que ni recoge los pétalos? —suspiró—. Cogeré estos y mañana mismo intentaré hablar con ella.»
—Vamos a dar un paseo —sugirió Baochai en ese momento.
En cuanto las muchachas hubieron partido, él recogió en su halda todas las flores caídas y cruzó con ellas una pequeña colina, un arroyo y un huerto hasta que llegó al montículo donde Daiyu había enterrado las flores de melocotonero. Justo antes de dar la vuelta a la colina de la tumba de las flores escuchó unos sollozos al otro lado. Alguien se lamentaba y lloraba de manera desgarradora.
«Alguna doncella ha sido maltratada y ha venido aquí a llorar —pensó—. ¿Quién será?»
Se detuvo a escuchar, y esto es lo que oyó:
Las flores deshojadas, dispersadas por el viento, ocultan el cielo.
¿Quién lamenta su rojo desleído, su mortecino aroma?
En los quioscos ondea suave la tela de la araña,
y en la bordada cortina, leves, quedan prendidos los vilanos de los sauces.
Llora la muchacha el final de la primavera;
nada alivia la tristeza que le oprime el corazón.
Del adornado aposento sale con una azada en la mano,
y en su trasiego, ¡cuánto sufre pisando las flores marchitas!
Los sauces, moviendo los cabellos, y los olmos, mostrando sus monedas [6] ,
ufanos de su fragancia, desatienden
el vuelo de los pétalos de durazno y ciruelo.
Pasará un año. Florecerán de nuevo.
Tal vez entonces no ocupe la alcoba.
El llanto de Daiyu por las flores caídas.
Anónimo de la dinastía Qing (edición de 1892).
El mes tercero ya están dispuestos en el techo
los perfumados nidos. Las insensibles golondrinas,
pasado un año, picotearán de nuevo
una nueva floración.
Pero caerán sus nidos, quedarán las vigas desoladas.
¿Dónde estará la muchacha?
Trescientos sesenta días al año amenazan sin piedad
la daga del viento y el sable de la escarcha,
¿cuánto tiempo fresca y bella vivirá una flor
si cae de un golpe, se la lleva el viento y no se vuelve a encontrar?
Es fácil ver una flor abierta, difícil encontrarla cuando ha caído.
La que sepulta las flores muertas, bajando la escalera, muere de tristeza.
Apoyándose en la azada, deja resbalar lágrimas secretas,
gotas de sangre que salpican cada tallo desnudo.
Cae la tarde y ya no canta el cuclillo;
con la azada al hombro, regresa a la cabaña y cierra la puerta.
Una lámpara verde ilumina la pared mientras el sueño avanza.
La lluvia golpea la ventana. Hace frío entre las mantas.
Si me preguntan por qué me siento angustiada
diré: amor a la primavera, sí, pero también enojo;
amor porque llega súbita cuando no la espero,
enojo porque se marcha sin avisar.
Anoche flotaba sobre el patio una triste canción.
Sería el alma de las flores o el alma de los pájaros.
Es difícil retener el espíritu de las flores y las aves:
las flores se avergüenzan y los pájaros callan.
Quisiera tener alas y emprender el vuelo
con los pétalos hasta el fin del mundo.
¿Pero quién sabe si allí existe
una tumba donde enterrar fragancias?
Mejor en bolsas de seda recoger sus restos de aroma
y en la limpia tierra, como una tumba, sepultarlos.
Pues puros partirán como puros llegaron:
sin dejarse cubrir por el sucio fango.
Flores muertas que he venido a enterrar,
¿cuándo os seguiré en la noche oscura?
Se ríen de mi locura porque os entierro,
¿lo hará alguien conmigo igual?
Ya se acaba la primavera. Van cayendo las flores.
También es hora de que las jóvenes se marchiten y mueran.
Cuando la primavera termine y la belleza se mustie
quedarán unos pétalos en el suelo y la muchacha muerta.
Nunca más volverán a encontrarse.
Oyendo recitar este poema, Baoyu cayó al suelo transido de dolor.
Quien quiera saber lo que ocurre, que escuche el capítulo siguiente.
Capítulo XXVIII
Jiang Yuhan regala a una nueva amistad
una faja perfumada de color escarlata.
Xue Baochai muestra ruborosamente
su brazalete rojo perfumado de almizcle.
Daiyu había culpado a Baoyu de la ofensa que le había infligido la doncella Qingwen al no permitirle la entrada en el patio Rojo y Alegre, y como ese día se celebraba la fiesta del dios de las Flores su enojo coincidió con su dolor por el final de la primavera; por eso, al enterrar los pétalos caídos, no pudo sino llorar su propio destino componiendo una lamentación que Baoyu escuchó. Al principio, éste hizo movimientos afirmativos con la cabeza siguiendo el ritmo del poema, pero cuando la muchacha llegó a los versos que decían: «Se ríen de mi locura porque os entierro, / ¿lo hará alguien conmigo igual?»; y también: «Cuando la primavera termine y la belleza se mustie / quedarán unos pétalos en el suelo y la muchacha muerta. / Nunca más volverán a encontrarse». Baoyu se arrojó al suelo transido de dolor, volcando su carga de flores marchitas, con el corazón desgarrado por la idea de que el encanto y la belleza de Daiyu habrían de desvanecerse algún día. Más aún, si eso había de ocurrir con Daiyu, también ocurriría con Baochai, Xiangling, Xiren y las demás muchachas. ¿Qué sería de él cuando todas hubiesen partido? ¿Y qué sería de aquel lugar, de las flores y los sauces del jardín? ¿A qué familia pertenecería todo aquello? Una idea se fue encadenando con otra hasta que acabó deseando ser un objeto estúpido e insensible para poder huir de las redes del mundo de los hombres y sentirse libre de dolores tan grandes, a pesar de que
Las sombras de las flores cubren su cuerpo.
Los cantos de las aves llenan su oído.
Daiyu, cuyo lamento había disminuido de intensidad, pudo oír claramente como alguien lloraba en la ladera, «Todos se ríen de mi locura, ¿es posible que haya alguien tan loco como yo?», se preguntó. Y al levantar la vista vio a Baoyu.
—¡Es él! —gruñó—. ¡Ese diablo sin entrañas!
O al menos eso quiso decir, pues justo cuando iba a pronunciar «sin entrañas» se llevó la mano a la boca enmudeciéndose. Después dio un largo suspiro, giró sobre sus talones y se marchó rápidamente