Jordi Corominas

Ética, hermenéutica y política


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habría vida humana ni nos haría falta el recurso a la ética para orientarnos. Lo que sucede es que la acción humana, en su gran apertura y plasticidad, necesita ser pautada, adiestrada y estructurada. Es tan grande esta plasticidad de la acción humana, que incluso aquellos que se incrustan en la acción puede que no sean agentes de la misma especie, esto es, realidades humanas. Es el caso de los niños lobo. (6) Para que una acción sea humana necesitamos que se incruste en ella la humanidad, y para que sea simplemente viable necesitamos que al menos alguna especie, sea de lobos, cebras, vicuñas u otra, ejerza en ella un poder, un constreñimiento. Gehlen diría que esto es así porque el animal humano es un ser deficiente y porque sus instintos y fuerzas naturales son demasiado débiles. (7) Puede que otros den explicaciones distintas. Lo que me importa resaltar es que permanecer constreñido socialmente, no tener elección, no es lo mismo que no tener poder. Aunque el esclavo quiera ser efectivamente esclavo, aunque no pueda dejar de ejercer una determinada conducta o que no tenga escapatoria ante el hambre, esto no es equivalente a estar empujados por procesos mecánicos o biológicos. La acción humana envuelve siempre una capacidad de transformación. Más aún, podemos decir que la acción de un determinado agente es humana en la medida que lo actuado pudo ser diferente. Precisamente por su apertura y por la imprevisibilidad de sus futuras actuaciones, la acción es el lugar de engarce de todos los poderes: el social, el político, el económico y el personal e individual. Sin el ejercicio de algún tipo de poder sobre la acción no hay acción humana posible. De hecho, la mayor fracción de la partida moral se juega, no tanto en los contenidos de las enseñanzas de nuestros progenitores o formadores, sino en los hábitos que introducen en nosotros.

      Las posibilidades son justamente el poder o los poderes que vamos haciendo en la historia para evitar el vértigo. Como el vacío que nos atrae y nos obliga a sujetarnos de una baranda, el poder de este ámbito originario de alteridades hace necesaria la incrustación de los otros en mi acción: los demás pautan mi acción, mis deseos, mis emociones y mis percepciones, y delimitan las cosas a las que accedo. Y con todo el poder que los demás, social e históricamente ejercen sobre mis acciones, en la medida que ejerza una razón sentiente, consigo también un cierto poder personal e individual: voy haciendo mi vida con aquello que los otros han hecho conmigo y con las posibilidades reales que tengo. No sólo soy actor y agente, sino también autor y creador de posibilidades. Por eso hay siempre sorpresas y no todos pensamos y actuamos como cabría esperar que deberíamos pensar y actuar teniendo en cuenta lo que nos han hecho y nuestras posibilidades. En definitiva, el poder de la alteridad es el poder radical. Toda acción humana, por su constitutiva apertura, recibe la intervención de otros agentes sociales, quienes ejercen un poder sobre la propia acción. Este poder fija, lastra la acción y la asimila a otras, hasta constituir diversas formas de vida o actuaciones sociales. Las diversas formas de vida son la expresión del poder social, que podemos declinar de muchos modos: podemos hablar de poder económico cuando los individuos (agentes, actores y autores) delimitan las cosas a las que acceden otros; de poder histórico, en el sentido más amplio de la expresión, cuando nos apropiamos de unas determinadas posibilidades rechazando otras, y de poder político, cuando la acción es fijada institucionalmente (como en familias y colegios).

      2. DEFINICIÓN RADICAL DE ÉTICA

      3. ACTUACIONES ÉTICAS

      Mediante sus actos sentientes–racionales prácticos, el hombre, todo hombre, tiene un poder personal. Ciertamente, podemos negarnos a trascender nuestras actuaciones. Lo hacemos muy a menudo. La represión a mi modo de ver no actúa sólo contra los “bajos instintos”, sino también contra los impulsos críticos con uno mismo o empáticos con los demás. El ser humano puede actuar más o menos irracionalmente o puede trascender sus actuaciones, las relaciones de dominio en las que siempre está, y preguntarse si su forma de vida es correcta, buena, mejorable, si puede vivir con menos sufrimiento o provocarlo menos, etcétera.

      A lo largo de la historia se ha buscado justificar o fundamentar una determinada moral concreta apelando a la naturaleza humana o cósmica: el comportamiento inmoral sería un pecado contra natura. Así, en determinados textos del islam aparece el celibato como algo contra natura, al igual que lo son en la cultura judeocristiana las relaciones homosexuales. La idea de lo que consideramos “natural” varía mucho de una cultura a otra, hasta el punto de preguntarse si hay algo en el hombre que sea meramente “natural”. También se ha buscado recurso en los dioses y en las leyes divinas, pero éstas no varían menos que la idea de naturaleza. La modernidad ha buscado apoyo en unas leyes de la historia y, en tiempos más recientes, la etología y la biología sugieren haber encontrado la panacea en unas leyes cuasi genéticas. El problema de todas estas construcciones es que dependen de una cultura, de una determinada visión del mundo o concepción del hombre y que, por tanto, su universalidad se resiente. Sin embargo, creo que se puede fundamentar la ética de una manera mucho menos constructiva, esto es, sin recurrir a instancias que trascienden nuestros actos.

      En la descripción de nuestros actos encontramos un tipo de actos, los actos racionales–sentientes prácticos, que poseen un carácter obligatorio y exigitivo. Claro está que este tipo de actos, que trascienden nuestras actuaciones y que nos dan un cierto poder