Stéphane Thibierge

Clinica de la identidad


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decía que su perseguidora, la actriz Robine, era capaz de encarnar ella sola –como el actor italiano Frégoli–, una multiplicidad de personajes diferentes. Se trata aquí del cuadro de un delirio que se puede considerar como una variación lógica de la ilusión de sosias. Digamos que en la ilusión de sosias, lo mismo es siempre otro. El sujeto reconoce a alguien, pero no puede concluir sobre su identidad: en realidad no es exactamente él, es un sosias. A la inversa, en la ilusión de Frégoli, el otro es siempre el mismo. La paciente de la observación princeps identifica a su perseguidora en las personas que ella encuentra, de las que recibe “influjos” y diversos fenómenos sensoriales impuestos. Esas personas con las que ella se cruza son Robine disfrazada, transformada, bajo la variedad de los oropeles. Ella los reconoce por cierto como de apariencia diferente, pero los identifica como siempre el mismo.

      Se ve aquí que, en efecto, es una problemática en la cual la imagen y el nombre están desunidos. El nombre nombra algo que la imagen fracasa en vestir, en representar en una palabra que la imagen no permite reconocer: es otra cosa. Es por esto que los psiquiatras después de Capgras se complicaron para dar cuenta de ese hecho según las coordenadas del reconocimiento: el objeto privilegiado del reconocimiento es una imagen –ahora bien, de lo que se trataba en estos casos no era manifiestamente de este orden. Es por ello que llegaron a intentar asir esos fenómenos bajo el término de identificación –Capgras: agnosia de identificación (1923), Courbon y Tusques: identificación delirante (1932)– buscando así calificar lo que estaba en juego en toda la serie de estos síndromes. Poco importa en definitiva el sentido, mal afirmado, que ellos daban a ese término. Lo esencial es que hacían de eso un apoyo útil. Lo que supieron descubrir muy bien, y que se expresa mejor en el síndrome de ilusión de Frégoli, es que esos fenómenos no podían ser elucidados solamente como falta en el orden del reconocimiento, ni tampoco como falta en el orden del reconocimiento del cuerpo. En efecto, si el reconocimiento y especialmente el reconocimiento de la imagen del cuerpo, estaba fragmentado, descompuesto, era en beneficio de algo que el paciente identificaba positivamente, en el sentido en que él lo nombraba.

      Es este rasgo propiamente gramatical –a saber, el hecho de que lo que estaba nombrado ahí era bajo un nombre propio y regularmente el mismo. Esto llevó a Courbon y Fail a concluir en la primera observación del síndrome que Frégoli era un solo ser, proponiendo entonces formular la problemática de la siguiente manera: ese nombre en Frégoli designa en las palabras de la paciente un objeto, lo que hemos llamado una x, siempre la misma, cuya llegada al primer plano revela una inconsistencia, incluso el derrumbe de la imagen y del imaginario en el campo del reconocimiento.

      Agreguemos, a propósito de este aspecto gramatical de la cuestión, que los psiquiatras a quienes debemos el descubrimiento y el primer esbozo de análisis de estos síndromes nos han dejado observaciones escritas de casos, lo que escribieron a partir de lo que escucharon, como era la costumbre de los psiquiatras hasta un periodo bastante reciente. Ellos escribieron lo que sus pacientes decían, este punto nos parece de primera importancia, puesto que en ese cambio de registro, en ese recurso escritural, observamos una forma de pasar del reconocimiento –de lo que se cree escuchar o comprender– a lo que se escucha a algo diferente y que precisamente es del orden de una identificación absolutamente distinta del reconocimiento. Es probable que dado a que escribían sus observaciones, haya podido identificar los rasgos distintivos de esos síndromes. Ya que llevando a cabo ese ejercicio, estos psiquiatras mostraban también –y este recordatorio interesa con seguridad a la clínica contemporánea– que el abordaje de los hechos clínicos encuentra su soporte y sus referencias efectivas en otra parte que en las premisas del reconocimiento, que lo cognitivo-conductual tiende hoy a traer lo esencial de la observación, reduciendo la clínica a diversos modos de la imagen (scanner, IRM y rayos x) y/o a formas de comportamiento escritas en un repertorio. Los hechos, tanto en clínica como en toda práctica de espíritu y de método científico, se ordenan más bien a través de una seriación de rasgos distintivos de los que no es en absoluto requisito que sean reconocibles para el observador –es decir, homogéneos a su campo de conciencia– para poder dar cuenta de ellos. Por el contrario, serán mejor identificados mientras el soporte de su distinción sea materialmente tributario de coordenadas independientes del reconocimiento, como podía serlo en este caso, el apoyo encontrado por esos psiquiatras en el lenguaje de sus pacientes, su lógica gramatical y la lectura articulada que permitía su trascripción. Es en esto que la clínica que evocamos aquí, tal como ella ha sido progresivamente elucidada e ilustrada en la escuela francesa –por Cotard, Séglas, Clérambault y Capgras, entre otros, merece volverse a ver por lo que ella vale, como habiendo contribuido a dar a la psicopatología un alcance auténticamente científico en su destino y siempre atento, en cada caso, a la problemática y al lenguaje singular del sujeto.

