Tal como lo ha descrito Javier Mercado, en el estudio más pormenorizado realizado hasta la fecha, el movimiento suscitado por la demanda de media hora más para almorzar contó desde el comienzo con la conducción de una Mancomunal que pocos días antes había modificado sus estatutos en una dirección claramente ácrata, incluyendo la decisión de “no mezclarse absolutamente en política, por considerarla dañina para la unión y la armonía del elemento obrero”95. Declarada la huelga el 30 de enero, y propagada rápidamente hacia el conjunto de la ciudad, la obstinación de la empresa del Ferrocarril de Antofagasta a Bolivia, propiedad de capitales ingleses, impidió que se alcanzara un acuerdo al que el resto del empresariado local no se manifestó inicialmente adverso. Fueron así radicalizándose los ánimos en uno y otro bando, hasta desembocar en una manifestación en la plaza principal el día 6 de febrero, en que una concurrencia de entre tres y cuatro mil huelguistas fue dispersada por una balacera iniciada por unas “guardias blancas” conformadas por comerciantes de la ciudad, con un saldo que diversos testimonios hacen fluctuar, como suele ocurrir en estos casos, entre 10 y 148 muertos, con un número equivalentemente superior de heridos96. La ira desatada por esta matanza entre los sectores populares se tradujo durante los días posteriores en saqueos y destrucción de locales comerciales e instalaciones de la empresa del Ferrocarril, además del asesinato de uno de sus empleados de apellido Rogers, a quien se identificó, al parecer equivocadamente, como uno de los integrantes de la “guardia blanca”. A la postre, y tras la llegada de refuerzos militares y policiales, el movimiento se disolvió sin haber podido vencer la intransigencia de la compañía del Ferrocarril.
Recabarren, retornado pocas semanas antes de su viaje a Valparaíso, fue uno de los oradores del acto en la Plaza Colón, pero más allá de eso no parece haber intervenido decisivamente en los hechos que rodearon la huelga. Según el informe enviado por el gerente general de la compañía del Ferrocarril al Foreign Office inglés, los manifestantes reunidos en la plaza habían sido arengados “por violentos discursos hechos por agitadores, siendo el principal de ellos un tal Señor Recabarren, candidato demócrata a la Cámara de Diputados”97. Algo parecido consigna el periódico “oficialista” (balmacedista) El Industrial, según el cual Recabarren había pronunciado “una lata alocución, tratando de prestigiar su candidatura ante el pueblo”98. De ser este un testimonio fidedigno, fácil resulta imaginar el poco entusiasmo con que la conducción anarquista del movimiento habría recibido semejante discurso. Sin embargo, el periódico mancomunal, bajo control ácrata, reconoce que tras la matanza Recabarren había realizado gestiones ante la Intendencia para obtener la libertad de los dirigentes encarcelados, terminando él mismo, al parecer brevemente, en prisión99. Por su parte, el propio Recabarren editorializaba al día siguiente de la matanza en su periódico La Vanguardia en apoyo a la huelga, a la que catalogaba como “acto de unión y compañerismo” en pro “de la justicia que les asiste para exigir mejoras en el trabajo”, así como estigmatizaba la “mala intención, la poca humanidad, la carencia absoluta de espíritu moral entre esas gentes capitalistas”. Fustigaba también a la autoridad por haber permitido la formación de una guardia blanca de comerciantes armados “para que asesinen impunemente a un pueblo tranquilo e indefenso”, con lo que se confirmaba una vez más que “las autoridades y los capitalistas marchan en íntimo consorcio perjudicando directamente al obrero”100.
Tal vez por estos conceptos, o bien por las frases vertidas en la manifestación de la Plaza Colón, la Intendencia finalmente optó por clausurar La Vanguardia y encarcelar a su director, pese a que, según el diario radical santiaguino La Ley, anteriormente lo había “comisionado para calmar los ánimos”101. En todo caso, y esta vez sí en consonancia con esa presunta disposición inicial, la clausura y la prisión no duraron mucho, pues a los pocos días reaparecía el periódico recabarrenista con un artículo de su autoría titulado “¡Por falta de amor!”, en el que identificaba al Partido Demócrata como consagrado a la búsqueda de la justicia, la verdad y la paz, cristalizada en el deseo de que “venga un reinado de amor”. Por el contrario, las autoridades vigentes “no tienen amor en el corazón”, lo que se demostraba en su mantención de instituciones armadas, “destinadas a producir la muerte”. Y concluía: “¿Por qué se nos persigue, se nos niega el derecho de proclamar tan hermosos y tan puros ideales?”102.
