José Bengoa

La comunidad sublevada


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      Las bases de la integración social se fundan solo en promesas de ascenso social, ya que no hay disposición alguna de eliminar el espíritu de casta. Esto vale en Chile, pero también en Europa y muchos otros escenarios. Piketty, el economista francés, señaló con mucha exactitud que las herencias (el patrimonio acumulado) son una de las claves de comprensión de estos fenómenos. Si no hay una ruptura de los procesos de acumulación a nivel familiar y social, los llamados al ascenso social son inconducentes y sobre todo mentirosos.42

      Las promesas de un consumo más amplio, de movilidad social y por tanto de integración son falsas. Ahí reside, quizá, uno de los ejes de las protestas actuales en Chile y numerosos países sacudidos por el despertar social. Cada estrato o subestrato social tiene, además de su piso, su techo, y hasta allí se asciende. El resto son consideraciones extraeconómicas: género, raza o etnia, “facha” o “pinta”, etc., que hacen su trabajo de no dejar pasar a advenedizos, por más que hayan estudiado en las universidades brillantemente.

      Sobre la “subordinación ascética”

      La subordinación ascética fue el relato de la hacienda hacia los inquilinos: “Si te portas bien, ahorras, eres buen trabajador, no eres borracho, podrás reunir un dinero y comprar una pequeña propiedad en el pueblo o villorrio vecino”.43

      Rafael Baraona, en su conocido libro Valle de Putaendo, señala que los inquilinos de ese valle en la zona de Aconcagua, al norte de Santiago, pensaban en el camino hacia la propiedad privada que se podía realizar ahorrando y sobre todo teniendo muchos animales, esto es, “talajes”, en el decir de esa época. Es así que el pueblo de Putaendo, formado por “quintas” y pequeños sitios, estaba formado por exinquilinos de las haciendas vecinas, especialmente de la Del Tártaro y Lo Vicuña, enormes territorios privados. Los inquilinos “mayores” tenían como regalías más talajes; esto es, muchos animales que podían pastar en las tierras de la hacienda, sobre todo en las veranadas de la cordillera. La teoría de Baraona sobre el asedio interno explica el modo cómo los inquilinos aumentaban subrepticiamente sus regalías de modo de aumentar sus ahorros en animales y así, en algún momento, salir de la esclavitud de la “obligación”, como se denominaba el cargo en trabajo que debían realizar en las haciendas. Había algunas de ellas, las de carácter rentista y con patrones ausentes, que estaban completamente ocupadas silenciosamente por dentro, carcomidas se podría decir, mediante granjerías que se iban tomando por su cuenta los inquilinos, los capataces, mayordomos; en fin, los ocupantes del interior de la hacienda. A veces les pagaban rentas a los propietarios y otras veces eran negocios propios. La “pillería”, el ocultamiento de los ingresos; es decir, todo ello era parte de la cultura hacendal y se trasladó a la cultura nacional, que en ese aspecto no ha cambiado nada.

      La prédica constante de la subordinación ascética produjo una cultura de la subordinación aparente y de la rebeldía oculta. El poder hacendal era tan grande que no se podía pensar más que riendo en “el mundo al revés”, o en el pillo de Pedro Urdemales (que urdía maldades...), el que mediante la burla y la inteligencia se saltaba las normas establecidas y llegaba a ser rico.44 No es por nada que la figura faustiana del “pacto con el Diablo” es tan corriente y expandida en el medio ambiente rural chileno.

      Por uno que lograba salir de la hacienda y comprar un terrenito pequeño en Putaendo u otro pueblo rural, miles se quedaban solamente con las ganas y debieron por generaciones pagar la “obligación”, ellos, su mujer (ordeñando las vacas y sacando la leche todas las madrugadas), su hijo (el peón obligado) y sus otros hijos y parientes (los peones voluntarios).45

      La subordinación ascética sigue siendo el discurso dominante en Chile. Su versión contemporánea es equivalente a: “Si te portas bien, estudias, postergas ascéticamente el placer, podrás surgir”.

      No es por casualidad que el verdadero himno de este período de rebeliones es la famosa canción “El baile de los que sobran”, del disco Pateando piedras, de Los Prisioneros.

