figuras actanciales tanto en el dominio interno como en el dominio externo, tanto en las diversas suertes de la carne del Mí como en las de los estados de cosas materiales. En el caso de la onomatopeya, por un lado, hay una figura actancial interna, la del Mí, que articula el sonido lingüístico, y por otro, una figura actancial externa, la del Él, es decir, la de la fuerza que quiebra la materia.
La distinción entre el Mí y el Sí, como principio de separación y de tensión interna en la identidad del actante, se encuentra en la base del desembrague enunciativo, pues da cuenta de la proyección de una instancia en construcción en la enunciación del discurso, a partir de una instancia de referencia. Pero también es susceptible de dar cuenta ahora de la proyección de actantes fuera de la instancia de discurso (todos los “ellos” que pueblan el campo de presencia), así como las separaciones y tensiones (por ejemplo, tensiones de identificación) entre los actantes de la enunciación –la instancia de discurso– y los actantes del enunciado –la instancia narrativa–: es también la base del desembrague enuncivo, a partir de una equivalencia icónica entre dos experiencias, una interna (sensoriomotriz), por el lado de los actantes de la enunciación y la otra externa (interacción materia/energía), por el lado de los actantes del enunciado.
Las presiones y las tensiones que se ejercen sobre el cuerpo de los actantes solo producen figuras actanciales; para que surjan iconos actanciales, la figura tiene que someterse al mismo principio que hemos obtenido para la onomatopeya. Más precisamente, la figura actancial solo es reconocida como un “icono” si se puede establecer una equivalencia entre dos relaciones: de un lado, una figura del Mí o del Sí, relacionada con alguna experiencia sensoriomotriz, y de otro, una figura actancial del Él, relacionada con alguna interacción externa entre materia y energía.
Por tanto, proyección y retroyección de instancias, desembrague y embrague encuentran un fundamento en la semiosis en acto y en una semiosis encarnada. Y la identificación actancial no es más que un caso particular de la iconicidad, la cual puede ser definida como el reconocimiento de la equivalencia establecida más arriba.
PRODUCCIÓN DEL ACTO Y ESQUEMATIZACIÓN NARRATIVA
Un cuerpo “imperfecto”
La esquematización narrativa tradicional supone de entrada un actante perfectamente dueño de su cuerpo, un cuerpo domesticado que solo hace aquello para lo que está programado, que no es más que un lugar de efectuación pragmática de los actos calculables a partir de un programa narrativo.
Ahora bien, es sabido que ningún actor humano puede ser programado de esa manera, y que, por el contrario, la dramatización de la acción humana implica un cuerpo imperfecto y desobediente, apenas programable, sometido a emociones y pasiones. La dramatización del deporte de alto nivel, por ejemplo, no se reduce al conflicto entre los adversarios, sino que se nutre con creces de los defectos, de las torpezas y de los accidentes que ocurren en las secuencias gestuales. Eso es precisamente lo que hace que el relato deportivo sea un “drama humano”, y que la competición sea un combate entre hombres y no entre máquinas.
En los discursos concretos igualmente, apenas se encuentran actores “de papel”, cuyo cuerpo esté domesticado de ese modo y perfectamente programado. Por eso mismo, tenemos que preguntarnos por la relación entre la programación y las suertes de la acción: actos fallidos, inadvertencias y negligencias, esas “escorias” de la acción que no dejan de producir sentido, aunque solo sea en la dimensión afectiva del discurso. Pero, más allá, la cuestión se extiende al conjunto de la esquematización narrativa: ¿existen otros esquemas narrativos además de los de la programación de la acción?
En otros términos, si la programación puede ser definida como una forma de necesidad, ¿cuál es el margen de libertad del actante, de una libertad individualizante, que haría posibles tanto los fracasos de la acción como la belleza del gesto? Más aún, si la programación del actante fuese concebida como una de las presiones que se ejercen sobre su cuerpo, entonces la inercia que asegura la individuación se manifestaría como resistencia (por saturación o por remanencia) a esa presión ejercida desde el exterior (actante heterónomo) o desde el interior (actante autónomo).
