de un viaje a París.
Ya se ha mencionado la crisis que atravesaba el mundo ibérico en el siglo XIX y las transformaciones radicales de Japón durante el mismo periodo. Ahora ha llegado el momento de aportar las dos semblanzas históricas prometidas.
Aunque la estancia japonesa de Dupuy tuvo lugar en el bienio 1873-75, conviene examinar un lapso de tiempo mayor, que en el caso de España abarcará todo un extenso siglo XIX, desde 1808 a 1923 –es decir, desde la invasión napoleónica hasta la dictadura de Primo de Rivera–, y en el caso de Japón un siglo más reducido, desde 1868 a 1914, es decir, desde el inicio oficial de la occidentalización hasta su entrada en la Primera Guerra Mundial. Con todo, en el § 4 será necesario remontarse al origen del cierre del archipiélago en el siglo XVII para comprender cómo se produjo después su apertura, inmediatamente antes de 1868.
3. EL INQUIETO SIGLO XIX ESPAÑOL
A finales del siglo XVIII, Carlos III de Borbón (1726-1788) modernizó y reforzó España, consiguiendo conservar sus propias colonias tras la guerra de los Siete Años, transcurrida entre 1756 y 1763, y tras la independencia de las colonias inglesas de Norteamérica. Las turbulencias del siglo XIX comenzaron en 1808 con la invasión napoleónica de España, que llevó a la ocupación francesa de todo el territorio y a la sustitución de los Borbones por el hermano de Napoleón, José Bonaparte. Los españoles se sublevaron contra los invasores el 2 de mayo de 1808, apoyados por los ingleses, lo que dio lugar a la Guerra de la Independencia.
La fractura napoleónica tuvo consecuencias internas e internacionales. En el ámbito interno, las Cortes de Cádiz dictaron en 1812 una constitución inspirada en los principios de la Revolución francesa, que preveía la monarquía constitucional, así como la garantía de algunos derechos fundamentales como la libertad de prensa y la división de poderes. En el plano exterior, la invasión napoleónica creó una enorme inquietud, sobre todo en las colonias americanas, donde las noticias llegaron fragmentadas y con retraso. Dado que los leales a la Casa de Borbón estaban en declive y los «afrancesados» sí reconocían el Gobierno de José Bonaparte, los partidarios de la independencia vieron en aquella incertidumbre institucional la ocasión propicia para separarse de la madre patria y alcanzar la independencia nacional, siguiendo el ejemplo de Estados Unidos. Desde 1811 hasta 1825 las colonias españolas de América se sublevaron y lograron la independencia: al final de este proceso, el imperio colonial español se reducía a Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
La restauración que en Europa siguió a la caída de Napoleón no eliminó las tensiones. Frente al Gobierno absolutista de Fernando VII, que había abolido la constitución de Cádiz y había reimplantado la Inquisición, en 1820 se sublevó el militar liberal Rafael de Riego y Núñez, dando inicio al denominado trienio liberal y restableciendo la vigencia de la constitución gaditana. Sin embargo, Fernando VII volvió a restaurar la monarquía tres años después, gracias al apoyo político y militar de la Santa Alianza, que encomendó a Francia el envío de sus ejércitos para derrotar a los liberales. Una vez tomado el control de la situación, el rey persiguió duramente a estos, cerrando el breve periodo constitucional que había durado desde 1820 hasta 1823. Además, derogó la ley sálica, permitiendo así que también las mujeres pudieran acceder al trono de España, con el objetivo de que le sucediera en la corona su hija Isabel, en lugar de su hermano Carlos María Isidro, que a la sazón era el legítimo heredero. Esta medida fue el origen de la subsiguiente guerra civil que dejaría a España ensangrentada.
En efecto, tras la muerte de Fernando VII en 1833, la regencia de María Cristina dio curso a la petición de sucesión al trono para su hija Isabel. Sin embargo, el infante don Carlos, hermano del rey fallecido, no reconoció la abolición de la ley sálica e inició una dura lucha sucesoria contra su sobrina: los partidarios de los dos pretendientes –«cristinos» y «carlistas»– se enfrentaron en una guerra civil que duró desde 1834 a 1839. No obstante, después del final formal de las guerras carlistas, con el denominado compromiso de Vergara, continuaron produciéndose numerosos «pronunciamientos» militares e insurrecciones populares. Para financiar los gastos militares, en 1837 se inició la privatización de los bienes de la Iglesia, cuya recaudación sirvió para extinguir –es decir, para amortizar– los títulos de deuda pública: esta es la razón de que el procedimiento conocido como «secularización» en otros estados europeos sea conocido como «desamortización» en España. Desde el punto de vista económico, la entrada en el mercado de ingentes bienes de origen eclesiástico favoreció el desarrollo económico de la burguesía.
