concretas en las que siempre estamos. Estos actos tienen un carácter igualitario: me llevan a situar mi interés, mis bienes elementales y otros bienes en el mismo nivel que el de los demás. Desde el punto de vista de la actividad racional, no hay por qué poner mis intereses encima de los intereses de otros (es el origen de la regla de oro presente en muchas culturas: no quieras para los demás lo que no quieres para ti mismo). Tienen también un carácter interpersonal: trascienden el lenguaje, la cultura. No sólo nos impelen a dialogar, sino que incluso nos impelen a adoptar la perspectiva de aquellos que pertenecen a otra cultura, que no hablan nuestra lengua o que no tienen competencia lingüística (podemos compenetrarnos hasta con los animales y las plantas). Y finalmente, estos mismos actos poseen un carácter universalizador: me obligan a plantearme críticamente si mis actuaciones no atentan contra las actuaciones de los demás. Una persona con graves deficiencias mentales puede tener muy desarrollada la práctica de este tipo de actuaciones racionales sentientes prácticas, y a la inversa: quizás la mayor barbarie es sólo esperable de aquel que ha desarrollado muchísimo la razón sentiente teórica, manteniendo la razón sentiente práctica en un estado preinfantil.
Desde la perspectiva de una ética de la praxis, esto es, aquélla que parte del análisis de todos nuestros actos, podríamos decir que el criterio formal para saber si nuestras acciones son éticamente aceptables consiste en que puedan ser asumidas por cualquiera sin dañar a los demás. Es obvio que para justificar una actuación concreta tengo que comenzar por conocer las posibilidades que plantea cada situación y se requieren informaciones contextuales, científicas, económicas y de todo tipo. Pero una actuación será buena éticamente, será correcta, en la medida que, entre el elenco de posibilidades concretas, sea la que más se ajuste a las exigencias de los actos sentientes–racionales. Actuamos éticamente cuando somos capaces de transformar las relaciones de poder en las que siempre estamos, de modo que produzcan menos sufrimiento. La función de la reflexión ética no es moralizar, sino mostrar algunas posibilidades en la decisión y en la acción que transformen la relación de poder. Los actos de la razón sentiente práctica nos abren el espacio para el ejercicio de un contrapoder que nunca se desprende de las relaciones fácticas de poder, un impulso contrario a la sumisión y a la dominación. Y este impulso surge de nuestros actos racionales que nos llevan en ciertos casos a sacrificar nuestros intereses por los intereses de los demás, y hasta a compenetrarnos con los otros. El mal, obviamente, no está en que tengamos intereses o en que estos intereses sean malos, sino en que nuestras obligaciones éticas se sacrifiquen siempre y en todo lugar a nuestros intereses.
4. CASOS EXTREMOS
A veces se dice que en condiciones extremas desaparece este tipo de actos racionales, las actuaciones éticas; pero esto no es así ni en las condiciones más graves que ha conocido la humanidad. Los relatos de los sobrevivientes de los campos de concentración, tanto nazis como comunistas, nos hablan de actuaciones casi ejemplares: muchos reos ayudaron a otros mientras ponían en peligro su sobrevivencia. No es cierto que la vida en los campos obedecía la ley de la jungla. Evitar hacer el daño a otros todavía era posible. Los delatores eran mal considerados. “Los tenues hilos de la amistad”, afirma un preso, “estaban como sumergidos bajo la desnuda brutalidad del hiriente egoísmo, pero todo el campo estaba tejido por ellos”. (11) Etty Hillesum escribe en su campo: “¿Es justo robar para que no haya robos, matar para acabar con los asesinatos, hacer la guerra para acabar con la guerra? ¿Qué sentido tiene destruir al enemigo si haciendo esto nos convertimos en los horribles brutos que odiamos en ellos?”. (12) Y sigue algo impresionante: “La victoria no debe ganarse sobre el enemigo, sino sobre el odio propio. Si odias al enemigo como él te odia te conviertes en un bruto como él. Quien ve todo el mal en el otro y ninguno en sí mismo, ese está trágicamente condenado a imitar al enemigo. Quien se niega a ver la semejanza está condenado a reforzarla; quien la admite, la disminuye”. (13)
