Jorge Humberto Ruiz Patiño

Las desesperantes horas de ocio


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calendario festivo heredado de la Colonia, sofisticado instrumento que regulaba la actividad social con la definición de los días de descanso y trabajo, y que marcaba el ritmo de la ciudad —en cuanto a la emotividad social— con la distribución del año en periodos disruptivos y no disruptivos de la cotidianidad, se amplió con la incorporación de la celebración de la Independencia. Esta inserción adicional implicó que se formara una tensión en la definición de las fronteras relacionadas con las categorías de pasado, presente y futuro, pues todo acontecimiento consignado en un calendario, además de estar inscrito en una posición de antelación o sucesión respecto a otros acontecimientos, puede expresar también los hitos con los que una sociedad cualquiera determina la extensión de su presente en relación con la experiencia pasada de la cual se alimenta.

      De esta forma, a la concepción de un pasado mítico-religioso que se repite cíclicamente e informa de esta manera al presente, se agregó otra que definió los límites entre el pasado y el presente desde acontecimientos de tipo político, con lo cual todos los hechos anteriores a la guerra de Independencia conformarían el tiempo pasado, mientras que los hechos posteriores a ella harían parte del tiempo presente y abrirían las puertas a la formación de expectativas futuras. La oficialización de la celebración de la Independencia, entonces, además de constituir una disputa por la representación del orden social, indicaba también una lucha por el ordenamiento temporal de la sociedad, aspectos que de ninguna manera estaban desligados.

      En 1880 termina la “era liberal”5 con la elección de Rafael Núñez como presidente de la República (1880-1882) y con el inicio de la Regeneración, régimen político que va desde dicho acontecimiento hasta el comienzo de la guerra de los Mil Días (17 de octubre de 1899). Durante este régimen, caracterizado por legitimarse a partir de una crítica al liberalismo radical y por el desarrollo de políticas opuestas a las reformas liberales de los años anteriores,6 continuó celebrándose la fiesta de la Independencia y se incorporaron otros nuevos festejos al calendario como parte de la disputa por la representación del orden social y político. Las dos festividades más importantes de las dos últimas décadas del siglo XIX fueron el centenario del natalicio de Simón Bolívar, en 1883, y la conmemoración del cuarto centenario de la llegada de Cristóbal Colón al continente americano, en 1892.

      Según Amada Pérez (2010), la conmemoración del natalicio de Simón Bolívar y la asociación entre la imagen de Cristo y la de aquel como mártires abandonados por su pueblo en el momento de su muerte permitió a la Regeneración conciliar la Independencia con los valores hispanos, considerados por este régimen como el mejor instrumento para integrar la nación y mantener el orden social. Dicha conciliación se buscó estrechar también a partir de la asignación de una doble paternidad a la patria, la de Colón, como primer padre, y la de Bolívar, como gestor de la nación (Pérez 2010, 78). La recuperación de la figura de Colón se consolidó con la celebración del cuarto centenario del descubrimiento de América, fiesta que, según Marcos González (2012), sacralizó los legados del hispanismo, representados principalmente en la religión católica y la lengua castellana. Aunque estas dos celebraciones entraron a disputar el espacio de representación, su realización no dejó de ser coyuntural, por lo que las fiestas patrias durante el siglo XIX continuaron estando en el centro del ritual republicano y de las tensiones por la representación del orden social y político, tal como se verá en el siguiente capítulo.7

      La fiesta patria fue concebida como un evento de reivindicación del trabajo que permitiría a campesinos, artesanos y a cualquier individuo que realizara toda suerte de arte u oficio “presentar a la vista de sus compatriotas las producciones de su injenio i de su industria, los adelantos que cada uno haya hecho en su respectiva profesión [y] las mejoras útiles que haya introducido”.8 Esta propuesta se buscó complementar con la organización de regocijos públicos “honestos i útiles al mismo tiempo, como por ejemplo, los juegos jimnásticos, las carreras a pié, a caballo i en carros, la lucha, el tiro al blanco i otros semejantes”,9 disposición que no se llevó a cabo, pues las diversiones honestas que se mencionan tenían escaso desarrollo en Bogotá para dicha época, si es que acaso se conocían en la ciudad, por lo que los regocijos terminaron efectuándose con diversiones de otra clase, como corridas de toros, juegos de azar, representaciones teatrales, fuegos artificiales, bailes y consumo de alcohol10 (Carrasquilla 1866; Cordovez Moure 1893/1942a; Guarín 1884/1946; Santander 1866).

