la imagen del “viajero borbónico”; 2) las novelas que Emilio Salgari ubica en la península de Yucatán y en la bahía de Honduras tituladas La reina de los caribes (1901) y La capitana del Yucatán (1899), en donde la mirada literaria y el viaje imaginado se vuelven predominantes para la configuración de la región; y 3) las implicaciones diplomáticas del Tratado Spencer-Mariscal, del 8 de julio de 1893, con especial énfasis en los elementos que llevaron a la delimitación y al trazado de la frontera internacional entre México y Belice, en donde a través de la cartografía y la diplomacia se fijó y oficializó el paisaje. Este recorrido tiene como objetivo dar un panorama amplio de las diversas visiones que han contribuido a lo largo de dos siglos a la configuración de la península yucateca y de Belice, entendidos estos como territorios de frontera con miras hacia al Caribe y Centroamérica.
Precisiones metodológicas
Antes de entrar de lleno al análisis correspondiente a este texto vale la pena hacer algunas aclaraciones conceptuales y metodológicas. En ese sentido, es pertinente decir que no existe un método interdisciplinario como tal: este se construye de acuerdo a la naturaleza de las fuentes y debe reconocer las diversas metodologías de las variadas ciencias de las que emana. En este caso, el enfoque metodológico interdisciplinario, del que parto, es el de la historia efectual, vista en los términos de la hermenéutica filosófica, que acuña H. G. Gadamer en Verdad y Método (1992). En consecuencia, mi interpretación de las fuentes primarias que aquí se presentan se enfoca en la narración de los hechos del pasado y en el efecto visible que estos han creado en el presente, dejando de lado la contrastación objetiva de la evidencia material para centrarme en las visiones de mundo que heredamos del pasado, entendidas estas como las creencias, ideas y explicaciones que tiene una sociedad sobre los distintos aspectos de su realidad concreta, a través de mediaciones simbólicas del sentido (Ortiz-Osés, 1995).
La mirada oficial: los viajeros borbónicos
Si el siglo XVII fue el de la defensa desesperada del Imperio, el siglo XVIII fue el tiempo de las guerras de la España ilustrada (Losada Malvárez, 2015). En él, España fue el escenario que enmarcó el teatro de guerra colonial que hizo del Caribe continental su más preciado botín. Después de ganarle a Francia en la Guerra de los Nueve Años (1688-1697), España se asomó a la modernidad que seguiría la Europa ilustrada; sin embargo, venía de un colapso general que había sido heredado por Carlos II, lo cual la dejaba prácticamente arruinada (Losada Malvárez, 2015). Durante esta época, un periodo de guerras constantes mermó significativamente el territorio español en Europa frente a Francia e Inglaterra, que ya se habían establecido como potencias comerciales en el siglo XVII. Dentro de esta vorágine de eventos vemos ascender al trono español a Felipe de Borbón (Felipe V), quien fusionaría el poder de Francia y España frente a sus enemigos e inauguraría, al terminar la Guerra de Sucesión (1701-1715), una era de reformas, producto del absolutismo borbónico, que cambiarían totalmente la forma en que se llevaba a cabo la administración colonial, dándole a esta criterios de eficacia y modernidad (Losada Malvárez, 2015).
Las políticas borbónicas, impulsadas por Carlos III12, empezaron su total aplicación en los límites americanos durante la segunda mitad del siglo XVIII. Su implementación tenía un doble objetivo: 1) recuperar el control en los territorios pertenecientes a la Corona española, que se encontraban invadidos o en uso corriente por extranjeros, y 2) acabar con los diferentes procesos que complicaban las relaciones “armónicas” entre españoles e indios “insumisos”, los cuales, aún tras varios siglos de colonización, se agrupaban en franjas o cinturones independientes de comercio y circulación de mercancías que no eran tributabas —o solo lo eran parcialmente— a las arcas de la Real Hacienda española (Calderón Quijano, 1944; Vázquez, 1992).