Para abordar estas cuestiones comenzaremos por analizar rápidamente un cuento africano, So y la cíclope.
SO Y LA CÍCLOPE
Los recursos de la selva no se pueden realmente enumerar. Ofrece todo el año a los que lo desean y que tienen el coraje de buscarlas, plantas, raíces, frutas comestibles. Ahora es la estación en la que los frutos de ndengi están maduros; ¡no se puede dejar pasar esa oportunidad!
Justamente, las niñas del pueblo se acaban de reunir, cada cual con su palangana, para ir a recoger frutos del ndengi. La larga fila sinuosa de niñas se pone en marcha y toma la dirección del río, cantando, riendo y bromeando a grandes y alegres gritos. Basta con seguir la orilla para encontrar fácilmente un ndengi de cuando en cuando. Antes de ponerse a recoger los frutos, objeto de su recolección, las niñas se detienen a la sombra de un gran árbol, muy cerca del agua, para descansar un poco. Se sientan en círculo a fin de poder conversar con más facilidad, dejando sus palanganas junto a ellas. Una de las niñas, a la que llaman So, toma su palangana, la voltea y se sienta encima, pues se halla más a gusto que sentada en el suelo. Sus amigas la recriminan:
–“¡So! No debes sentarte sobre la palangana de tu madre. Eso no está bien, pues haciendo eso, faltas el respeto a tu madre.
–¿Y qué? –dijo So. No tienen por qué molestarse, pues no voy a estar sentada aquí sin moverme; miren, tengo sed, y ahora mismo voy a sacar agua del río”.
Se levantó enseguida, tomó su palangana y se metió al río hasta que el agua le llegó a las pantorrillas. Se inclinó para llenar la palangana, pero perdió el equilibrio, y al intentar levantarse, soltó la palangana y se la llevó la corriente, bastante fuerte en aquel sitio. La palangana navegó por largo tiempo siguiendo el curso de las aguas.
Finalmente, llegó donde la Cíclope, una suerte de monstruo espantoso que deambula por el bosque y por las orillas de los ríos, enorme mujer con un solo ojo en medio de la frente, y que tiene la detestable costumbre de devorar a las personas que encuentra en su camino y que puede atrapar.
Durante ese tiempo, las demás niñas hacen su provisión de frutos de ndengi, excepto So que no tiene ya su palangana para llevarlos. Terminada la recolección, las niñas regresan al pueblo.
Cuando So, un tanto avergonzada, llegó a su casa, su madre, asombrada al verla con los brazos colgando, le pregunta:
–“¿Dónde están los frutos de ndengi que tenías que recoger?
–¡Madre! No he podido recogerlos ni traerlos porque me quedé sin palangana.
–¿Cómo? ¿Dónde está la palangana que te entregué? Bien sabes lo mucho que yo la quería.
–La perdí cuando quise sacar agua del río. Se me escapó de las manos y se la llevó la corriente.
–¡Así que has perdido mi palangana! ¡Vete inmediatamente a buscarla! ¡Apresúrate! ¡Y no vuelvas hasta que no la hayas encontrado!
Y para expresar su descontento, su madre le dio una bofetada.
So, llorando, volvió a la orilla del río, desató una piragua y la dirigió al medio del río. Se dejó llevar por la corriente, vigilando las orillas para ver si la palangana había quedado atrapada por las raíces o por las hierbas acuáticas. Pero no la vio.
En una vuelta del río, escuchó una voz que la llamaba; ella miró con toda atención. Era una mujer vieja, parada en la orilla, que le hacía señas para que se acercara. So, hábilmente, condujo la piragua con la ayuda de su remo hacia la orilla. Al acercarse, constató que la vieja estaba cubierta de llagas