Jorge Humberto Ruiz Patiño

Las desesperantes horas de ocio


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político y religioso.

      Dentro del segundo grupo se encuentran los trabajos de Camila Aschner (2006), Susana Friedmann (1982), Marcos González (2005), Orián Jiménez (2007), Pablo Rodríguez (2002), Max Hering (2015), Héctor Lara (2015), Victoria Peralta (1995), Julián Vargas (1990) y Bernardo Tovar (2009). Con la inclusión de estos trabajos en este conjunto no se quiere desconocer la variedad de consideraciones analíticas sobre la fiesta que ellos contienen, sino simplemente indicar que allí se encuentran de forma más detallada que en los trabajos ubicados en el conjunto anterior aspectos relacionados con las diversiones. En estas investigaciones se observarán los dos elementos que se han considerado de relevancia respecto a las diversiones: la fiesta como integración de las clases sociales o como medio de expresión de los antagonismos y la fiesta como exceso y desorden.

      Al resaltar las características populares del Corpus Christi por encima de sus actos centrales, Susana Friedmann (1982) le asigna un lugar importante a bailes como la contradanza y a los que, según ella, siendo de tradición indígena fueron incorporados a la fiesta un vez se depuraron de “todo acto que incitara al desorden o a la violencia” (Friedmann 1982, 61). También hace una pequeña mención a los juegos de caballería conocidos como “correr cañas” y a las corridas de toros, prácticas que considera “elementos esenciales y comunes a toda celebración popular” (Friedmann 1982, 66). Por otra parte, Julián Vargas (1990) describe las corridas de toros y de gallos realizadas durante la celebración de festividades religiosas y civiles (figura 1). También comenta los bailes de máscaras que tenían lugar en el Teatro El Coliseo en Bogotá durante el siglo XVIII y el desbordamiento de la conducta de la población cuando tenían ocasión la carnestolendas en la ciudad, fiesta a la cual se agregaban las riñas de gallos (figura 2),2 el consumo de chicha y los juegos de azar, que fueron objeto de constantes prohibiciones durante toda la Colonia.

       FIGURA 1. Apuestas del día de San Juan, Ramón Torres Méndez

      Fuente: Colección de Arte del Banco de la República, AP 1327.

       FIGURA 2. Galleros. Ramón Torres Méndez

      Fuente: Colección de Arte del Banco de la República, AP 1331.

      Con relación a las corridas de toros, Pablo Rodríguez (2002) comenta que durante la Colonia estos eventos tenían lugar con ocasión de festividades religiosas como el Corpus Christi, el San Juan y San Pedro, así como en las celebraciones de tipo civil como el recibimiento de los virreyes y las juras de los reyes. Indica, igualmente, que fueron prohibidas durante un breve tiempo por Carlos III, al considerarlas una actividad bárbara, y que, posteriormente, con la Independencia, fueron incorporadas a la celebración patria (Rodríguez 2002, 118). Para este autor, las corridas de toros fueron “una fiesta integradora de los distintos estamentos de la sociedad y el escenario ideal para la demostración de estatus de cada uno” (Rodríguez 2002, 120).

      En su estudio sobre las fiestas de San Juan, Bernardo Tovar (2009) anota que las diversiones que tenían lugar en Bogotá durante dicha festividad en tiempos de la Colonia —como corridas de toros, carreras de caballos, juegos de gallos, uso de máscaras, consumo de licor y los bailes llamados chirriaderas— fueron objeto de constantes controles y prohibiciones por parte de las autoridades coloniales, porque según ellas alejaban a la población —tanto española como indígena— del cumplimiento de los oficios religiosos y generaban constantes desordenes en la ciudad. Por estas razones, dice el autor, en 1647 se prohibieron infructuosamente las cabalgatas nocturnas y el uso de máscaras en la celebración del San Juan en Bogotá, actitud restrictiva que el virrey Solís retomó en 1775 al prohibir las carreras de caballos y las corridas de toros (Tovar 2009, 213). Durante este periodo, también fueron prohibidas las corridas de gallos y los altares erigidos en las casas a san Juan Bautista, en torno de los cuales se realizaban las chirriaderas (Tovar 2009, 215).

