Cao Xueqin

Sueño En El Pabellón Rojo


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partieron primero las de menor categoría. A las dos de la tarde sólo quedaban allí unas cuantas parientes cercanas que permanecerían los tres días de oraciones por la difunta.

      Como sabían que Xifeng no podría volver tan pronto a la ciudad, las damas Xing y Wang propusieron que Baoyu regresara con ellas, pero él se negó aduciendo que aquella era la primera vez en su vida que salía al campo. Insistió tanto en quedarse con Xifeng que su madre acabó por ceder y se lo encomendó a la joven.

      El templo del Umbral de Hierro había sido erigido en tiempos de los duques de Rongguo y Ningguo, pero aún disponía de tierra suficiente para los enterramientos de los miembros del clan, y de lugares apropiados para el culto. Y como también había cobijo para los vivos, los deudos que acompañaban los restos mortales de los Jia a su última morada podían quedarse allí el tiempo que considerasen conveniente. Ahora bien, los miembros del clan eran numerosos y entre ellos no se ponían de acuerdo sobre el valor del lugar: los pobres se quedaban allí de muy buen grado, pero los ricos, amantes del lujo y la ostentación, argumentaban la incomodidad del sitio y preferían buscar alojamiento en alguna aldea o convento de las inmediaciones, adonde se retiraban después de las ceremonias.

      No obstante, en el funeral de Qin Keqing la mayoría de los miembros del clan se alojó en el templo del Umbral de Hierro. Sólo Xifeng consideró que el lugar no resultaba conveniente, y envió a un criado a consultar a la abadesa Jingxu, del convento del Pan al Vapor, la posibilidad de que dispusiera algunos cuartos para ella. «Pan al Vapor» era como se conocía popularmente el convento de la Luna en el Agua, célebre por el excelente pan al vapor que allí se hacía. No estaba lejos del templo del Umbral de Hierro.

      En cuanto los monjes hubieron completado sus oraciones y terminado con las ofrendas de té, Jia Zhen, por mediación de Jia Rong, exigió a Xifeng que descansara. Ésta encomendó a sus cuñadas la atención a las visitantes y marchó con Baoyu y Qin Zhong al convento del Pan al Vapor. Demasiado viejo y frágil para soportar las largas exequias, el padre de Qin Zhong había encargado a éste que asistiera a ellas en su nombre; de ahí que el muchacho permaneciera todavía en el lugar.

      A las puertas del convento fueron recibidos por la abadesa Jingxu y dos novicias, Zhishan y Zhineng. Tras intercambiar los saludos de rigor, Xifeng se retiró a un cuarto donde se cambió de ropa y se lavó las manos. Mientras se desvestía pensó que Zhineng, la novicia, había crecido mucho y se había convertido en una muchacha muy bonita.

      —¿Por qué no habéis venido a visitarnos? —preguntó.

      —Hace unos cuantos días le nació un hijo al señor Hu —contestó la abadesa—, y su venerable esposa nos envió diez taeles de plata para que algunas de nuestras hermanas salmodiaran el Sutra Sangre de Parto [1] durante tres días. Hemos estado tan ocupadas que no hemos tenido tiempo para ir a presentar nuestros respetos a su familia.

      Pero volvamos a Baoyu y Qin Zhong, que buscaban la manera de entretenerse en el salón cuando entró Zhineng.

      —¡Mira quién ha venido! —dijo Baoyu con una sonrisa.

      —¿Y qué? —observó Qin Zhong, indiferente a su tono de complicidad.

      —No disimules. ¿Se puede saber qué hacías abrazado a ella el otro día en las habitaciones de mi abuela aprovechando que no había nadie? No intentes engañarme, Zhong.

      —No digas tonterías. Te lo estás inventando todo —protestó Qin Zhong.

      —Bah, es igual. Dile que me traiga té y me callaré.

      —¡Pero qué ridiculez! ¿Acaso se negará a traerlo si se lo pides tú mismo? ¿Por qué se lo he de pedir yo?

      —Porque si lo haces tú lo traerá con amor; en cambio, si se lo pido yo se limitará a obedecer y no pondrá ningún interés.

      Resignado, Qin Zhong dijo a la novicia:

      —Hermana Zhineng, ¿puedes traerme té?