      Volvamos ahora al síndrome de Frégoli y precisemos lo que la paciente princeps designa con el nombre de Robine. Ella admite que hay una diversidad de imágenes: son los otros, con los que se cruza, con los que se encuentra en la calle. Pero estas imágenes se le imponen por todo tipo de fenómenos: influjos, crisis delirantes, órdenes obscenas, etc. Y todos esos fenómenos son para ella, Robine. Dicho de otra forma, ella identifica ahí cada vez una x que ella nombra diciendo: “Es Robine”. Por otra parte, ella menciona que percibe su propio cuerpo como fragmentado entre su propia imagen descompuesta y lo que llama Robine. También existen otros actos que le son impuestos, ella debe masturbarse, mientras que son los ojos de Robine los que tienen armoniosas ojeras. Así la belleza de lo que ella llama Robine y que la persigue, está ligada a la destrucción y a la fragmentación de su propio cuerpo.

      A partir de estos elementos, podemos precisar a qué reenvía la x que evocábamos más arriba. Aparece como un objeto autónomo, obedeciendo solo a sus propias determinaciones; xenopático, imponiendo diversos fenómenos sensoriales a la paciente; causante de una desintegración de la imagen del cuerpo; en fin, que este objeto es Uno en esto, que es siempre el mismo, es siempre Robine la que persigue a la paciente.

      En otras palabras, en el lugar y sitio de la imagen, el sujeto identifica siempre lo mismo. Si nos preguntamos de qué “mismo” se trata, no podemos sino constatar nuestra dificultad para intentar especificarlo más precisamente, de hecho es fácil percibir cómo es que pensar ese “mismo” como la misma persona, el mismo nombre, la misma imagen, la misma cosa, etc. es inadecuado o por lo menos está retocado en su valor y sus sentidos simples.

      Pero también es esto lo que constituye el interés y alcance de esta clínica, en tanto lo que ella nos permite interrogar e incluso esclarecer respecto a la pregunta por la identidad. Ella vuelve especialmente sensible de qué manera la incidencia y los efectos más puros de la identidad, como nos lo revela la clínica de las psicosis, deben buscarse del lado del objeto –de ese objeto autónomo y xenopático que acabamos de mencionar– y no, como toda nuestra tradición nos acostumbra a pensarlo, del lado del sujeto. Se distingue también aquí, que la pregunta por la identidad para un sujeto puede conducir a respuestas que jamás serán más adecuadas a las que se producen bajo el modo persecutorio –entiéndase, cuando es el otro el que viene a dar respuesta, como en el síndrome de Frégoli, siempre el mismo, a esta pregunta del ser– al precio de la propia exclusión del sujeto puesto que no hay ahí lugar sino para el Uno, siendo por esta razón, que la identidad más pura y simple es absolutamente persecutoria8.

      La dificultad que opone la clínica de la que hablamos, a toda reflexión en términos del reconocimiento –“reflexión” que tiende cada vez más a ser el único criterio de admisibilidad de los hechos, y como ya mencioné, propia de un círculo que aprende lo que ya se sabe– explica sin duda que esos trabajos, después de haber sido desarrollados por los psiquiatras más o menos hasta los años 50`s, hayan sido abandonados, o peor, retomados de una manera degradada: la precisión de las descripciones, la importancia dada al lenguaje de los pacientes, la preocupación del análisis y del aislamiento de los rasgos elementales fue desapareciendo progresivamente, y cedió lugar a otros abordajes –especialmente a la presunción de una causalidad de carácter neurobiológica.

      Hemos mostrado en otra parte cómo ellos han sido continuados, en algunos de sus aspectos, en el campo de la neurología9. Sin embargo, es sobre todo el psicoanálisis el que retomó el hilo de estas investigaciones, aportándoles importantes desarrollos y una elaboración propia, renovando