      Todas estas regulaciones, dice Tovar, tuvieron en su trasfondo “el esfuerzo de la iglesia por controlar y domesticar el goce festivo de la población”, esfuerzo que “ponía de manifiesto al mismo tiempo la tensión entre el imperativo de los preceptos religiosos y el llamado pulsional de las diversiones inmediatas y corporales” (Tovar 2009, 206). A partir de esta perspectiva del goce festivo el autor sostiene que los juegos en torno a los gallos y los toros relajaban, mediante la comunión implícita en el elemento sacrificial inscrito en la relación con el animal, la tensión producida por la agresividad y el antagonismo social. El exceso del goce festivo, entonces, tenía la función de evidenciar los antagonismos sociales, al igual que producía vínculos sociales integrativos por medio de los juegos, la comunión y el sacrificio (Tovar 2009, 550).

      A propósito de corridas y juegos de gallos, vale mencionar el texto de Max Hering (2015) sobre un episodio sucedido en 1892 con ocasión de la celebración de la fiesta de San Pedro, durante la cual un juego de gallos realizado en la zona bogotana de Chapinero terminó en desorden y enfrentamientos entre la Policía Nacional y los asistentes a dicho evento. Este episodio —comentado también por Bernardo Tovar para indicar el significado de barbarie que poseía dicha diversión— se suscitó por una diferencia de criterios entre la Policía Nacional y el inspector del barrio, pues mientras aquella había prohibido las corridas, este último había dejado abierta la posibilidad de su realización. Esta situación, finalmente, derivó en una disputa por el ejercicio legítimo de la autoridad entre las dos instancias reguladoras.

      Aunque el texto de este autor no trata directamente sobre la festividad, se incluye en este balance porque proporciona un ejemplo de los conflictos ocasionados con ocasión de las diversiones en tiempo de fiesta. En este sentido, Hering argumenta que por medio del episodio se pueden observar dos tipos de conflicto: uno relacionado con la fractura del poder que se expresa en las diferentes directrices proporcionadas por la Policía Nacional y por la Alcaldía de Bogotá a través del inspector de Chapinero, y otro que se manifiesta en la protesta social contra la prohibición de las corridas de gallos, esto es, contra el control del goce de la diversión (Hering 2015, 249).

      Los juegos de azar son un capítulo especial respecto a la fiesta colombiana. Orián Jiménez (2007), en su trabajo sobre las fiestas de La Candelaria celebradas en Antioquia durante el siglo XVIII, opina que esta forma de diversión, al igual que las corridas de toros, permitía que las jerarquías sociales se difuminaran gracias a la interacción de las diferentes castas sociales en medio del desborde pasional que se suscitaba (Jiménez 2007, 84). Esta última situación y la imagen de ociosidad con que eran evaluadas dichas diversiones llamaron la atención de las autoridades borbónicas, quienes hicieron más estrictas las regulaciones que desde siglos anteriores ya existían sobre el juego (Jiménez 2007, 93). La preocupación por los juegos de azar fue uno de los ejes centrales de la política borbónica, que según Héctor Lara (2015) buscaba el establecimiento de un horario de trabajo contrapuesto “al horario de ocio y de las diversiones” (Lara 2015, 254). Sin embargo, dice este autor, a pesar del mayor control sobre ellas durante el siglo XVIII, está práctica se mantuvo en todas las clases sociales debido a la oscilación constante entre penas y prohibiciones, y a la permisividad de los funcionarios encargados de velar por el cumplimiento de las normas.

      Tal vez el mejor ejemplo del exceso festivo sea la celebración de las carnestolendas. Sobre estas fiestas, en las que se juntaban casi todas las diversiones (juegos de azar, bailes, consumo de chicha, juegos de gallos y corridas de toros), Marcos González (2005) y Camila Aschner (2006) han hecho aportes valiosos para la comprensión de su derrotero histórico desde sus momentos de mayor intensidad hasta su desaparición en Bogotá a comienzos del siglo XX. González afirma que estas fiestas, celebradas en el santuario de La Peña, no formaron parte de