santo desconocido. Iván Nikoláievich, además, llevaba en la mano una vela de bodas encendida. Su mejilla derecha lucía un desgarro reciente. Hubiera sido difícil medir la profundidad del silencio que se había instalado en la terraza. Incluso pudo verse a uno de los camareros derramar la cerveza de una jarra que llevaba inclinada.

      El poeta alzó la vela sobre su cabeza y dijo con voz estridente:

      —¡Saludos, amigos! —Luego miró debajo de la mesita más cercana y exclamó angustiado—: ¡No, tampoco está aquí!

      Se oyeron dos voces. Una voz de bajo dijo con crueldad:

      —Asunto terminado: delirium tremens.

      La segunda voz, de mujer y asustada, dijo:

      —¿Cómo es que la policía le permitió andar por la calle con ese aspecto?

      Iván Nikoláievich la oyó y replicó:

      —¡Dos veces me quisieron detener, en el Skátertni y aquí, en la Brónnaia, pero me escabullí a través de un portón y, ya ve, me corté la mejilla! —Iván Nikoláievich alzó la vela y exclamó—: ¡Hermanos en la literatura! —Su voz ronca se volvió más fuerte y ardorosa—. ¡Escúchenme todos! ¡Ha venido! ¡Atrápenlo de inmediato, de lo contrario causará un daño indescriptible!

      —¿Qué? ¿Qué dice? ¿Quién ha venido? —Se alzaron voces por todas partes.

      —¡El consultor! —respondió Iván—. El consultor ha venido, y acaba de matar a Misha Berlioz en los Patriarshie.

      En ese momento, desde la sala interior afluyó la gente a la terraza; la multitud se concentró alrededor de la llama de Iván.

      —Disculpe, hable con más precisión —dijo al oído de Iván Nikoláievich una voz suave y amable—. Diga, ¿cómo que lo ha matado? ¿Quién lo ha matado?

      —¡Un consultor extranjero, profesor y espía! —repuso Iván, mirando alrededor.

      —¿Y cómo es su apellido? —le preguntaron en voz queda al oído.

      —¡Ese es el problema! —gritó angustiado Iván—. ¡Si supiera su apellido! No alcancé a verlo en su tarjeta… Recuerdo sólo la primera letra: “W”. ¡El apellido empieza con “W”! ¿Pero qué apellido empieza con “W”? —se preguntó Iván, llevándose la mano a la frente, y empezó a balbucear—: We, we… Wa… Wo… ¿Washner? ¿Wagner? ¿Wayner? ¿Wegner? ¿Winter? —Los cabellos en la cabeza de Iván comenzaron a moverse por el esfuerzo.

      —¿Wulf? —sugirió con compasión una mujer.

      Iván se enfureció.

      —¡Estúpida! —gritó, buscándola con la vista—. ¿Qué tiene que ver Wulf con esto? ¡Wulf no tiene la culpa de nada! Wo… Wo… ¡No! ¡No puedo recordarlo! Bueno, esto es lo que hay que hacer, ciudadanos: llamen enseguida a la policía y que manden cinco motocicletas con ametralladoras para cazar al profesor. Y no olviden mencionar que lo acompañan otros dos: uno larguirucho, a cuadros…, los quevedos rotos…, y un gato negro y obeso. Yo, mientras tanto, me encargaré de registrar Griboiédov… ¡Presiento que está aquí!

      Iván se inquietó, apartó a empujones a las personas que lo rodeaban y se puso a agitar la vela, volcándose la cera encima, y a mirar por debajo de las mesas. En ese momento, se oyó a alguien decir: “¡Un médico!”, y ante Iván apareció un rostro con anteojos, amable, carnoso, afeitado y nutrido.

      —Camarada Bezdomni —habló el rostro con voz jubilosa—, ¡cálmese! Usted está perturbado por la muerte de nuestro querido Mijaíl Aleksándrovich… No, simplemente, Misha Berlioz. Todos lo comprendemos a la perfección. Usted necesita descansar. Ahora los camaradas lo acompañarán a la cama y usted podrá relajarse…

      —Pero —Lo interrumpió Iván, enseñando los dientes— ¿acaso no entiendes que hay que atrapar al profesor? ¡Y tú aquí molestándome con estupideces! ¡Cretino!

      —Disculpe, camarada Bezdomni —respondió el rostro, ruborizándose, y retrocedió arrepentido de haberse metido en el asunto.

      —No, ¡tú eres el último al que disculparía! —dijo Iván Nikoláievich con odio sereno.

      Un espasmo desfiguró su rostro y, pasando la vela con rapidez de la mano derecha a la izquierda, tomó un envión y golpeó el amable rostro en la oreja.

      En ese momento, todos cayeron en la cuenta de que era necesario sujetar a Iván y se arrojaron sobre él. La vela se apagó y los anteojos, que habían resbalado de su cara, quedaron aplastados. Iván soltó un terrible grito de guerra que, para regocijo de todos,