Julio Alejandro Pinto Vallejos

Luis Emilio Recabarren


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Ud. socialista? ¿Es Ud. anarquista? ¿O es Ud. demócrata? No lo sé, pero me lo figuro las tres cosas a la vez”. Y concluía invitándolo a estudiar más a fondo la cuestión social, pues “hasta la fecha Ud. no ha hecho otra cosa que organizar a los trabajadores de las pampas, pero ni Ud. ni ellos saben el objeto de tal organización”66.

      En su respuesta, Recabarren volvía a repudiar “el insulto y la grosería” que a su juicio tanto abundaban en la prensa libertaria, pero sobre todo defendía la causa mancomunal a la cual se había consagrado en cuerpo y alma, y en la que tan altas expectativas cifraba: “La creación Mancomunal, es hoy la sociedad más poderosa de Chile y ha caído como pan fresco entre los pobres. Ella es obra de esos hombres que Ud. se atreve a tratar mal”. Y en cuanto a su propia alineación doctrinaria, insistía en que el fin perseguido por socialistas, demócratas y anarquistas era el mismo: “La felicidad proletaria, para llegar a la felicidad universal”. Por tanto, no aceptaba la pretensión anarquista de imponer una práctica excluyente solo en función de los medios que las distintas corrientes estimaban adecuados para alcanzar esa meta. Por su parte, definiéndose como “socialista revolucionario”, reivindicaba el parlamentarismo para hacer la revolución, “y como estoy convencido de esto, a nadie le concedo derecho para que me insulte y me ofenda por dicha causa”.

      Defendía también Recabarren la obra que había venido realizando en el norte, uniendo y organizando a los trabajadores, convenciéndolos de “su existencia como hombres iguales a todos, pero despojados”; mostrándoles el fin hacia el cual debía encaminarse “la hueste trabajadora” y señalándoles los obstáculos que para tal efecto se debían superar, tal cual lo había demostrado gráficamente la ola represiva de la cual él mismo había sido y continuaba siendo víctima. Gracias a ello, “ha visto Ud. que el sacudón que dimos en el Norte ha repercutido hasta Valdivia. Toda la clase obrera abrió los ojos para mirar el desarrollo de este drama iniciado aquí”. Y aun si así no fuese, al menos quedaba la evidencia de que “hacemos algo práctico, por poco y deficiente que sea, mientras que Uds. solo se ocupan en criticarnos a nosotros”. Peor aún: las veces que los anarquistas habían conducido alguna lucha de magnitud, como en Valparaíso en mayo de 1903, los resultados habían sido catastróficos: “Encendieron la mecha la noche del 11 y en el tren nocturno se fueron a Santiago, huyendo de las responsabilidades. ¿Qué resultó? Que el pueblo se asesinó solo”. Así, “si los ácratas chilenos no reaccionan en sus métodos, no habrán conseguido sino distanciarse de las masas obreras del país y desprestigiar un ideal bueno y bello pero que al paso que van, solo consiguen destrozarlo”67.

      Escobar y Carvallo no se atuvo pasivamente a esta réplica, repitiendo en una nueva carta pública sus acusaciones anteriores y calificando de particularmente inaceptable la exclusión de los anarquistas de la Convención Mancomunal, lo que corroboraba la corrupción de dichas organizaciones. Insistía también en la falta de claridad ideológica de su interlocutor, quien a su juicio “todavía ignoraba lo que son la Democracia, el Socialismo y la Anarquía”. Por eso mismo, no era capaz de entender que “no se debe esperar nada de las masas; tampoco de las organizaciones ni esfuerzos colectivos”, y que “entre la lucha política y la emancipación del proletariado hay un divorcio absoluto”. Y por último, que “toda esa farsa del Congreso Obrero, de las Mancomunales de reciente creación, y otros movimientos de menos importancia, son nada más que resultado directo, o indirecto, de nuestra semilla arrojada en tierra inculta o estéril, que Uds. han emprendido, agarrando el árbol por las hojas”68.

