régimen de la Regeneración comenzó a debilitarlas mediante la modificación de su sentido festivo con las llamadas “40 horas de oración” y con la construcción de nuevos centros de peregrinación, que, como en el caso del templo de Nuestra Señora de Lourdes, permitieron reorientar las peregrinaciones hacia esos lugares en detrimento del santuario de La Peña (González 2005, 99).
Aschner (2006) coincide con González al identificar el declive de las carnestolendas de La Peña con los intentos de la Iglesia católica de cooptar la festividad y modificar su carácter hacia la solemnidad y el recato espiritual (Aschner 2006, 37). Pero a esto agrega la idea de un proyecto civilizatorio de las élites —expresado en el refinamiento de sus costumbres— dirigido a los sectores populares y a partir del cual todas las actividades, como las corridas de toros o las mismas carnestolendas, que fueran identificadas con la idea de desorden debían ser normalizadas (Aschner 2006, 41). La autora dice que dentro de dicho proceso de refinamiento —que hizo que las élites se distanciaran de las carnestolendas— se desarrolló un gusto burgués por los espectáculos públicos que, imitados de Europa, llegaban a la ciudad en los comienzos del siglo XX (Aschner 2006, 58).
Un texto adicional que se incluye acá —aunque no directamente relacionado con las fiestas— es el de Victoria Peralta (1995) sobre el placer de la clase alta bogotana en el siglo XIX. Para esta autora tanto el ritmo diario, marcado por las horas de trabajo, de la comida y de los oficios religiosos, como el ritmo semanal, definido por los días de mercado, se rompían anualmente con la celebración de las fiestas patrias y religiosas, momento en el cual la clase alta podía entregarse sin censura al placer dionisiaco (Peralta 1995, 49). Este desfogue de pasiones durante las festividades era el producto de la combinación entre la amplia disponibilidad de tiempo libre que tenían dichas clases —lo que las empujaba hacia el ocio y la pereza— y la imposibilidad de usar este tiempo exhaustivamente debido al ritmo pasivo de las actividades diarias en la ciudad (Peralta 1995, 41).
De las investigaciones anteriores sobre fiesta se resalta entonces la articulación entre diversión y representaciones del orden social y político, tanto en su capacidad integradora de los antagonismos por medio del juego o de las jerarquías sociales dentro de una unidad simbólica —por ejemplo, en el Corpus Christi— como en su propensión a tensionar las relaciones sociales o de favorecer los procesos de legitimación y cuestionamiento de regímenes particulares. Ejemplos de estas dos últimas situaciones son el episodio sobre corridas de gallos en 1892 y la permanencia de las corridas de toros en las celebraciones civiles una vez termina la Colonia e inicia el periodo republicano, así como su ausencia en las fiestas creadas por la Regeneración en la disputa con la fiesta liberal de la Independencia.
También es importante la relación entre diversión y exceso festivo (transgresión) en la cual se formaron los significados de desorden, ociosidad y barbarie como parte de procesos de construcción de alteridad y de políticas de control poblacional, aquellos potenciados por la Iglesia católica durante los años iniciales de la Conquista y la Colonia, y estas últimas desarrolladas por las autoridades borbónicas en el siglo XVIII. Del conjunto de textos evaluados sobre fiesta en Colombia se puede decir que hay una mayor concentración en el periodo de la Colonia y en las fiestas de carácter religioso, por lo que la reflexión sobre las diversiones se observa más en estos últimos textos que en aquellas investigaciones centradas en las fiestas civiles —especialmente en las que se interesan por la fiesta patria republicana—. Un último aspecto está relacionado con la ausencia de análisis que planteen la conexión entre las formas de diversión de la Colonia y las nuevas formas que emergen a partir de mediados del siglo XIX, pues, salvo el texto de Camila Aschner (2006), ninguno de los trabajos plantea la cuestión de posibles continuidades o rupturas entre ambos tipos de divertimentos.
Con relación a los espacios de las diversiones —el tercer aspecto derivado de los estudios de la vida cotidiana— se pueden citar los textos de Mario Jursich y Alfredo Barón (2016), Germán Mejía (2011), Camilo Monje (2011), Pablo Páramo y Mónica Cuervo (2006), Sebastián Quiroga (2018), Gina Zanella (2003) y de esta última autora con Isabel López (2008). Estos investigadores plantean que la aparición de lugares como clubes sociales, cafés y escenarios de espectáculos públicos forman parte del tránsito hacia una “ciudad burguesa” que experimentó Bogotá a finales del siglo XIX, pero especialmente de los cambios culturales en la clase alta de la ciudad expresados en la modificación del gusto y la adopción de prácticas imitadas de Europa.