      La joven Zhineng había estado entrando y saliendo de la mansión Rong desde que era una niña, y conocía a todos sus moradores; con frecuencia había jugado con Baoyu y Qin Zhong, y ahora que tenía edad para comprender qué significaban la brisa y la luz de luna se había prendado del joven y apuesto Zhong, quien a su vez se sentía enormemente atraído por la reciente belleza de la novicia. Nada había sucedido todavía, pero ya existía un recíproco deseo y cierta complicidad entre ambos. Ahora, con una radiante mirada, ella asintió y no tardó mucho en aparecer con una taza de té.

      —Dámela —le pidió Zhong con una sonrisa.

      —¡Dámela a mí! —exclamó de pronto Baoyu.

      Zhineng rió burlona.

      —¿Acaso tengo miel en las manos para que se peleen por una simple taza de té?

      Adelantándose a su rival, Baoyu arrebató la taza de las manos de la muchacha y la bebió de dos tragos; en ese momento apareció Zhishan con el encargo para Zhineng de que dispusiera la mesa, y poco después volvió para invitarlos a comer algo. Pero el té y los pasteles del convento no despertaban el interés de los dos muchachos, que permanecieron en el mismo lugar y, en cuanto les fue posible, huyeron buscando entretenimiento en otro sitio.

      También Xifeng se retiró a descansar, acompañada de la abadesa. Por su parte, cuando vieron que ya no quedaba nadie, las criadas mayores también se fueron a la cama dejando de guardia a unas cuantas doncellas jóvenes de confianza.

      La abadesa aprovechó la ocasión para decirle a Xifeng:

      —Señora, hay algo que quisiera consultar con Su Señoría, pero antes me gustaría escuchar su consejo.

      —¿De qué se trata? —preguntó Xifeng.

      —¡Buda Amida! —suspiró la abadesa—. Cuando me hice monja e ingresé en el convento de Shancai, en el distrito de Chang’an, uno de nuestros benefactores era un hombre riquísimo apellidado Zhang. Su hija Jinge hacía frecuentes ofrendas de incienso en nuestro templo. Allí la encontró un joven señor Li, cuñado del prefecto de Chang’an, que se enamoró de ella con sólo mirarla y mandó pedirla en matrimonio. Pero la señorita Jinge ya estaba comprometida con el hijo de un anciano inspector de la guardia metropolitana de Chang’an. A los Zhang les hubiera gustado cancelar este compromiso, pero temían la oposición del inspector, así que dijeron a los Li que habían llegado tarde. El joven Li no se resignó e insistió en su solicitud, lo que puso las cosas muy difíciles para los Zhang. Cuando la familia del inspector se enteró de todo el lío, sin tomarse la molestia de averiguar la verdad, se fueron a casa de los Zhang a gritar: «¿Con cuántos hombres más piensas comprometer a tu hija?». Se negaron a aceptar la devolución de los regalos de compromiso y llevaron el asunto a los tribunales. La familia de la muchacha está desesperada. Han mandado gente a la capital a pedir auxilio y están absolutamente decididos a devolver los presentes. Pues bien, tengo entendido que el general Yun, gobernador militar de Chang’an, mantiene muy buenas relaciones con su familia. Si la dama Wang consiguiera que Su Señoría escribiese una carta al general pidiéndole que tenga una conversación con el inspector, estoy segura de que éste desistiría de pleitear. Los Zhang darían cualquier cosa, toda su riqueza si fuese preciso, a cambio de este favor.

      —No lo veo muy difícil —dijo Xifeng—, pero Su Señoría no se molesta por tales asuntos.

      —¿Y no podría usted misma, señora, ocuparse del caso?

      —No necesito dinero, y no me suelo inmiscuir en problemas de esa índole.

      Ante esta respuesta, la abadesa perdió toda esperanza de conseguir el favor. Reflexionó durante un breve silencio y luego dijo con un suspiro:

      —Los Zhang saben que estoy recurriendo a su familia, señora. Si ustedes no los ayudan no pensarán que se niegan a molestarse por un asunto tan baladí, o que no quieren el dinero, sino que ya ni siquiera están en condiciones de solucionar un asunto tan nimio como éste.

      Eso, naturalmente, picó el amor propio de Xifeng.