Este llamado a la paz de los espíritus puede parecer algo extemporáneo cuando todavía no se disipaba la pólvora disparada en la Plaza Colón, y ciertamente no se condice con algunas de las expresiones más violentas que había vertido Recabarren en sus escritos de los años anteriores. Pero sí resultaba funcional a sus propósitos electorales, en los que como se dijo había focalizado prioritariamente sus ya famosas energías. En ese contexto, el estallido de la huelga y la radicalización que a ella imprimieron por partes iguales la conducción anarquista y la represión oficial, amenazaban con hacer abortar un proyecto que inspiraba expectativas más realistas en el corto o mediano plazo.
Dicha impresión se fortalece cuando se analiza la orientación eminentemente electoralista que Recabarren confirió a La Vanguardia desde su fundación a mediados de enero, y que la huelga de febrero solo vino brevemente a interrumpir. Escribía en efecto en su primera editorial que ese impreso “llegaba en las horas más importantes”, y explicaba: “Dentro de poco el pueblo debe concurrir a las urnas a elegir o reconocer la representación que tiene en el Congreso y municipios, y esta vez es menester que el pueblo pobre abra los ojos para ver la realidad de su situación y comprender cuáles son sus derechos en presencia de su miseria actual ocasionada casi directamente por la clase llamada dirigente”. El Partido Demócrata, continuaba, “compuesto del elemento proletario”, era el llamado a conducir ese proceso, y La Vanguardia se comprometía a “mantenerse en el terreno de la cordura para ejercer su misión como corresponde a este Partido que lucha por el bien popular”103.
El “terreno de la cordura” así enunciado incluía demandas tales como la elección popular de los jueces, el mejoramiento de los servicios públicos, la retención en la zona de al menos una parte de las rentas generadas por el salitre (una reivindicación con claras resonancias actuales), incluso un homenaje al primer aniversario de la Revolución rusa de 1905104. Pero no incluía, seguramente, un estallido social “descontrolado”, que pusiera en peligro la normal realización de los comicios. En una asamblea realizada el 18 de febrero –es decir, pocos días después de la matanza de la Plaza Colón– Recabarren y los dos candidatos demócratas a municipales declaraban que el progreso y engrandecimiento del Partido Demócrata era la única garantía para “el verdadero mejoramiento y bienestar de las clases proletarias y productoras del país”, y hacían “pública y solemne declaración que en las corporaciones en que vamos a ser representantes vuestros mantendremos en todo su brillo y esplendor el espíritu progresista de los modernos ideales que la clase explotada sustenta”. Sus acciones en dichos cuerpos, concluían, se atendrían estrictamente a “la voluntad de los de su clase”, en tanto que su palabra “vendrá a ser solo la palabra del soberano pueblo consciente”105. Un par de semanas después Recabarren era electo diputado por los distritos de Tocopilla y Taltal, uno de los seis candidatos demócratas que resultaron inicialmente vencedores a nivel nacional (de los cuales a la postre, por diversas maniobras en las “calificaciones” o revisión oficial de los votos que debía verificar el Congreso, solo quedarían tres106). Aunque las prácticas electorales de la época no favorecían precisamente la expresión espontánea de la voluntad popular, atravesadas como estaban por la compra de votos (el “cohecho”) y la intervención más o menos descarada y violenta en los locales de votación, por esta vez la apuesta había rendido los frutos deseados.
El triunfo electoral puso término a la primera de las tres grandes estadías nortinas de Recabarren, y significó su regreso al centro geográfico y deliberativo de la política nacional. No era la primera vez que llegaba a esa representación un candidato demócrata u obrero, pero sí lo era para las provincias salitreras, y para un dirigente cuya carrera solo había alcanzado visibilidad nacional desde ese lejano territorio. Tal vez por esa razón, la recepción que se le brindó a su llegada a Santiago, junto con su correligionario electo por Valparaíso, el mecánico Bonifacio Veas, fue excepcionalmente entusiasta. Se aglomeraron para