Aun en condiciones extremas los seres humanos podemos compenetrarnos, ayudarnos, distinguir entre el bien y el mal. La situación extrema de los campos totalitarios se asocia con la irrupción del mal en un grado jamás encontrado antes como una propiedad alemana o como una monstruosidad diabólica allende nuestras posibilidades mismas. Yo creo que no se alcanza a comprender este mal en términos de excepcionalidad o anormalidad. Había muy pocos seres monstruosos o sádicos entre los nazis o los comunistas. En su mayoría eran como todos nosotros. La opinión de casi todos los sobrevivientes fue que los guardianes eran personas que se limitaban a hacer lo que les habían ordenado, cumplir su tarea, y ganarse así su vida. El guardia dominante en los campos comunistas o nazis no era un fanático, era más bien un conformista, católico, protestante o de otra religión, listo para servir a algún poder e interesado en el bienestar personal de él y de su familia, más que en el de los otros. Estoy convencido de que no existe un solo pueblo que no esté a salvo del desastre moral colectivo, de esclavizar a los vecinos hasta llegar a los imperios. Es un engaño pensar que otros pueblos y otras personas no pueden vivir una experiencia análoga. Jorge Semprún, después de pasar por los campos nazis, reconoce a uno de sus guardianes cada vez que se encuentra con alguien, con un alumno o compañero que le dice: “Si fuera necesario que yo tuviera opiniones personales no acabaría nunca. Me limito a ejecutar las órdenes de la administración”. (14) Es lo que llamo actuación irracional, la parálisis de la razón práctica; no cuestionar nuestras actuaciones o las de nuestro grupo. Los campos, tanto comunistas como nacionalsocialistas, son la máxima expresión del totalitarismo, el acontecimiento mayor del siglo XX: una forma de poder político extremo basado en el terror, que constriñe a los individuos a actuar en el sentido que aquél desea, ejerciendo todo tipo de presiones sociales y violencias físicas.
Desde una perspectiva ética, los totalitarismos son la anulación de la actividad racional práctica; la consagración de la irracionalidad, de lo que se ha llamado razón burocrática. Son la oposición extrema a las pretensiones de la razón sentiente: frente a las pretensiones igualitarias dividen a la humanidad en dos partes: nuestro país y los otros; frente a las pretensiones interpersonales pretenden un control total sobre los individuos; y frente a las pretensiones universalizadoras, el Estado se convierte en el detentador de los fines últimos, y el individuo no puede considerarse un representante, entre otros, de la humanidad. Pese a todo lo anterior, los totalitarismos no consiguen anular la posibilidad de una actuación ética. En los relatos de los campos se ve siempre que, aun en las condiciones más extremas, hay la posibilidad de actuar éticamente. En Irak, en los Gulags, en Ruanda, en el Chile de Pinochet y en la Argentina de Videla... en todos los infiernos de la humanidad es posible encontrar actuaciones éticas, una fuerza de la razón totalmente impotente ante la razón de la fuerza, pero que una y otra vez se levanta con terquedad de niño.
Sin embargo, por más que podamos actuar éticamente en los peores infiernos hay que decir que siempre estamos viviendo en relaciones de poder, y que una actuación generosa puede fácilmente degenerar en actuaciones de dominio. No por haber sido víctimas somos incapaces de victimizar a otros. No hace falta ser muy sagaz para señalar las semejanzas inquietantes entre lo que sufrió el pueblo judío y lo que una parte de este pueblo ha realizado con los palestinos. Lo mismo podríamos decir de los cristianos, los musulmanes y los ateos. Regímenes ateos en el siglo XX (nacionalsocialistas y comunistas) que pretendían liberarse de la religión provocaron matanzas y sufrimientos inauditos. Y cuando a partir de la simbólica fecha de la caída del Muro de Berlín se pregonó que por fin nos librábamos de toda creencia y, por tanto, de los males más radicales que el hombre puede infligir a los demás, pronto nos dimos cuenta de que lo echado por la puerta entraba por la ventana en formas muy diversas: neobudismo, terapias light, consumo desenfrenado, superficialidad, exclusión y empobrecimiento de las grandes mayorías y de importantes capas de la población, incluso en los países más ricos. Y es que las relaciones humanas siempre se construyen alrededor de relaciones de poder.
Por el mero hecho de compartir la existencia, cada uno es limitado y parcialmente paralizado. Nadie es totalmente responsable por la comunidad de pequeñas y grandes opresiones, pero cada uno las comparte a su modo. Nadie es totalmente inocente. Todos podemos ser a la vez dominantes y dominados, víctimas y victimarios. El profesor que habla contra el poder puede ejercerlo de manera brutal en sus clases y el militante revolucionario puede ser un dictador en su familia. En general,