Peter J. Briscoe

El discipulado financiero


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cupo ninguna duda de que nos habíamos perdido, y decidimos aparcar y consultar el mapa para dilucidar qué ruta teníamos que seguir. Los tres vehículos nos siguieron. Pregunté a uno de los conductores si sabían cuál era la carretera correcta y me contestó: “¡No, si le estábamos siguiendo a usted!”.

      Ese día aprendí dos cosas. La primera es que, si quieres guiar a alguien, tienes que saber adónde vas. La segunda es que, si estás siguiendo a alguien, ¡debes estar seguro de que sabe lo que está haciendo!

      Un discípulo es un aprendiz, que aprende de alguien que tiene más sabiduría y más experiencia. Por supuesto, nuestro maestro por antonomasia es el propio Jesús, pero tenemos que relacionarnos con otro discípulo que nos ayude a conocer mejor a Jesús. Debemos elegir cuidadosamente a quién nos apegamos. Ese discípulo debe ser alguien que sepamos que sigue a Jesús y obedece a las Escrituras. Pablo podría decir: “imitadme a mí, como yo imito a Cristo” (1 Co. 11:1).

      A un discípulo se le llama a caminar “con” Cristo (evangelización), se le prepara para vivir “en” Cristo (capacitación), se le envía a vivir “para” Cristo (servicio) y recibe el mandamiento “de” Cristo para ministrar a otros (empoderamiento).

      Algunas de las últimas palabras que dijo Jesús a sus discípulos después de su resurrección fueron el mandamiento de “id y haced discípulos…” (Mt. 28:19). Ellos debían reproducir y transmitir a otros lo que habían aprendido de él.

      El propósito del discipulado

      El propósito y la meta última del discipulado es la madurez en Cristo. “A este Cristo proclamamos, aconsejando y enseñando con toda sabiduría a todos los seres humanos, para presentarlos a todos perfectos en él” (Col. 1:28). El término griego para “maduro” es teleios, que significa completo, adulto y perfecto.

      El desarrollo de esta madurez requiere una transformación tripartita. Jesucristo realiza un cambio que afecta a todas las áreas de nuestra vida. Vemos esta transformación en tres niveles que son interdependientes:

       Ser una nueva persona: recibo una identidad nueva. Cristo vive en mí. Vivo conforme a un conjunto de valores nuevo: nuevas prioridades, nuevos objetivos, nuevas esperanzas. ¡Se me ha concedido una vida nueva! “Por tanto, mediante el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó por el poder del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva” (Ro. 6:4).

       Ver con otros ojos: obtengo una mente nueva. La mente de Cristo me moldea; él transforma nuestras actitudes y nuestra cosmovisión. El Espíritu Santo desarrolla en nosotros la mente de Cristo, de modo que podamos realizar juicios precisos de cualquier situación. “En cambio, el que es espiritual lo juzga todo, aunque él mismo no está sujeto al juicio de nadie, porque ‘¿quién ha conocido la mente del Señor para que pueda instruirlo?’. Nosotros, por nuestra parte, tenemos la mente de Cristo” (1 Co. 2:16).

       Vivir una vida nueva: tengo una ética diferente. El amor de Cristo me motiva. No solo consigo nuevas relaciones, sino una actitud nueva hacia las relaciones anteriores (perdón, reconciliación y paz). “Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos los unos a los otros, pues así lo ha dispuesto” (1 Jn. 3:23).

      Cristo desarrolla progresivamente en nosotros un nuevo carácter moral que es un espejo del suyo propio. Por consiguiente, se trata de una transformación holística: existencial, emocional, ética, relacional. La condición para esta madurez es “estar en Cristo”. “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Co. 5:17).

      La pregunta clave es: ¿cómo es posible esto? Desde el punto de vista humano, no lo es. En esta experiencia que transforma la vida hay un elemento sobrenatural que va mucho más allá de los esfuerzos o los recursos humanos. La capacidad de transformación no procede solamente del mensaje de Jesús per se (sus ideas y su ejemplo), sino de su poder. Tal como dijo lisa y llanamente el ciego al que sanó Jesús: “si este hombre no viniera de parte de Dios, no podría hacer nada” (Jn. 9:33).

