Jonathan Maberry

Polvo y decadencia


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extraño. Benny y Nix intercambiaron una mirada. Ella levantó las cejas.

      —Suena como un toro —dijo.

      Benny arrugó el entrecejo.

      —¿Aquí, en el bosque?

      —Muchos animales viven en estado salvaje —dijo Tom—. Ésta era una zona granjera antes de la Primera Noche.

      El sonido se oyó nuevamente, más fuerte y resonante.

      —Un toro horrorosamente grande —confirmó Tom.

      Escucharon más crujidos de ramas, y cada vez el sonido se oía más intenso, más cercano.

      —¿No deberíamos, ehhh… correr? —sugirió Chong.

      —A mí me parece buen plan —dijo Benny.

      Lilah siseó para callarlos, y agregó:

      —Correr te convierte en una presa. Es mejor pelear de frente que ser cazado.

      Tom abrió la boca para decir algo, posiblemente contradecir su punto de vista, pero entonces se escuchó un fuerte ronquido y un gruñido a la par que algo gigantesco cruzaba el muro de arbustos y enredaderas. Las plantas trepadoras se quebraban como seda de araña cuando la bestia pasaba abriéndose camino para salir de la arboleda. Avanzó pesadamente hasta la mitad del sendero, a no más de diez metros de donde Benny, Nix y Chong estaban, y se detuvo, oteando el aire.

      Era una mole color gris pizarra con ojos negros, que se sostenía en cuatro patas cortas que terminaban en un pie de tres dedos, cada uno más grande que la cabeza de Benny. Inmenso, con un pecho y unos hombros colosales que no se acercaban a algo que Benny hubiera alguna vez visto. En libros, desde luego, pero él había creído que las criaturas como ésta pertenecían a una edad distinta del mundo.

      —¡Oh, Dios mío! —musitó Nix, pero de inmediato se cubrió la boca con una mano porque la criatura giró su enorme cabeza en pos de ella.

      Era con facilidad unas tres veces mayor que el toro más grande de Mountainside. Benny recordaba haber leído algo al respecto: el segundo mamífero terrestre más grande del mundo después del elefante. Tenía que medir cuatro metros de longitud y más de dos metros de altura hasta los hombros. Gruesos músculos se perfilaban en su cuello para sostener la larga cabeza que tenía un inmenso hocico del que sobresalían dos mortales cuernos, el más largo de los cuales era una estaca de setenta y cinco centímetros que hubiera podido atravesar limpiamente el cuerpo de Benny.

      La bestia colosal se mantuvo firme en su lugar, moviendo las orejas de forma independiente para captar cualquier sonido, las fosas nasales listas para recolectar los aromas de las cinco presas agazapadas en el camino.

      Benny lo miraba fijamente con los ojos y la boca muy abiertos.

      —¿Eso es un… un… un…? —intentó preguntar Nix.

      —Sí —confirmó Chong.

      La criatura giró su cabeza bruscamente hacia ellos.

      —Estoy soñando, ¿cierto? —preguntó Benny.

      —No es un sueño —susurró Lilah, pero incluso ella se mostraba inquieta.

      —Es un rinoceronte blanco —declaró Chong en voz un poco alta—. ¿Pero cómo?

      —¡Silencio! —advirtió Tom.

      Pero ya era demasiado tarde.

      De pronto el tremendo animal soltó un grave y húmedo ronquido y dio un paso desafiante hacia Chong. El enorme rinoceronte gruñó, un sonido profundo y cavernoso que estaba lleno de amenaza. Golpeó el suelo con la pata y resopló por la nariz.

      —Bien —comenzó Tom—: Corran.

      Durante un instante los chicos sólo lo miraron.

      —¡AHORA!

      El rinoceronte agachó sus terribles cuernos en dirección a ellos, tensó los gigantescos músculos de su espalda y sus cuartos traseros… y embistió.

      19

      —Vamos, ¡vamos…! ¡VAMOS! —gritó Tom mientras empujaba a Nix, Benny y Chong hacia el bosque—. ¡Entre los árboles!