Tras el reformismo absolutista borbónico, y por iniciativa de Carlos III, se promulgaron en 1786 las Ordenanzas de Intendencias de la Nueva España; en ellas, se estipulaba que los territorios virreinales se dividirían en intendencias y subdelegaciones que tenían como objetivo principal limitar el poder de las figuras de autoridad locales y centralizar más el Gobierno. Por su parte, con estas nuevas disposiciones, el gobernador y capitán general de Yucatán adquirió el título de intendente de la Real Hacienda, lo cual le confirió autoridad fiscal sobre Yucatán, Campeche y Tabasco (Pinet Plasencia, 1998); sin embargo, era bien sabido que la Gobernación y Capitanía General de Yucatán tuvo una administración significativamente más autónoma que el resto de la Nueva España, pues aunque la figura del gobernador estaba subordinada a la Audiencia y al Virrey, el de Yucatán trataba directamente con la Corona. Dicha autonomía se justificaba por el aislamiento geográfico de la zona y por la dificultad en las comunicaciones con la capital del virreinato (Pinet Plasencia, 1998).
Para España, para Inglaterra y para la misma América, el siglo XVIII fue el momento impostergable de la redefinición geográfica a nivel jurídico. La transición entre la política abiertamente bélica de la primera mitad del siglo, correspondiente a los reinados de Fernando V y Fernando VI, y la clara postura diplomática de negociación que se observa en la segunda mitad, correspondiente a los reinados de Carlos III y Carlos IV, permitió una clara oficialización de la presencia inglesa en varios puertos de abrigo a lo largo de la costa oriental de Yucatán y la bahía de Honduras, que se amparaba en lo estipulado en el Tratado de Paz de Madrid de 1670. Sin embargo, esta política, significativamente más laxa, no solo supuso el otorgar permiso a los ingleses para recorrer aguas españolas y explotar el palo de tinte en la zona sin ser molestados, sino que también permitió el establecimiento de nuevas colonias de taladores ingleses que, por consecuencia, originaron nuevas formas de asentamiento y colonización que no fueron autorizadas, en periodos anteriores, porque se creía atentaban contra la soberanía española en estos territorios vulnerables por su liminalidad.
Figura 1. A Map of Part of Yucatan Part of the Eastern Shore within the Bay of Honduras Allotted to Gt. Britain for the Cutting of Logwood in Consequence of the Convention Signed 14 July 1786. By a Bay-Man
Fuente: Faden (1787).
España, preocupada aún por la centralización de su economía en los metales (oro y plata), por mantener su preponderancia comercial en América y por la caída de sus posesiones en manos francesas e inglesas en Europa, no se preocupó tempranamente por llevar a cabo una cartografía precisa de las zonas despobladas en los confines de América hasta que su hegemonía se vio amenazada por el expansionismo inglés en la zona. Pocos son los mapas de manufactura hispánica que vemos emerger durante los siglos XVI y XVII; sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII vemos crecer exponencialmente la cartografía española del área, la cual buscaba ilustrar los acuerdos estipulados, principalmente en el Tratado de Paz de 1783 y en la posterior Convención de 1786 (Antochiw & Breton, 1992; Calderón Quijano, 1978, 1989; Hoffmann, 2014).
Para el caso específico del territorio del Walis, el Tratado de Paz de Versalles de 1783 y la posterior Convención de Londres de 1786, mejor conocida como Convención anglo-hispana, resultaron de carácter definitivo, pues esta última renegoció el artículo VI del tratado anterior, en el que por fin se estableció claramente la situación geopolítica del golfo de Honduras. Tras este acuerdo, se otorgaban y ampliaban una serie de concesiones forestales mediante una sesión-adquisición de derechos territoriales, la cual no reconocía la existencia de una colonia británica en la zona, pero sí autorizaba al Estado colonial británico la ocupación y la utilización de este territorio que se suponía bajo soberanía española.
En la Convención de 1786 se especificaba que los asentamientos ingleses que se ubicaban en la parte oriental de Yucatán, hoy Quintana Roo y el distrito de Corozal en Belice, debían ser visitados dos veces por año para ser reglamentados según las indicaciones dadas por la ya mencionada convención. Para tales efectos, se seleccionó una serie de comisionados españoles que tuvieron la encomienda de realizar dichas visitas en los términos y las condiciones que declaraban los acuerdos firmados por las dos colonias; junto a ellos, un comisionado británico debía ser designado