      Recabarren no quiso continuar este intercambio específico con Escobar y Carvallo, pero igual continuó denunciando la obra divisionista del anarquismo, lamentando que “el ejército proletario de hoy día sea un campo de discordia: es más el fuego que se gasta en la guerra mutua que el con que se combate a la burguesía”. “Desgraciadamente en Chile”, señalaba, “han dado en llamarse apóstoles de las ideas libertarias, que son la esencia de la poesía, de la ternura y de la libertad, personas, que creyendo comprenderlas bien, pretenden ‘obligar’ a aceptar ideas libertarias por ‘medio’ de la tiranía de una crítica grosera y pesada, acompañada de calumnias y de insultos para los que no acepten ‘ipso facto’ dichas ideas”. El resultado de semejante sectarismo, aseguraba, no podía ser otro que “desprestigiar la bondad de un ideal junto con la persona que en esa forma lo propaga”. Por otra parte, llamaba su atención la condescendencia que a su juicio exhibían las autoridades frente a los ácratas, libres hasta ese minuto de las persecuciones que sufrían los mancomunados. ¿La explicación?: “Bien saben ellas que son inofensivos, y temen mucho más a los demócratas y mancomunales porque ven en éstos hombres que hablan poco y ‘hacen más’, en materia de organización y ‘medios’ conducentes a la felicidad proletaria”69.

      Tanto el calor de la polémica con los anarquistas como los otros escritos resumidos hasta aquí sugieren que los meses de prisión sirvieron para ratificar en Recabarren su convicción sobre las bondades de su adscripción demócrata de tantos años, y de la opción mancomunal a la que se había consagrado desde su traslado a Tocopilla. De hecho, y como ya se ha mencionado, la Convención Mancomunal celebrada durante el mes de mayo parecía inaugurar una era de consolidación organizativa para las sociedades de esa filiación distribuidas entre Tarapacá y Valdivia, tal como lo expresó un memorial que sus máximos dirigentes depositaron personalmente en manos del presidente de la república al término de sus deliberaciones70. Ello tal vez explique el tono desafiante con que Recabarren finalmente recuperó su libertad en octubre de 1904, previo pago de una muy tramitada y diferida fianza. En un artículo titulado “Sin arriar bandera”, aparecido en un periódico El Trabajo nuevamente autorizado para circular, atribuía explícitamente su castigo a su costumbre de “expresar ideas que bullen en mi cerebro, que transcritas al papel se esparcen por los pueblos”. En un país que se ufanaba de ser republicano y libertario, fulminaba, se había pretendido prohibirle pensar, tildándolo de subversivo, anarquista y sedicioso. Sin embargo, tras siete meses de encierro salía “con las mismas ideas y si se quiere más convencido de la pequeñez de los burgueses que persiguen y hostilizan a la clase trabajadora”. Volvía así a la actividad “sin arriar bandera [...], sin pensar ni en un nuevo sacrificio, ni en un nuevo obstáculo”71.

      Dando prueba inmediata de dicha voluntad, en la misma edición de El Trabajo inició una nueva serie de artículos doctrinarios (siete esta vez) titulada “Hermano, abre tus ojos”, encaminada a demostrar que el régimen social existente, construido íntegramente a partir del brazo del obrero, era a la vez la principal causa de las miserias e injusticias que lo agobiaban. “El pueblo, la masa trabajadora”, argumentaba, era, en su condición de productor, “el único factor indispensable para la vida de las sociedades”. Sin embargo, el fruto de su trabajo no solo se desviaba en su mayor parte para enriquecer precisamente a sus explotadores, sino que de él se costeaban también los instrumentos de su persecución y opresión: gobernadores, jueces, policías, carceleros, espías “y demás caimanes que nos han perseguido durante un año”. De modo que si ese orden basado en la injusticia y el absurdo subsistía, era solo por el desconocimiento popular de los principios en que se sostenía, y de su propio derecho a levantar un mundo mejor. A ese mundo mejor Recabarren lo nombra aquí por primera vez con la palabra “comunismo”, y lo define de la siguiente manera: “vivir en comunidad de intereses iguales, sin opresores y oprimidos, sin ricos ni pobres, sin señores ni sirvientes; todos bajo un techo de fraternidad sirviendo a la obra común de embellecer a la humanidad para recoger cada uno individualmente el estímulo de la satisfacción de haber contribuido a un bien común, a una parte más de vida feliz y libre”. El vehículo para avanzar hacia esa “grandiosa aspiración” era, naturalmente, la unión obrera, cristalizada bajo el alero de la Mancomunal72.

      Esta primera tentativa de describir la utopía comunista se plasmó también por esos mismos días en dos artículos publicados en el periódico penquista El Eco Obrero, bajo el título “La vida en común”. “Yo considero”, señalaba allí Recabarren, “que un pueblo sin gobierno, sin leyes, sin soldados, sin frailes, sin patrones, sin dinero, sería mucho, pero mucho más feliz que lo que hoy pueden suponer los que poseen dinero”. Al tener todas las personas aseguradas sus necesidades básicas, añadía, desaparecerían todos los vicios