Germán Mejía (2011), por ejemplo, ve en los espacios de esparcimiento que aparecen en las últimas décadas del siglo XIX en Bogotá —como el circo de toros, el hipódromo de La Gran Sabana, los cafés, los restaurantes y los teatros— uno de los factores que permitió la formación de un ámbito íntimo, más allá de lo privado, en una clase social que paradójicamente desarrollaba gustos burgueses y prácticas que exhibía como forma de manifestar su estatus ante las demás clases sociales (Mejía 2011, 33). Se trataba entonces de satisfacer dichos gustos al mismo tiempo que se protegía la intimidad, pues aquellos lugares permitían un aislamiento relativo respecto a otros sectores de la población gracias al cerramiento que implicaban y al costo de las entradas para los eventos que se realizaban allí (Mejía 2001, 37).
Este autor comenta también la aparición de los clubes sociales y de qué manera coadyuvaron en la formación de la opinión pública bogotana al servir de ámbito para el desarrollo de debates literarios y políticos (Mejía 2011, 25). Acerca de estos últimos, Camilo Monje (2011) muestra que las tertulias literarias, que se habían desarrollado hasta fines del siglo XIX dentro de las casas de sus promotores, se volvieron semipúblicas desde comienzos del XX con la aparición de los cafés, lugares de encuentro que, al contrario de los clubes sociales —que poseían un carácter más exclusivo y limitado—, expresaban dicha transición de lo privado a lo público (Monje 2011, 69-80).3
Sobre los cafés en Bogotá, Mario Jursich y Alfredo Barón (2016) han planteado que su desarrollo en la ciudad fue incipiente entre 1866 y 1912 en comparación con otras ciudades latinoamericanas, como Buenos Aires, de donde se tienen noticias sobre la existencia del primer café a finales del siglo XVIII. En un sentido similar al de Camilo Monje, los autores plantean que los cafés bogotanos fueron lugares de recepción de individuos —catalogados como “burgueses”— que añoraban las viejas tertulias realizadas en sus casas privadas, pero también fueron una especie de “repúblicas democráticas” que, a diferencia de los clubes sociales, permitieron la congregación de personas sin ninguna membresía social y cuyo objetivo consistía en reunirse en dichos lugares para hablar de cualquier tema sin tapujos (Jursich y Barón 2016, 19). Al ser espacios abiertos a un público amplio, dicen los autores, durante su apogeo en el XX los cafés fueron identificados como la antítesis de las chicherías, “al proporcionar una alternativa no alcohólica a los obreros, artesanos, campesinos o gente del común” (Jursich y Barón 2016, 18).
Gina Zanella (2003), por su parte, define los cafés, clubes sociales, hoteles, salones de baile y restaurantes que tuvieron auge a comienzos del siglo XX como espacios públicos de sociabilidad burguesa, es decir, “aquellos en los cuales los hombres se reúnen por afinidad ideológica y no para efectuar prácticas de culto o actividades ligadas a la iglesia” (Zanella 2003, 8). Estos lugares emergieron como parte de los procesos de modernización en Bogotá y representaron un nuevo estilo de vida adoptado por la clase alta de la ciudad a imitación de los gustos burgueses europeos (Zanella y López 2008).
En su estudio sobre la transformación del consumo de bebidas alcohólicas en Bogotá a finales del siglo XIX y comienzos del XX, Sebastián Quiroga (2018) ofrece una reflexión que matiza la interpretación del “ethos burgués” como núcleo de la constitución de los cafés en Bogotá. El autor sostiene que cafés y tabernas fueron lugares alternos a las chicherías como resultado de un cambio en los patrones de consumo de alcohol, que operó tanto entre las élites como en los sectores populares.
Este cambio se manifestó en la circulación de nuevos significados en torno a las bebidas alcohólicas transmitidos por medio de mecanismos como las regulaciones legales, la pedagogía moral y las estrategias publicitarias (Quiroga 2018, 145), significados que en el caso de las élites implicaron
tener otro tipo de experiencias mediante la creación