José Bengoa

La comunidad sublevada


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Desde la Gran Revolución, como dice Kropojkin, el “terror” es una variable determinante. Agregaría, respetuosamente, así también la “restauración”.

      Claro que hay una cuarta derivada. La represión y la depresión social. Si el crecimiento económico comienza a descender en forma relativa, también en forma semejante lo puede hacer la curva de las expectativas crecientes. Es la “privación relativa” de Davies. Esto es, la aceptación del no cumplimiento de las expectativas. Es lo que hay, se diría en nuestra jerga. Muchas veces, o casi todas, esa moderación en las expectativas es “a punta de palos”, y algo más que palos como lo sufrimos los chilenos de los setenta, cuando evidentemente se había producido una enorme revolución de las expectativas políticas y sociales de enormes sectores de este país. Así como estos momentos son de tipo revolucionarios, o con posibilidades de cambios, son también los típicos momentos represivos contrarrevolucionarios en que el sistema produce, a través de la fuerza, el ajuste entre expectativas y posibilidades de su logro en el marco estrecho e inmodificado anterior. Restauración es el nombre de estos procesos.

      Chile inició un crecimiento económico sostenido (ni sostenible ni sustentable) el año 1997/8. Habían dado resultado, a su manera, los ajustes de todo tipo y el capitalismo criollo iniciaba una nueva fase de acumulación, en este caso despiadada y salvaje. Se constituyó en la sociedad chilena una cultura consistente en considerar que las modernizaciones valían por sí mismas, sin preguntarse cuál sería el sentido de las mismas. La modernización compulsiva tuvo con el cambio de gobierno desde la dictadura a la democracia una función profunda: ensamblar lo ocurrido en los casi veinte años anteriores de dictadura; lo que iba a ocurrir en los veinte años futuros de la Concertación de Partidos por la Democracia. Fue el horizonte político-cultural del país: Chile llegará a ser un país moderno y desarrollado en el 2000, luego en el 2010, ahora en el 2020, se dijo y se dice. Tranquilos, trabajen y esperen, ¡ya viene!, ya se vislumbra, nos dijeron y nos dicen. El horizonte, esa fina línea imaginaria que siempre se mueve más allá, como decía con tanta gracia en sus cuentos José Miguel Varas, y que nunca se podrá atrapar.

      El consumo, como bien señaló Tomás Moulian, y la educación fueron los dos ejes del cambio cultural. Consumir aparatos y productos de la modernidad: dejar los “porotos con riendas” de la pobreza y pasar al pollo con papas fritas o a la “pizza de la modernidad” acelerada urbana, y luego al “suchi” que nutre de expectativas de globalización y sofisticación. Dejar el aislamiento de las comunidades encerradas y comunicarse primero por teléfonos celulares y luego por los mil medios digitales actuales. Adaptar el imaginario a las nuevas baratijas de la modernidad. Eso para quienes vivimos el instante. Y para los hijos, la promesa de una movilidad social ascendente a través de la educación, vista esta como instrumento de satisfacción de las expectativas crecientes desplegadas.

      Ambos procesos conllevan una trampa. El consumo compulsivo comienza siendo un espejismo de libertad y termina en una realidad brutal de esclavitud. El pago permanente de las tarjetas de crédito es el ejemplo máximo y socorrido. Pero al mismo tiempo que muchos estratos se incorporan a esos consumos modernos, los de estratos superiores se “distinguen” consumiendo cada vez más productos, más caros y de mayor sofisticación. Como en la línea del horizonte, siempre se arrancan.

      Y en la educación ocurre algo similar. La apertura masiva, sin duda de carácter democrático, de acceso amplio a la educación superior, por ejemplo, se ve atormentada por barreras extraeducacionales. Redes de clase, modos de ser y hacer, aspectos formales ligados al sexo, fenotipo o etnicidad. Cuando mi hijo llegue a ser médico… piensa una madre… pero no sabe que en ese momento la línea imaginaria del horizonte se habrá desplazado y el joven médico sin redes de clase deberá contentarse con el trabajo en un consultorio periférico. No hay nada peor que las políticas de igualitarismo supuesto, como la educación universal, en una comunidad fragmentada como la chilena, en que las barreras sociales quitan con una mano lo que la educación supuestamente da con la otra.