      El incumplimiento de aquellas disposiciones y la frustración de sus nobles objetivos respecto a los regocijos y diversiones debieron estar en la base de las constantes críticas que recibieron las fiestas patrias durante el siglo XIX, cuestionamientos que fueron disminuyendo en intensidad hacia finales de siglo con la incorporación de otras diversiones, como carreras de caballos a la inglesa y carreras de velocípedos.

      Las corridas de toros, los juegos de azar y el consumo de alcohol constituyen una continuidad respecto a los rituales cívicos y religiosos coloniales, de tal modo que si la celebración del 20 de julio rompió con la fiesta cívica colonial y compitió con la fiesta religiosa en cuestiones de legitimidad política y social, compartió con ellas —y heredó— sus elementos lúdicos. Durante la Colonia se realizaban corridas de toros con motivo de la llegada al trono de un monarca, del recibimiento a algún nuevo virrey que llegara a la ciudad o de cualquier otro evento que se considerara de importancia para recrear el poder colonial. Por ejemplo, las juras de Carlos III, Carlos IV y Fernando VII, así como la llegada del virrey Solís a la ciudad y el nombramiento del hermano de este último como cardenal en 1757, se celebraron con fiestas reales y corridas de toros (Ibáñez 1913 y 1915).

      Las corridas de toros también fueron un elemento importante en la celebración de fiestas religiosas como el Corpus Christi y el San Juan. En la primera de estas fiestas, dicha diversión tenía lugar durante los ocho días posteriores a los festejos oficiales, llamados octavas, y en los que se expresaba el carácter popular de la celebración en las distintas parroquias de la ciudad (Ibáñez 1913; Friedmann 1982; Vargas 1990). El San Juan era una celebración con similar fastuosidad a la del Corpus, pero de carácter más popular y en la que además de corridas de toros también se efectuaban corridas de gallos y carreras de caballos (Ibáñez 1913; Tovar 2009). Esta fiesta fue objeto de control y sus diversiones estuvieron prohibidas en distintos momentos durante la Colonia, pues la bebida, los juegos de azar y las demás actividades de goce popular se catalogaron como caóticas y violentas, al mismo tiempo que interferían en el cumplimiento de los oficios religiosos y laborales de la población (Ibáñez 1913; Lara 2015; Pita 2007; Vargas 1990; Tovar 2009).11

      A inicios del periodo republicano los extranjeros que llegaron a Bogotá comentaban que los juegos de azar eran una diversión constante entre los bogotanos, y que en las fondas y chicherías a menudo era posible encontrar personas de diferentes clases sociales jugando a los naipes o cualquier otro juego de esta clase (Boussingault 1892/1985; Hettner 1882/1976; Rothlisberger 1897/1993). Las riñas de gallos también fueron una diversión muy difundida que, aun cuando tenían lugar regularmente los domingos, se intensificaban —igual que el juego y el consumo de chicha— durante las festividades patrias y religiosas (Gosselman 1825/1981; Hettner 1882/1976; Steuart 1838/1989).

      Otras diversiones incluidas en las fiestas patrias, pero que generalmente tenían lugar en tiempo no festivo, eran los bailes y el teatro. Las crónicas de viajeros extranjeros relatan que los bailes de los sectores populares se hacían en las chicherías al son de bambucos cantados bajo el entusiasmo proporcionado por la chicha (Hettner 1882/1976), mientras que los sectores altos de Bogotá se reunían en sus viviendas a bailar, regularmente cada semana o cuando se celebraba algún cumpleaños, bautizo o matrimonio, en torno al “valse colombiano o la contradanza española [que] constituían el repertorio de los danzantes” (Cordovez Moure 1893, 9). Este repertorio se modificó a partir de la tres últimas décadas del siglo XIX con la introducción de la polka, el vals de Strauss y la cuadrilla, ritmos extranjeros que llegaron a la ciudad gracias a la regularización de la navegación a vapor por el río Magdalena y al aumento de los viajes de colombianos de la clase alta al exterior (Cordovez Moure 1893, 14).12

      En cuanto al teatro, en Bogotá solo hubo un establecimiento para representaciones escénicas hasta la década de 1890, cuando