y que el periódico también se ocupaba de denunciar. “El capital”, sentenciaba, “exige lujo, vanidades. Vive en la orgía y pernocta en el tapete, derrochando el sudor de oro del trabajador”. Por esa razón, añadía, “vamos a realizar una revolución en el orden social”. En ese trance, “si las clases burguesas nos ayudan a encontrar expedito el camino limpiándolo mutuamente de las dificultades, no habrá lucha, ni sangre”. Pero si al contrario “nos colocan mayores obstáculos y emplean medidas coercitivas, haremos lo del minero: porfiar para encontrar el metal cuando hay seguridad que existe, apartando las piedras o quijos, con los materiales que se necesitan para ello”. Y como para no dejar ninguna duda sobre la índole de dichos materiales: “Si eventualmente han aparecido justicieros en Francia, Italia, España, Rusia, Estados Unidos”, en referencia a los atentados anarquistas que habían costado la vida a estadistas y gobernantes de dichos países, “pueden aparecer aquí también”49. Evidentemente, se estaba muy lejos de las condenas con que se habían fulminado las ideas de Luis Olea solo cinco años antes.
Considerando el tenor de estas expresiones, no es extraño que a las pocas semanas de la llegada de Recabarren a Tocopilla, la Mancomunal de ese puerto, y más específicamente su periódico, se hayan convertido en blanco de las iras oficiales. A mediados de diciembre de 1903, el prestigioso Ferrocarril de Santiago llamaba la atención sobre la “gravedad y trascendencia antes desconocida” que cobraban en Chile los “conflictos relacionados con el trabajo y las clases obreras”. Refiriéndose específicamente a las provincias salitreras, foco preferencial de dichos conflictos, denunciaba la existencia en ellas de “una propaganda activa y permanente de perturbación”, identificada explícitamente con El Trabajo de Tocopilla, que “puede producir extravíos deplorables de criterio entre los trabajadores cuyos intereses dice representar”. Y sentenciaba: “Cuando hemos podido presenciar en este mismo año lo ocurrido en Valparaíso, a consecuencia de la huelga de las gentes de mar, y poco antes en las faenas carboníferas de Lota, la más elemental prudencia aconseja abordar de lleno y por completo problemas sociales de tanta trascendencia, estudiando su índole y la tendencia perturbadora y subversiva de la propaganda que se ejercita en aquellos territorios”50.
Quince días después, el ministro del Interior Arturo Besa, casualmente propietario de establecimientos mineros amagados días antes por disturbios obreros, telegrafiaba al intendente de Antofagasta ordenando abrir un sumario criminal contra El Trabajo por “publicar artículos amenazantes [contra las] autoridades, procurando inspirar odio al gobierno y subvertir el orden público”. Casi al mismo tiempo, un oficial de ejército a cargo de un destacamento militar acantonado en Tocopilla denunciaba al periódico mancomunal ante el gobernador departamental por inducir a sus subordinados a la deserción y la sedición. En reiterados artículos, acusaba, se hacía aparecer “odiosa y ruin la vida militar”, comparando ese régimen y su disciplina “con la vida y la exactitud de la mula que acude al son del cencerro”. En otra parte se afirmaba que al cumplir la ley de servicio militar obligatorio, los trabajadores cometían un crimen contra sus propias familias, razón por la cual debían “abandonar ese infame servicio”. Tal vez esos llamados no lo hubiesen alarmado tanto, aclaraba, si no hubiese visto circular clandestinamente entre la tropa bajo su mando ejemplares de El Trabajo, dando lugar a “conversaciones o especies que pueden originar trascendencias o dar mal ejemplo a la subordinación y disciplina”. De hecho, ya se había producido al menos un caso de deserción, en la persona del excabo 1º del Regimiento Arica, Benjamín Rodríguez, quien había cultivado amistades “entre los mismos que escriben”51.
Impulsado por ese vendaval de denuncias, el 15 de enero de 1904 el promotor fiscal de Tocopilla encausó al directorio en pleno de la Mancomunal, y a Recabarren como director del periódico, por los delitos de subversión y amenazas, lo que derivó en veinte días de prisión para todos los acusados. Liberados por disposición de un ministro de la Corte de Apelaciones de Tacna, quien estimó (en un arranque intransigentemente liberal) que un delito de opinión no podía dar lugar a un juicio criminal, Recabarren retomó sus labores con mayores bríos: “Si hasta antes de mi prisión he guardado contemplaciones para las autoridades inescrupulosas y que dilapidan el tesoro público, desde hoy cumpliré con mi deber más estrictamente, a fin de que comprendan que los hombres que tenemos conciencia no sabemos vacilar ni doblegarnos ante la persecución tirana y brutal”. Mientras la libertad de prensa lo amparase, desafiaba, “mi pluma continuará destilando hiel porque soy un revolucionario que anhelo ver pronto una sociedad nueva, más humana, más justiciera que la actual”52.