      Pero, siguiendo el modelo de Davies, sin criticarlo demasiado en sus fundamentos, nos debemos preguntar qué hace que una sociedad pase de la “privación aceptada” al gap intolerable, la brecha intolerable en una traducción más próxima. Muchos deben ser estos elementos a considerar: se ha hablado de que en los últimos veinte años habría existido una mínima, pero simbólicamente eficaz, separación entre poder político y económico. Que al unirse ambos se cruzó el umbral de la tolerabilidad. De este tema tratamos más adelante. Un dato interesante de la Inspección nacional del Trabajo señala que en el primer semestre del 2011 ha habido más huelgas que en todos los veinte años anteriores. Quizá los sindicalistas que “no querían hacer olitas” se sintieron con las manos desatadas. Probablemente les ocurrió algo semejante a los estudiantes, que hasta los “pingüinos” demandaban moderadamente los cambios. Quizá los mapuches, con un grado mucho menor de integración al sistema, con más elementos de discriminación, se sintieron más libres de desplegar sus demandas sin complejos. Son hipótesis.

      Pero la cuarta derivada de este esquema “daviesiano” es justamente la educación. La masividad en el acceso a la educación contribuye a una revolución de las expectativas crecientes mucho más amplia y sobre todo fundada. Ya no se trata de satisfacer esas expectativas mediante el consumo compulsivo, ahora se trata de algo vinculado mucho más estrechamente a la cultura, a la participación ciudadana, a los sentidos sociales profundos, esto es, a la política. La masificación de la educación superior, independientemente de su calidad, es uno de los factores determinantes, ya que allí se ubica el nudo de la transformación entre privación relativa e intolerable.

      Sin duda que llama la atención el hecho de que una de las voceras de la huelga de hambre de una escuelita en Paine sea hija de una mujer temporera de la fruta. Pero al observador le llama más la atención que en su reivindicación no apareciera la demanda por mejor trabajo, mejor salario, más dignidad de los trabajadores y trabajadoras temporeras. La privación relativa de las mujeres temporeras durante las últimas tres o cuatro décadas ha estado centrada en las expectativas de que sus hijas e hijos cambien de situación mediante la educación. Hemos conocido decenas de mujeres que se “sacan realmente la mugre” cortando uva de los parronales y juntando plata para que sus hijos estudien en la universidad. En ese espacio ha costado mucho la organización y casi no la hay, hay pocas protestas colectivas; y es que es tolerable el trabajo, no porque sea de buena calidad, como creerían los empresarios, sino porque las expectativas se encuentran en otra parte, fuera del predio frutícola, fuera del propio ámbito laboral, que se percibe como un destino insoslayable. En cambio cuando esas expectativas crecientes —puestas en la educación como factor de movilidad— se ven fuertemente cuestionadas, se cruza fácilmente el fino y delgado hilo de la intolerabilidad. Yo me puedo sacar la mugre por mis hijos, para que lleguen más lejos que yo, pero si esa conclusión también es falsa, me cuestiono todo el mecanismo, incluido el trabajo en la fruta que, así, ha perdido su sentido.

      Las “condiciones objetivas y subjetivas” de los movimientos sociopolíticos obsesionaron a las izquierdas revolucionarias de todos los países y tiempos. “Llegó la hora”, apuntaban con el dedo golpeando la mesa los viejos bolcheviques. A muchos se les llegó a gastar la punta del dedo. Por tanto no es un asunto sencillo interpretar la realidad social que a uno le ha tocado en suerte vivir. Estas teorías, un tanto antropológico-culturalistas, pueden servir para entregar algunos elementos, una de tantas dimensiones de lo que vivimos. Hay sin duda otras.

      El consumo como la dimensión central del abuso

      Ya hemos visto que la medida del abuso no es principalmente a causa del trabajo, sino que se realiza en el ámbito de la distribución y el consumo. Es aquí que aparece el concepto de desigualdad como eje comprensivo.

      La historia muestra con creces que el concepto de pobreza, y más aún el de miseria, es poco movilizador. Sabemos que los grandes movimientos de este tipo han sido de carácter religioso, en cambio la distribución como eje conceptual y comprensivo discursivo es una relación altamente explosiva. Como señala Hannah Arendt, la dominación y subordinación constituyen una relación: el que gobierna debe cumplir con las promesas y así se le aceptan sus privilegios, Sin embargo, si no cumple con su promesa que lo llevó a la posición privilegiada solo queda