Enrique Dussel

El arte de argumentar: sentido, forma, diálogo y persuasión


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teoría que haga suyo el viejo lema humanista de Publio Terencio tan querido por Marx, figura hoy vilipendiada pero cada día más necesaria cuando nos hundimos sin freno en los pantanos de la globalización neoliberal: «nada humano me es ajeno» (humani nihil a me alienum puto) lema cuyo fundamento critican filósofos emergentes como Slöterdijk, pero que no por ello deja de expresar la vocación necesaria de apertura, de encuentro con el otro, de entender la forma de cada argumento que encierra su propio contenido de pensamiento, de dialogar para conocernos y acordar en forma convencida al menos el desacuerdo con los demás argumentadores, de alcanzar la complejidad de la razón expresada en sus variadas mate-rialidades de la lógica, la retórica, el poder, la ideología, la sociedad, la cultura y la historia. Expresa la convicción de persuadirnos mediante lo verosímil y razonable (no sólo lo racional) que nos mueve a adherirnos a lo que creemos, intuimos, vemos, escuchamos y nos emociona para tratar de entendernos y entender el sentido que el otro construye. El sentido es dirección, razón, sensación y significación en un mundo que, más que nunca, se reproduce a escala global y donde la única manera de sobrevivir es mantener al grupo, que es hoy toda la humanidad en su multiculturalismo y diversidad.

La argumentación

      El estudio de la argumentación constituye un campo complejo, sin embargo, en la vida cotidiana todos somos argumentadores y podemos comprender la argumentación. Por ello, en esta sección inaugural partiremos de ese saber compartido y luego, para facilitar nuestro entendimiento de las polémicas y teorías del campo nos adentraremos en los siguientes elementos de base:

      • Las diferentes definiciones que existen de la argumentación, así como los juegos que se juegan y las reglas que se siguen a partir de ellas; este acercamiento nos permitirá comprender de qué se habla cuando se dice «teoría de la argumentación» o «el arte de argumentar»

      • Las funciones de la argumentación; esta discusión nos facilitará entender las finalidades y la función que cumple la argumentación como forma de la comunicación humana

      • La concepción del argumentar como una macro-operación fundamental del discurso que se deslinda de la demostración, la descripción y la narración; este enfoque nos permitirá ubicar la argumentación dentro de los tipos discursivos más generales de acuerdo con el funcionamiento de un texto y con el cómo comprenderlo a partir de la centralidad de persuadir o de convencer para conducir al otro hacia deter-minadas acciones, reforzamientos o cambios de creencia

      • Y el núcleo de problematicidad que subyace a toda argumentación y a toda teoría sobre la misma, entendido a partir de la lengua castellana

      En suma, trataremos de comprender la argumentación en función de los diversos enfoques teóricos, de las distintas finalidades comunicativas que persigue, de su tipología y sus funcionamientos particulares, así como de las miradas que nos desvían en su peculiar estudio al partir, en forma necesaria, de los pre-juicios de nuestra «lenguacultura».

       Todos somos argumentadores

      Cuando digo «argumentación», sé que la mayoría tiene una representación de lo que esto significa. Tal vez hagamos referencia a la discusión, a las razones en favor y en contra de algo, a la defensa y al ataque de una opinión en disputa. Sabemos ordenar y aclarar nuestras ideas. Podemos defender lo que pensamos y justificar con mayor o menor sabiduría lo que sostenemos. Modificamos nuestras razones y nuestro lenguaje en función del tema, de la situación y del auditorio al que nos dirigimos en cada ocasión. Procuramos entender las razones de los demás y seguir ciertas reglas en nuestras discusiones. Es decir, tenemos competencias lógicas, dialécticas, retóricas, lingüísticas, hermenéuticas y discursivas que se ponen en juego en la argumentación ordinaria.

