William Plata

Vida y muerte de un convento


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río Magdalena arriba, en dirección hacia el sur. El capellán de la expedición era un religioso de la Orden de Predicadores, Fr. Domingo de las Casas, pariente del célebre defensor de los indígenas. En agosto, las tropas diezmadas por las penalidades del viaje arribaron al actual altiplano cundiboyacense, lugar del reino de los muiscas. Luego de someter a los dos jefes muiscas más importantes, el zaque de Tunja y el zipa de Bogotá, Gonzalo Jiménez de Quesada procedió, el 6 de agosto de 1538, día de la fiesta de Santo Domingo, a fundar la ciudad de Santa Fe (o Santafé)78, la que será desde entonces la capital del Nuevo Reino de Granada.

      Por estas fechas se fundaron los primeros hospicios dominicanos (lugares de acogida temporal para religiosos doctrineros y que podían convertirse en conventos) en Vélez y Tocaima (1540). Estos dominicos y otros más que llegaron trabajaron en la evangelización de indígenas. Estuvieron sin residencia fija durante unos diez años hasta la fundación de los conventos de Santafé (1550) Tunja (1551) y Vélez (1553), cuyos establecimientos determinaron el inicio de una organización más estructurada de los dominicos en la Nueva Granada.

      La fundación de conventos

      En América, pese a la naturaleza eminentemente urbana del conventus de origen medieval (que no debe confundirse con monasterio), los dominicos y las otras órdenes mendicantes establecieron dos tipos de conventos: los rurales y los urbanos. Cada uno de ellos mantuvo particularidades y funcionalidades diferentes.

      La mayor parte de las fundaciones dominicanas en la época colonial fueron de este tipo. Al fin de cuentas, la evangelización de los indígenas era el fin inicial de la comunidad dominicana y la justificación de su presencia. Estos conventos también servían como hospicio temporal para los frailes doctrineros, que generalmente se componían de tres o cuatro individuos. Periódicamente ellos debían regresar a algún convento mayor del que dependían en el régimen interno de la orden. Económicamente, estos hospicios se sostenían de las rentas que proporcionaban las doctrinas, de modo que a medida que la población indígena desaparecía, las penurias económicas se acrecentaban.

      Por otra parte, fueron objeto de gran cantidad de donativos y legados de parte de la población mencionada, lo que provocó su enriquecimiento y estabilidad material. Los conventos más grandes e importantes de las provincias fueron siempre los de esta clase. En ambos tipos de conventos se dieron unas relaciones simbióticas con los distintos entornos y grupos humanos.

      La labor misionera y evangelizadora que debían desempeñar en principio los conventos neogranadinos hizo que se facilitara la vida extraclaustro de los frailes, al tener que desempeñar su trabajo en áreas bastante amplias. Esto provocó una particularidad en la organización dominicana: los frailes aparecen ‘afiliados’ mas no ‘asignados’ a sus conventos. Es decir, el religioso, desde su profesión, quedaba afiliado a un determinado convento, pero podía vivir fuera de este, en alguna doctrina, parroquia o en una misión que podía encontrarse a varios cientos de kilómetros de su convento de afiliación.

      La mayoría de los pequeños conventos adquirieron durante ciertas épocas (siglos XVI-XVII) la condición ‘prioral’, es decir, tuvieron el derecho a tener prior, pese a que no contaban con el número de frailes suficiente. La Corona española logró que el maestro general y los capítulos expidieran decretos para autorizar la existencia formal de conventos a casas con menos frailes de los indicados (entre ocho y diez). Algunos, pese a los privilegios, ni siquiera llegaron a poseer el número de seis frailes, que era lo mínimo para ser convento prioral. Nunca pasaron o vivieron la mayor parte de su existencia como vicarías, de tres o cuatro frailes. Por ello, estos conventos fueron conocidos popularmente bajo