Mijaíl Bulgákov

El maestro y Margarita


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se disfraza de proletario. ¡Miren esa cara demacrada y compárenla con los pomposos versos que compuso para el Primero de Mayo! Je, je, je… Mucho “¡elévense!” y “¡dispérsense…!”. Si usted pudiera mirar en su interior, si viera qué es lo que piensa de verdad…, ¡se escandalizaría! —E Iván Nikoláievich rio con maldad.

      Riujin, ruborizado, respiraba con dificultad y sólo pensaba en una cosa: que había criado una víbora, que se había solidarizado con quien resultó ser su enemigo más terrible. Y lo peor era que no había nada que hacer, ¡porque no podía reñir con un demente!

      —¿Y por qué lo han traído aquí? —preguntó el doctor, tras escuchar atentamente las acusaciones de Bezdomni.

      —¡Que el diablo se los lleve a todos! ¡Son unos imbéciles! ¡Me apresaron, me ataron con unos trapos y me arrastraron a un camión!

      —Permítame preguntarle: ¿por qué fue al restaurante en ropa interior?

      —No hay nada de sorprendente en eso —contestó Iván—: me fui a dar un baño en el río Moskvá, se robaron mi ropa y me dejaron esta porquería. No iba a andar desnudo por Moscú, de modo que me puse lo que había, porque estaba apurado por llegar a Griboiédov.

      El doctor interrogó con la mirada a Riujin, que musitó sombrío:

      —Así se llama el restaurante.

      —Ajá —dijo el doctor—. ¿Y por qué estaba apurado? ¿Alguna reunión importante?

      —Estoy tratando de atrapar al consultor —respondió Iván Nikoláievich mirando inquieto alrededor.

      —¿Qué consultor?

      —¿Usted conoce a Berlioz? —preguntó Iván con aire significativo.

      —¿El… El compositor?

      Iván se irritó.

      —¿Pero qué compositor? ¡Ah, sí… pero no! ¡Es que el compositor se apellida igual que Misha Berlioz!

      Riujin no tenía ganas de hablar, pero tuvo que explicar.

      —Hoy a la noche, en los Patriarshie un tranvía atropelló a Berlioz, el director del massolit.

      —¡No mientas si no sabes! —Se enfadó Iván con Riujin—. ¡Yo estuve allí y tú no! ¡Lo puso a propósito debajo del tranvía!

      —¿Lo empujó?

      —¿Qué tiene que ver esto con empujar? —exclamó Iván, indignado por la torpeza general—. ¡Una persona como él no necesita empujar! ¡Es capaz de hacer tales cosas, que mejor agárrate! ¡Él sabía de antemano que Berlioz iba a caer bajo el tranvía!

      —Aparte de usted, ¿alguien más vio a ese consultor?

      —Eso es lo malo: sólo lo vimos Berlioz y yo.

      —Bien. ¿Qué medidas tomó usted para atrapar a ese asesino? —El doctor se volteó y echó una mirada a una mujer de bata blanca sentada allí cerca. Ella sacó una hoja y comenzó a llenar un cuestionario.

      —Tomé estas medidas: una velita de la cocina…

      —¿Esta? —preguntó el doctor, señalando una vela rota que yacía junto al ícono sobre la mesa de la mujer.

      —Esa misma, y…

      —¿Y para qué era el ícono?

      —Bueno, el ícono… —Iván enrojeció—, fue lo que más asustó a… —Y otra vez señaló en dirección a Riujin—, pero el caso es que el consultor, siendo francos…, está relacionado con las fuerzas diabólicas… y no es tan fácil de atrapar.

      Los enfermeros, por alguna razón, se pusieron rígidos y clavaron la vista en Iván.

      —Sí… —continuó Iván—, ¡con las fuerzas diabólicas! Ese es un hecho indiscutible. Él estuvo charlando en persona con Poncio Pilatos. ¡Y no me miren así! ¡Lo que digo es cierto! Lo vio todo: el balcón, las palmeras… Estuvo con Poncio Pilatos, eso se lo puedo asegurar.