      El lenguaje común nos aporta palabras cotidianas que remiten al mundo argumental: «argumento», «base», «razón», «porqué»; «tesis», «pretensión», «punto de vista». Cada uno es comunicador e intérprete de argumentos; sabe emplear con mayor o menor coherencia los elementos de la lengua que conllevan secuencias, orientaciones y escalas argumentativas propias de cada idioma (Ducrot y Anscombre). En este sentido, sabemos utilizar con lógica nexos que articulan razones como «pero», «para» o «sin embargo», o introductores de conclusión como «por tanto», «en conclusión» o «en suma»; y persuadimos a partir de contraponer juicios de acuerdo con escalas de valor («pésimo-malo-bueno-excelente»), de modalidades de existencia («necesario-posible-ocasional-imposible») o de emoción («amor-sentimiento-apatía»), etcétera.

      Por el solo hecho de hablar racionalmente construimos esquematizaciones logicoides de aquello de lo que hablamos. Determinamos las entidades o acciones en cuanto a sus propiedades a partir de todo lo que decimos de ellas y de cómo nos acercamos o distanciamos de las mismas (Grize y Vignaux).

      Todo ser humano sano, en tanto hablante de una lengua y partícipe de una cultura, sigue una lógica «natural» multidimensional (que no es equivalente uno a uno y por completo a la lógica silogística ideal ni a ninguna de las numerosas lógicas matemáticas o discursivas hoy existentes, aunque pueda conectarse en mayor o menor medida con ellas en un caso dado y en un cierto respecto). Lo hace en tanto defiende, mejor o peor, lo que quiere, lo que cree verdadero y lo que quiere hacer creer o hacer querer a los otros. Estamos seguros de ello a partir de un mínimo lógico discursivo.

      Tenemos además de una competencia lingüístico cultural y lógico natural, una serie de competencias enciclopédicas, cognoscitivas e ideológicas entreveradas, propias de nuestra época, cultura, región, clase, género e ideología que nos hacen participar de ciertos argumentos repetidos en el tiempo respecto a una cuestión (argumentarios) y nos «individuan» como pertenecientes a determinado grupo de opinión, a determinada formación discursiva (religiosa, pedagógica, política, científica, etcétera).

      Así pues, todos hacemos uso de argumentos y los interpretamos. Lo hacemos a partir de una ubicación constante de los argumentos en su contexto conforme a nuestra competencia pragmática. En el proceso de uso e identificación de la argumentación, acudimos a signos y, sobre todo, a la lengua y cultura que compartimos.

      Aceptamos o rechazamos una opinión a partir de un mínimo substrato lógico racional y tratamos, a veces mucho, a veces demasiado poco, de comprender lo que otros defienden (competencia hermenéutica). En este sentido es factible afirmar que los individuos mentalmente sanos podemos, comúnmente, comprender los argumentos desarrollados en un texto, en una discusión o en una conversación. Al parecer —aunque se debate el punto— es más fácil hacerlo a partir de ejemplos y, con algo más de complicación tal vez, entendemos las conclusiones extraídas a través de la comparación o analogía de un hecho con otro;1 por último, las inferencias deductivas (que van de lo general a lo particular) privilegiadas en muchas teorías, y por supuesto en la lógica y la ciencia, resultan ser las que nos resultan más difíciles de seguir en la comunicación cotidiana. Utilizamos en cambio con mayor facilidad la «abducción», esa forma de razonamiento intermedia entre la deducción y la inducción, que nos permite obtener nuevos conocimientos a partir de la intuición emocional e icónica que nos facilita la representación de ciertas propiedades del objeto ante la mente (como cuando alguien dice «hace calor» y nosotros llegamos a la conclusión de que nos pide, en forma indirecta, «abrir la ventana»).

      A partir de las competencias previamente descritas, tenemos capacidad para reconstruir las opiniones de los otros, lo que se niega o se afirma acerca de algo. Asignamos un contenido a lo dicho. Construimos preguntas a las cuales suponemos que responden las proposiciones hechas por los demás.2 En este sentido, con frecuencia reconstruimos implícitos de las argumentaciones del otro y establecemos polémicas en torno a ellos. Así, en la interacción, sabemos precisar qué preocupa al otro y hacemos hipótesis sobre lo que piensa.

      A partir de nuestras múltiples competencias y de nuestro conocimiento del mundo, contamos con una competencia argumentativa para producir argumentos. Seguimos al respecto reglas de formación identificables para ordenar nuestros puntos de vista y las justificaciones de los mismos.3