      El llamamiento principal en nuestra vida como discípulos es el de seguir un proceso constante de transformación para asemejarnos a Cristo. Randy Alcorn afirmó lo que la mayoría de personas ha experimentado como el propósito de su vida. Dijo: “Durante toda tu vida has estado buscando un tesoro. Has estado buscando a la persona perfecta y el lugar perfecto”. Yo encontré a esa persona perfecta, Jesús, y también el lugar perfecto al que me condujo… el reino de Dios.

      Un discípulo sigue… ¡y luego se marcha!

      “Venid, seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Esta es la invitación que extendió Jesús a los hombres dedicados al negocio de la pesca, que eran Simón, Andrés, Jacobo y Juan. Se nos dice que “al momento dejaron las redes y lo siguieron” (Mc. 1:17-18).

      Dejaron sus redes, sus barcas, su familia, a sus jefes, su negocio y su forma de vida, todo para seguir a Jesús. Hacer esto supuso una decisión repleta de emociones profundas y duraderas. Más tarde, Simón, llamado entonces Pedro, exclamó dirigiéndose a Jesús: “¡Nosotros hemos dejado todo lo que teníamos para seguirte!”.

      Jesús prometió: “Os aseguro que todo el que por mi causa y la del evangelio haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o terrenos recibirá cien veces más ahora en este tiempo (casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y terrenos, aunque con persecuciones); y en la edad venidera, la vida eterna” (Mc. 10:28-29).

      Ese “dejarlo todo” nos inquieta. Sin duda es lo que pasó en la historia del “joven rico”, a quien Jesús invitó a vender todo lo que tenía y darlo a los pobres. Dio la espalda a Jesús y se alejó, triste.

      Puede que nos ayude darnos cuenta de que los discípulos retomaron su negocio pesquero varias veces durante el tiempo que siguieron a Jesús, de modo que el negocio familiar permaneció intacto. Pedro no abandonó a su esposa, quien más tarde viajó con él en su misión (1 Co. 9:5).

      Entonces, ¿qué significa dejarlo todo? Supone estar disponible para dejar cualquier cosa que estés haciendo y obedecer el mandato de Cristo. Esto significa cortar el cordón umbilical que nos vincula con demasiada fuerza a nuestro trabajo, nuestros sueños, nuestras ambiciones y nuestros bienes materiales. Significa dar prioridad a los mandamientos de Cristo, dejándolo todo para obedecerle. Supone poner en sus manos todo nuestro dinero, bienes, dones y talentos, para recibirlos luego de vuelta como administradores o gestores de todo lo que él nos da para que lo usemos.

      Recuerdo estar una vez en una fiesta que un ejecutivo italiano muy bien posicionado celebró en el jardín de su casa. Cuando hablé con su esposa, agradeciéndole su hospitalidad, comenté: “Tienen aquí un hogar maravilloso. Deben ser muy felices”. “En realidad, no”, contestó ella. “Como soy italiana, echo mucho de menos a mi familia, que está lejos”. “Entonces, ¿por qué no vuelven a Italia?”.

      “No es posible”, dijo ella. “Tenemos una hipoteca y un estilo de vida muy alto. No podríamos sencillamente hacer las maletas y marcharnos. No soy nada feliz”. Luego añadió: “Es como si viviéramos en una jaula dorada”.

      Mi esposa y yo decidimos que, a lo largo de nuestro matrimonio, viviríamos de tal manera que mantuviésemos al mínimo nuestros gastos cotidianos, de modo que cuando Cristo nos llamase para hacer algo, estuviéramos preparados. Yo abandoné tres veces mi trabajo para escuchar su llamamiento a iniciar un movimiento cristiano. Primero, un empleo bien pagado como director ejecutivo de una filial holandesa de una compañía química internacional. Luego, dejé de trabajar en mi propia empresa porque el ministerio se había hecho muy grande. Más tarde, en 2007, dejé un empleo bien remunerado como director ejecutivo de una empresa aeroespacial. Todas esas son cosas que no podría haber hecho si hubiéramos tenido muchas cargas financieras. En cada uno de esos casos nuestro presupuesto cayó en picado, pero el Señor fue fiel y nunca nos ha faltado nada.

      ¡He descubierto que Dios siempre paga lo que pide!

      Un discípulo sigue y luego se marcha para tener la libertad de colaborar con