Incansable, por esos mismos días participó (o tal vez promovió) una iniciativa de la Mancomunal de arrendar un terreno en plena pampa para levantar un local que, aparte de albergar las ya habituales actividades societarias (“teatro, salas de lectura, de diversión, diversas escuelas, salas de hospital, secretarías gremiales, y todo lo que constituya medios de progreso y de cultura para el trabajador alcanzados por el mismo trabajador”), permitiera instalar un almacén cooperativo donde los obreros de las salitreras pudiesen burlar el monopolio de las pulperías, adquiriendo mercaderías a precios más baratos. Este proyecto, que Recabarren auspiciaría posteriormente una y otra vez en las organizaciones en que le cupo actuar, se inspiraba seguramente en experiencias ya materializadas por el socialismo europeo a través de “Casas del Pueblo” que cumplían las mismas funciones recién enumeradas, de las que seguramente se había informado a través de sus lecturas. Lejos de apreciar las bondades de la iniciativa, el gobernador de Tocopilla, embarcado en una política de abierto hostigamiento a la Mancomunal, impidió la ocupación de los terrenos arrendados, pero a la postre las obras de construcción se iniciaron de todas formas. Para el 1º de mayo ya podía anunciarse triunfalmente la inauguración del local53.
Por esos mismos días se abrió un nuevo juicio en contra de la Mancomunal, esta vez por una demanda de liquidación de la sociedad iniciada por un antiguo socio, según Recabarren “vendido al oro de los burgueses”. El juez a cargo de la causa, el mismo que había ordenado la prisión del directorio tan solo semanas antes, dispuso ahora el embargo de la imprenta de El Trabajo, lo que dio lugar a un enfrentamiento entre la policía y un grupo de mancomunados que terminó con al menos tres heridos y varios detenidos, entre ellos nuevamente Recabarren. Liberado a los tres días bajo fianza, la lectura de unas cartas incautadas durante el allanamiento dio a las autoridades pretexto para someterlo a una nueva acusación criminal, esta vez por “propalar ideas que tienden al anarquismo en su forma más violenta”. En lenguaje más técnico, se le acusó por “subversión del orden público y amenazas”, y en referencia específica a los disturbios acontecidos en la defensa de El Trabajo, por “atentado a la autoridad”. A diferencia de las oportunidades anteriores, Recabarren ahora permanecería siete largos meses en prisión54.
Sustraído del fragor de la militancia cotidiana, el encarcelado periodista obrero consagró sus meses de forzado inmovilismo a reflexionar y escribir sobre diversos temas vinculados a la coyuntura política y social, tales como las proyecciones del movimiento mancomunal, la condición obrera, el significado del socialismo y la necesidad de unir a todos los trabajadores por encima de diferencias doctrinarias. Como su propio periódico había sido clausurado, estos escritos fueron difundidos a través de otros medios mancomunales u obreros de la zona, tales como El Marítimo de Antofagasta o La Voz del Obrero de Taltal. En el primero, por ejemplo, desarrolló un detenido diagnóstico sobre la medida represiva que lo afectaba, atribuyéndola a una campaña sistemática contra las Mancomunales que solo demostraba el temor que dichas organizaciones comenzaban a despertar entre las clases dirigentes.
“Día por día”, comentaba en referencia a la fundación de nuevas mancomunales a lo largo del país, “se organizan nuevos gremios, nuevas secciones, son reclutas que llegan a tomar las armas del derecho para la conquista de la justicia”. “Las clases proletarias”, proseguía, “no luchan hoy por utopías o por ideales imposibles, como pretenden sostenerlo los burgueses que en su egoísmo corrompido niegan al pobre la justicia que reclama”. Por el contrario, lo que inducía esa lucha eran objetivos tan concretos y naturales como más y mejor alimentación, habitaciones higiénicas y decentes, salarios suficientes para las necesidades del hogar, descanso suficiente “para no suicidarse paulatinamente”, educación, ciencia, luz,