La situación política interna se estabilizó con el reinado de Isabel II, que en el lapso que discurre entre 1843 y 1868 promulgó una constitución moderadamente conservadora (en 1845) y un concordato que consolidaba los privilegios de la Iglesia católica (aunque también en la Constitución liberal de Cádiz el catolicismo había sido declarado religión de Estado).
En cambio, en el ámbito internacional se sucedieron varias guerras que debilitaron ulteriormente la economía española y que aquí solo es posible mencionar de pasada: la guerra de Marruecos de 1859, la guerra del Pacífico de 1861, la guerra de México de 1861 y la guerra de Chile y Perú de 1865.
En 1868, el golpe militar de los generales Prim, Serrano y Topete destituyó a la reina Isabel II y la regencia fue confiada al general Francisco Serrano. Entre los candidatos al trono fue elegido Amadeo de Aosta, hijo de Víctor Emanuel II de Saboya, que reinó entre 1871 y 1873.
Después de la renuncia de Amadeo I, en 1873, España se transformó en la caótica «primera república»: cuatro presidentes se sucedieron en el corto lapso de un año, hasta que en 1874 el golpe de Estado del general Pavía restauró la monarquía, encarnada en Alfonso XII, que reinó desde 1875 hasta 1885. A este le siguió la regencia de su viuda, hasta la mayoría de edad de su hijo, que en 1902 se convirtió en Alfonso XIII y que reinó hasta 1931.
Desde el punto de vista social, el evento más trágico de estos años fue la derrota en la guerra contra Estados Unidos en 1898, cuando España perdió sus últimas colonias, esto es, Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Por no hablar «de Guam y de las 6.000 islas que se hallaban bajo su soberanía en el Pacífico (Palau, Marianas del Norte, Carolinas) y que España se vio obligada a vender a Alemania» en 1899.18 La nación entera pareció darse cuenta de que el glorioso pasado de la España imperial había concluido irremediablemente con el «desastre del 98», tal y como aún hoy se recuerda aquel annus horribilis.
Otros eventos anunciaban un siglo XX convulso: tras la derrota en Marruecos contra los rebeldes del Rif, los sangrientos motines de Barcelona en 1909 pasaron a la historia como la «semana trágica». La unidad nacional que perseguía la restauración monárquica había sido puesta en tela de juicio por las crecientes tendencias autonomistas de los vascos y los catalanes. De hecho, a estos últimos se les reconoció una cierta autonomía administrativa en 1913. Mientras tanto, la industrialización de la costa mediterránea había dado lugar a un proletariado que se orientaba hacia el comunismo y sobre todo hacia el anarco-sindicalismo. Por último, aún bajo el shock del «desastre del 98» y de la «semana trágica» de Barcelona, España tuvo que hacer frente al estallido de la Primera Guerra Mundial.
España se declaró neutral, pero las derrotas militares en Marruecos y las tensiones sociales llevaron en 1917 a una huelga general seguida por varias crisis de gobierno, al que puso fin el golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera. Desde 1923 hasta 1930 España fue gobernada por un directorio, en principio militar y después civil, que suspendió la constitución –aun sin derogarla formalmente–, prohibió los partidos políticos (sustituidos por el partido único) y disolvió el Parlamento.
En 1930 Primo de Rivera dimitió y fue sustituido por otro militar, mientras los partidos políticos resurgidos se pronunciaban a favor de una república que reemplazara a la ya desacreditada monarquía. Sin embargo, el resultado de las elecciones de 1931 fue ambivalente: los republicanos ganaron en las ciudades y los monárquicos en las zonas rurales. El 14 de abril de 1931 se proclamó la «segunda República», pero las posiciones fueron radicalizándose cada vez más. En oposición a los movimientos de izquierda, José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador ya citado, fundó la Falange Española, importante estructura política de la futura dictadura