      —¡Lo siento! —gritó Chong.

      —¡Calla y corre!

      La tierra tembló cuando las tres toneladas y media de furiosos músculos arremetieron contra ellos. A pesar de su tamaño, el animal era increíblemente veloz. Lilah le arrojó su lanza, pero la hoja solamente abrió un pequeño surco rojo en su hombro acorazado. Lo único que logró fue enfadar más al rinoceronte.

      —Oh —exclamó ella suavemente, y entonces también emprendió la huida.

      Tom permaneció una fracción de segundo más, apuntando con su pistola al negro ojo del rinoceronte. Entonces bajó su arma, la enfundó y corrió tan veloz como sus piernas se lo permitieron. Alcanzó a los chicos y les gritó que doblaran a la izquierda, de modo que corrieron en línea casi paralela al camino.

      El rinoceronte trató de girar bruscamente para interceptarlos, pero el ángulo era muy cerrado. Sus enormes patas derraparon en el barro reseco del camino. Luego, con un sonido atronador, se dirigió hacia el bosque. Los hombros del rinoceronte chocaron contra un par de pinos delgados, quebrándolos cerca de la base.

      —Usen los árboles —grito Tom—. Rodeen los más grandes.

      Nix iba al frente, y modificó el ángulo para dirigirse hacia un viejo y nudoso sicomoro. Se agachó detrás de él, entonces volvió y jaló a Benny y Chong para que se agazaparan tras ella.

      El rinoceronte los vio y embistió. Se desvió en el último segundo, así que en lugar de estrellarse de lleno contra el tronco, sus cuernos tallaron una profunda muesca en la corteza y sacudieron al viejo sicomoro desde las raíces hasta las hojas. El rinoceronte dio una vuelta y embistió nuevamente el árbol, y Benny levantó los brazos para proteger sus ojos de la lluvia de astillas que el impacto lanzó. El animal trató de perseguirlos alrededor del árbol, pero ellos eran más ágiles. Roncó y se alejó trotando, dio la vuelta y embistió nuevamente, y esta vez se escuchó un crack y el sicomoro cayó a un lado y golpeó contra la hierba con un gran estruendo de hojarasca.

      —¿Ahora qué hacemos? —susurró Chong con una voz ahogada. Benny le lanzó una mirada y vio que los ojos de su amigo estaban muy abiertos e inquietos por el miedo que muy pronto habría de dominarlo.

      La bestia se alejó galopando unos quince metros y entonces giró a la derecha en un cerrado círculo. Esta vez no atacó al árbol sino que se acomodó para rodearlo y embestir directo hacia Chong. El rinoceronte cargó contra ellos como un rayo.

      —¡HEY! —gritó Nix al tiempo que se levantaba y agitaba los brazos sobre su cabeza. Al instante el rinoceronte cambió el ángulo de su embestida y se dirigió directo hacia ella—. ¡Vamos! —le gritó a Benny, y después corrió alejándose del árbol caído.

      —¿Qué estás haciendo? —gritó Benny a su vez presa del pánico, pero tan pronto como lo dijo, entendió. Nix atravesó un claro de diez metros en dirección a una línea de robles macizos. No había manera de que el rinoceronte pudiera derribarlos.

      Benny giró para jalar a Chong hacia él y brincar el tronco para poder seguirla, pero su amigo ya no estaba. Al buscarlo con la mirada lo vio correr en dirección contraria a los robles, hacia un grupo de pinos.

      —¡No, Chong! ¡Allá no!

      El rinoceronte disminuyó su marcha y observó a Benny, a Nix y luego a Chong. La chica se ocultaba tras el tronco de un enorme roble. Benny estaba todavía parcialmente cubierto por el montón de raíces oscuras del sicomoro volcado. A Chong le faltaba todavía un buen trecho por delante, y la única protección con que contaba era la línea de pinos. Sus tupidas ramas podrían ocultarlo, pero los frágiles troncos no ofrecerían protección suficiente.

      El rinoceronte cargó en dirección a Chong.

      Benny