—Alteración motriz y lingüística…, interpretaciones delirantes… Desde luego, un caso complejo… Esquizofrenia, es de suponer. Además está el alcoholismo…
Riujin no entendió nada de las palabras del doctor, excepto que lo de Iván Nikoláievich era, sin lugar a dudas, serio. Dio un suspiro y preguntó:
—¿Y qué es eso que repite todo el tiempo acerca de un consultor?
—Seguramente ha visto a alguien que impresionó su perturbada imaginación. O quizás haya tenido una alucinación…
Minutos después, un camión se llevaba a Riujin a Moscú. Amanecía, y las luces de la ruta, todavía encendidas, eran ya innecesarias y desagradables. El chofer, enfurecido por la noche perdida, aceleraba el coche a más no poder, haciendo que el camión patinara en las curvas.
El bosque se abrió en dos y quedó atrás; el río quedó a un costado; ante el camión desfilaba toda clase de cosas: algunas vallas, garitas de vigilancia, pilas de leña, altísimos postes y algunos mástiles; sobre los mástiles, unos carretes, pilas de cascajos, tierra surcada por canales; en una palabra, se sentía que Moscú estaba allí mismo tras cada curva, y que en cualquier momento se abalanzaría sobre ellos y lo abarcaría todo.
Los vaivenes del camión sacudían a Riujin; el madero que le servía de apoyo se le escurría a cada rato. Las toallas del restaurante, que el policía y Panteléi habían arrojado sobre el camión, para luego marcharse en un trolebús, iban y venían por el piso del vehículo. Riujin había intentado reunirlas todas, pero luego de mascullar con rencor: “¡Al diablo con ellas! ¿Para qué me preocupo como un imbécil?”, las pateó y dejó de prestarles atención.
Estaba de pésimo humor. Resultaba evidente que la visita al nosocomio le había dejado una profunda impresión. Riujin trataba de entender qué era lo que lo atormentaba. ¿Era el pasillo con aquellas lámparas azules, que se había quedado atascado en su memoria? ¿La idea de que no había peor desgracia en el mundo que la pérdida de la razón? Sí, por supuesto que eso también. Pero esa era una idea común. No, había algo más. ¿Qué era? La ofensa, ¡eso era! Sí, las ofensivas palabras que le había espetado Bezdomni directo a la cara. Y lo peor no era que fueran ofensivas, sino que contenían algo de verdad.
El poeta ya no miraba a los costados. Con la vista fija en el piso sucio que se sacudía, empezó a balbucear y a lloriquear, carcomiéndose por dentro.
Sí, los versos… Ya tenía treinta y dos años. Y después, ¿qué seguía? Continuaría escribiendo unos cuantos versos por año… ¿hasta la vejez? Sí, hasta la vejez. ¿Y qué le darían esos poemas? ¿Gloria? “¡Qué absurdo! Por lo menos no te engañes a ti mismo. La gloria nunca llega a los que escriben versos malos. Pero ¿por qué son malos? ¡Tiene razón! —se decía Riujin sin compasión—. ¡No creo en nada de lo que escribo!…”.
Envenenado por este ataque de neurastenia, el poeta se tambaleó; el piso bajo sus pies dejó de temblar. Riujin levantó la cabeza y vio que hacía rato ya que estaba en Moscú, y más aún: ya estaba amaneciendo sobre la ciudad, se veía una nube dorada, el camión estaba atascado en una hilera de autos y cerca de allí estaba el hombre de metal sobre su pedestal, con la cabeza ligeramente inclinada, mirando indiferente el bulevar.3
Unas ideas extrañas afluyeron a la cabeza del debilitado poeta. “He aquí un ejemplo de un verdadero afortunado… —Riujin se enderezó en la plataforma del camión y alzó la mano en actitud hostil hacia el inofensivo hombre de hierro fundido—. ¡Sin importar el paso que diera en la vida, ni lo que le sucediera, todo estaba a su favor, todo acrecentaba su fama! ¿Y qué es lo que hizo? No lo comprendo… ¿Acaso hay algo de particular en estas palabras: “La tormenta y la bruma…”4? ¡No lo comprendo!… ¡Tuvo suerte, tuvo suerte! —concluyó de pronto Riujin con veneno, sintiendo moverse el camión bajo sus pies—. Aquel oficial de la Guardia Blanca le disparó, y con su disparo le perforó la cadera y le aseguró así la inmortalidad…”.