       Nos dijeron cuando chicos Jueguen a estudiar Los hombres son hermanos Y juntos deben trabajar

       Oías los consejos, los ojos en el profesor Había tanto sol sobre las cabezas Y no fue tan verdad porque esos juegos al final Terminaron para otros con laureles y futuros Y dejaron a mis amigos pateando piedras

       Únanse al baile De los que sobran Nadie nos va a echar de más Nadie nos quiso ayudar de verdad

       ¡Hey!, conozco unos cuentos Sobre el futuro ¡Hey!, el tiempo en que los aprendí Fue más seguro

      El ascetismo como fuente de integración es por definición una promesa incumplida e incumplible. Es una promesa religiosa (“El valle de lágrimas”) que se deshace ante el fenómeno secularizador y/o el incumplimiento secular que deshace su carácter religioso.

      La promesa de la subordinación ascética moderna es brutal porque es mentirosa, y los publicistas lo saben muy bien. “Si te portas bien puedes ser feliz”. Y ser feliz consiste en consumir fundamentalmente. La felicidad del mall. Adquirir todo tipo de instrumentos y artefactos de la modernidad. El fetichismo del cual se habló hace tantos años. Teléfonos celulares que se los utiliza en forma casi permanente, para quizá no sentirse solos o solas, para saber cosas inútiles; en fin, para estar allí conectado con la nada misma. Pero en ese consumo perpetuo se organiza la sociedad de la posmodernidad de la cual estamos hablando.

      La promesa del propio general Pinochet la noche en que ganó el referéndum de la Constitución del 80 fue “pan y baratijas”: televisores, bicicletas, automóvil, etc., esto es, “consumo”. El consumo desatado se transformó en el centro cultural de integración de la sociedad, tanto en su sentido de comprar como (¡cuidado que es el mismo síndrome!) en el de asaltar y robar. Porque se asalta para adquirir automóviles, teléfonos celulares, y muy pocas cosas más. No se asalta una casa para robar libros, por ejemplo, que no están valorados en el ámbito del consumo utilitario y prestigioso. Hemos visto casos de niños chicos, jóvenes de pocos años que roban un auto, salen a pasear, graban un video para sus amigos, y luego dejan el vehículo botado en un lugar lejano. Son las locuras a las que conduce este modo de entender la sociabilidad, la promesa de felicidad.

      Por cierto que en un momento dado se rompe el círculo de la subordinación ascética y sobre todo los jóvenes que entonan ese himno acá transcrito comienzan a gritar y surge el enojo, las ganas de incendiar justamente todo aquello que se dijo y se les dijo que era lo que había que cuidar. Ya no se cree en la promesa y mucho menos en quienes se encargaron de contar esos cuentos: “Y no fue verdad”.

      Hablar mal contra los políticos es gratis en Chile. Me dicen que en otros países es igualmente gratuito. Esto significa que no tiene costo. Todos los que escuchan suelen estar de acuerdo en que los políticos son una casta despreciable. Sin embargo, en las pasadas elecciones generales fueron varios miles de personas, hombres, mujeres, indígenas, etc. que se presentaron ya sea a gobernadores, alcaldes, concejales, constituyentes, en fin, a todos cargos de carácter político; es decir, cargos públicos pagados por el Estado. Esos miles, podría decirse, querían corromperse, lo que es poco serio y falso. A los políticos se los critica —es la hipótesis que planteamos— por ser los predicadores de la gran mentira social de estos tiempos, de la subordinación ascética; esto es, de lo que en el himno de Los Prisioneros era en esos días ochenteros el profesor, en que los estudiantes de San Miguel, barrio donde surgen estas ideas, ponían los ojos.

      Complicado asunto sobre todo cuando para quienes tenemos un poco más de años recordamos durante la dictadura militar chilena los martes del almirante José Toribio Merino, quien, con su voz aguardentosa, se refería a los señores políticos como humanoides y los denigraba ante la mirada risueña y boba de todo el país. También el general se refería en forma constante a los señores políticos, lo que no daba tanta risa sino temor. Su voz en este caso no era producto de los whiskies o aguardiente del almirante, sino del mando cuartelero y autoritario.46