      —Ajá, ajá…

      —Bueno, entonces me abroché el ícono en el pecho y eché a correr…

      En ese momento, el reloj sonó dos veces.

      —¡Uy! —exclamó Iván, levantándose del sillón—. ¡Ya son las dos y yo estoy aquí perdiendo el tiempo con ustedes! Discúlpenme, ¿dónde hay un teléfono?

      —Déjenlo usar el teléfono —Ordenó el doctor a los enfermeros.

      Iván se aferró al tubo mientras la mujer preguntaba a Riujin en voz baja:

      —¿Es casado?

      —Soltero —contestó Riujin, asustado.

      —¿Es miembro del sindicato?

      —Sí.

      —¡Hola! ¿Policía? —gritó Iván en el tubo—. ¿Policía? Camarada guardia, ordene inmediatamente que manden cinco motocicletas con ametralladoras para atrapar a un consultor extranjero. ¿Qué? Pásenme a buscar, voy con ustedes… Habla el poeta Bezdomni desde el manicomio… ¿Cuál es la dirección? —inquirió Bezdomni al doctor en un susurro, tapando el tubo con la mano, y luego volvió a gritar en el tubo—: ¿Me oye? ¿Hola? ¡Es indignante! —aulló Iván de pronto, arrojando el tubo contra la pared. Luego se dirigió al doctor, le tendió la mano, se despidió con sequedad y se dispuso a salir.

      —Disculpe, ¿adónde piensa ir? —dijo el doctor, mirando a Iván a los ojos—. En plena noche, en ropa interior… Usted se siente mal, ¡quédese con nosotros!

      —Déjenme pasar —dijo Iván a los enfermeros que bloqueaban la puerta—. ¿Me van a dejar pasar o no? —gritó el poeta con voz tremenda.

      Riujin se echó a temblar, mientras la mujer apretaba un botón en la mesita y en su superficie de vidrio aparecían una cajita brillante y una ampolla cerrada.

      —¡¿Ah, sí?! —dijo Iván, mirando alrededor con los ojos feroces de un hombre acorralado—. ¡De acuerdo! ¡Adiós!… —Y se tiró de cabeza contra la ventana, tapada con una cortina. Se oyó un golpe, pero el vidrio irrompible detrás de la cortina resistió, y unos instantes después Iván se debatía en los brazos de los enfermeros. Emitía gritos roncos, trataba de morder y gritaba:

      —¡Vaya vidriecitos que se han conseguido!… ¡Déjame! ¡Déjame, te digo!

      Una jeringa brilló en las manos del doctor; la mujer rompió con un solo movimiento la manga vieja de la chaqueta y aferró el brazo con una fuerza poco femenina. Se sintió un olor a éter, Iván desfalleció en los brazos de las cuatro personas y el hábil doctor aprovechó ese momento para clavar la aguja en su brazo. Lo sostuvieron unos segundos más y luego lo sentaron en el sillón.

      —¡Bandidos! —gritó Iván, intentando escapar de un salto, pero fue interceptado y depositado de nuevo en el sillón. Apenas lo soltaron, se incorporó de nuevo, pero esta vez volvió a sentarse él mismo. Se quedó callado, mirando a su alrededor con cierta ferocidad; de repente bostezó y sonrió con malicia.

      —Así que me han encerrado —dijo, bostezando otra vez. De pronto se acostó; puso la cabeza sobre la almohada y el puño bajo la mejilla, a la manera de los niños, y con voz soñolienta, sin rencor, musitó—: Bueno, muy bien… Ya pagarán por todo esto. Yo se lo advertí, hagan lo que quieran. En este momento me interesa más que nada Poncio Pilatos… Pilatos… —Y cerró los ojos.

      —Un baño, solo en la 117 y vigilado —ordenó el médico, poniéndose los anteojos. En ese momento, Riujin volvió a estremecerse: las puertas negras se abrieron en silencio y tras ellas se vio el pasillo, iluminado con lámparas azules de noche. De allí entró rodando una camilla; en ella depositaron a Iván, ya apaciguado, y se lo llevaron por el pasillo; las puertas se cerraron tras él.

      —Doctor —susurró Riujin,