La hilera de autos se movió. Dos minutos más tarde, el poeta, enfermo y envejecido, ingresaba en la ya desierta terraza de Griboiédov. En un rincón, un grupito acababa sus bebidas, y en medio de él se agitaba un conocido animador con gorrito oriental y una copa de vino Abráu en la mano.
Archibald Archibáldovich recibió con mucha amabilidad a Riujin, que cargaba las toallas, y lo desembarazó enseguida de los malditos trapos. Si no hubiera sido por el tormento sufrido durante la visita a la clínica y en el camión, con toda seguridad Riujin habría disfrutado de relatar lo sucedido allí, incluyendo pormenores inventados. Pero ahora no estaba para eso; además, por poco observador que fuera, y a pesar de la tortura del camión, examinó por primera vez el rostro del pirata y comprendió que, aunque este hiciera algunas preguntas acerca de Bezdomni, e incluso hubiera exclamado algunos “¡ay, ay, ay!”, era en realidad del todo indiferente al destino del poeta y no lo compadecía en lo más mínimo. “¡Muy bien! ¡Así ha de hacerse!”, pensó Riujin con cínico y autodestructivo rencor, e interrumpiendo su relato sobre la esquizofrenia, pidió:
—Archibald Archibáldovich…, quisiera una copita de vodka…
El pirata susurró, con cara de lástima:
—Entiendo… Enseguida… —E hizo una seña al camarero.
Un cuarto de hora más tarde, Riujin, solo y encorvado sobre el pescado, bebía una copa tras otra, con la cabal conciencia de que su vida ya no tenía arreglo; todo lo que podía hacer era olvidar.
El poeta había malgastado la noche mientras otros estaban de juerga, y ahora comprendía que no era posible hacerla volver. Bastaba con alzar la cabeza al cielo para caer en la cuenta de que la noche se había perdido sin retorno. Los camareros quitaban con prisa los manteles de las mesas. Los gatos que hurgaban por la terraza tenían aspecto mañanero. El día, irrevocablemente, se abatía sobre el poeta.
1 Sashka: forma diminutiva de Aleksandr; implica confianza. [N. de la T.]
2 Kulak: término despectivo usado en el lenguaje político soviético para referirse, en principio, a los antiguos terratenientes del Imperio ruso, dueños de grandes extensiones de tierras, si bien durante los primeros años del gobierno soviético se utilizó para catalogar como enemigos del pueblo a propietarios rurales. [N. de la T.]
3 Se refiere a la estatua del poeta Aleksandr Serguéievich Pushkin, ubicada en la plaza que lleva su nombre. [N. de la T.]
4 Versos del poema “Noche de invierno” (“Зимний вечер”), de Pushkin. [N. de la T.]
Capítulo 7
Un departamento sospechoso
Si la mañana siguiente alguien le hubiera dicho a Stiopa1 Lijodiéev: “¡Stiopa! ¡Si no te levantas de inmediato, te van a fusilar!”, Stiopa habría respondido con una voz lánguida, apenas audible: “Fusílenme, hagan conmigo lo que quieran, pero me niego a levantarme”.
No hablemos ya de levantarse: ni siquiera parecía ser capaz de abrir un ojo, porque estaba seguro de que, al hacerlo, caería un rayo y su cabeza estallaría en mil pedazos. En su interior tañía una pesada campana; entre los globos oculares y los párpados cerrados flotaban unas manchas pardas con bordes de fuego verde; para colmo, sentía náuseas y por alguna razón le parecía que estaban relacionadas con el machacante sonido de cierto inoportuno gramófono.
Stiopa hizo grandes esfuerzos por recordar, pero sólo una imagen acudió a su memoria: el día anterior, vaya a saber dónde, sostenía una servilleta en la mano e intentaba besar a una dama; además, creía recordar que le había prometido visitarla al día siguiente, a las doce. La dama se negaba, diciendo: “¡No, no estaré en casa!”, pero Stiopa