Stéphane Thibierge

Clinica de la identidad


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elemental del reconocimiento en las psicosis: el ejemplo del transexualismo.

      Acabamos de exponer de qué manera el síndrome de Frégoli permite descomponer en sus elementos el campo que designamos como del reconocimiento. Se trata tanto del registro de la imagen, entendido como eso que se deja reconocer y toma habitualmente sentido para el sujeto a título de la “realidad”. Esta dimensión del reconocimiento o de la imagen se encuentra, como se sabe, radicalmente insuficiente en la psicosis, de manera tal que la presentación de una imagen o de un sentido resulta ser ahí siempre precaria y amenazada. La falta no es aquí del orden del más o del menos, ella es estructural. Es por esto que en una psicosis –cualquiera sea la solidez aparente de ciertos edificios delirantes donde intenta suturarse esa falta– puede producirse siempre un derrumbe completo de las coordenadas imaginarias del sujeto, es decir, de lo que llamamos el reconocimiento12.

      Nos proponemos indicar ahora cómo es posible reencontrar la descomposición elemental que permite el análisis del síndrome de Frégoli en otro síndrome psicótico. Tomaremos el ejemplo del transexualismo, que nos parece prestarse particularmente bien a esta prueba. Podemos efectuar la misma verificación apoyándola en otros síndromes psicóticos en los cuales una identificación del objeto viene en primer plano de modo suficientemente articulado, entiéndase sistematizado. Pensamos en el síndrome de sosias y en el síndrome de Inter.-metamorfosis ya mencionados13, pero también en el síndrome de Cotard, el síndrome de automatismo mental, o aún en la erotomanía, para no dar sino así algunos ejemplos en una dirección de investigaciones que todavía quedan, en gran parte, por explorar14.

      El síndrome de Frégoli se presenta, lo hemos visto, como un disturbio del reconocimiento de las personas: el sujeto ya no identifica por su nombre propio, a los otros con los que se encuentra, sin tratarse en este caso, de un déficit de la memoria o de un falso reconocimiento en el sentido clásico. A estos nombres propios, él les sustituye siempre, idénticamente, un mismo nombre, el de un perseguidor al que atribuye los fenómenos de desmembramiento y xenopatía del que su cuerpo es objeto. En el caso princeps, la paciente indica que ese perseguidor, como el actor Frégoli, puede revestir el aspecto de cualquiera, sustituyéndose a los otros y actuando así sobre ella con apariencias prestadas.

      Así, en el lugar de la imagen, de la apariencia o de la ropa de esos otros con los que él se encuentra, el sujeto es llevado a identificar siempre el mismo. El mismo objeto x, dijimos, recurrente bajo la diversidad de envolturas y que el sujeto va a designar por un solo y mismo nombre propio. En el caso princeps es casi siempre la actriz Robine, que a menudo la paciente fue a ver actuar, que toma prestado esas imágenes que vienen a atormentarla.

      Agreguemos que la imagen de su propio cuerpo, según las palabras de la paciente, está modificada por ese x e identificada a él: los fenómenos sensoriales que afectan a ese cuerpo, se encuentran en relación con ciertas modificaciones del cuerpo de la actriz, modificaciones en los ojos y sus párpados. Dicho de otra manera, el nombre de Robine designa algo cuyos efectos actúan sobre un cuerpo que no es exactamente un cuerpo propio, individualizado y particular, puesto que está parcialmente distribuido entre el de la paciente y el de Robine.

      Tenemos que vérnoslas entonces con un cuadro clínico en el cual la imagen, aquella que es del otro, la de Robine, la del sujeto –se encuentra parcialmente o totalmente desprendida del nombre propio, para ser remitida a un mismo nombre cada vez. Ese nombre, por ese hecho, ya no es un nombre propio, sino que está proyectado sobre un estatuto de nombre común: ya no tiene la función de excepción individualizante del nombre propio.

      En cuanto a la imagen, ella, en este caso, reenvía completamente a otra cosa de lo que caracteriza en principio su función y noción. Cuando hablamos, por ejemplo, de la imagen de nuestro cuerpo, –incluso cuando el estatuto de esta imagen no está determinado como unidad formal de un cuerpo, sino que desarticulado en diversos soportes. La imagen, tampoco admite la dimensión del “semblant”, es decir, de posibles variaciones o de una diferenciación de sí en los límites que permite esta unidad formal15. Esta imagen, al contrario, reenvía siempre al principio real de los fenómenos que padece la paciente: xenopatía, desmembramiento. Como lo hemos señalado, no es entonces a la imagen como tal que se refiere el nombre que designa a las imágenes de semejantes para la paciente16, sino, remite a ese x con modalidades reales, actuantes y esparcidas a través de los otros con los que ella se encuentra también en su propio cuerpo.

      Vayamos ahora del síndrome de ilusión de Frégoli al transexualismo y a la clínica que este representa.

      Se sabe de la importancia de la imagen para los sujetos transexuales. Pero, contrariamente a la dimensión de apariencia o de “semblant” que en principio comporta y que mencionamos más arriba, la imagen es para ellos el modo electivo según el cual intentan asegurar un ser que sea absoluto, es decir: libre de toda división y específicamente de aquella ligada a la diferencia de los sexos. Esta división encuentra en este síndrome la angustia de un desmembramiento del cuerpo emplazado en la clínica, que es tanto más radical y difícil de soportar, ya que en principio no puede ser designado en el registro simbólico, a saber, nombrado. Es por esto que estos sujetos están atados sin recurso al goce de una imagen de la que hablan con gusto, como de un envoltorio, de una vestimenta o de cualquier otro tipo de completitud. Esta completitud, buscada encarnizadamente corresponde muy exactamente a lo que llaman frecuentemente “la mujer”. No son las mujeres las que les interesan, tampoco los hombres, sino el designio de una imagen por fin asegurada en una identidad sin diferencia, fuera del sexo.

      Tomemos como ejemplo una observación de Krafft-Ebbing, donde encontramos descrito de manera muy fina y precisa, por el propio sujeto, uno de los primeros casos confirmado de lo que llamaríamos hoy un síndrome transexual17: “pudiese ser sin sexo”, dice ese sujeto. Es patente que cuando él menciona la apariencia femenina que logra revestir, los vestidos o esa piel “femenina” de la que habla como de un doblez que lo envuelve no designa para nada una apariencia o una imagen en el sentido corriente, a saber, en el sentido en que la imagen participa de un cierto “semblant”. Él apuntala más bien a un ser que estaría fuera de la contingencia. La feminidad es así el nombre que él da a una substancia absolutamente real y no sexuada. Es en lo que no puede apaciguar el aislamiento y el desamparo que él describe, sino llevando sobre sí un pedazo material de esta substancia, ein Stück Weiblichkeit18, según sus términos, “un pedazo de feminidad” –como una joya o una prenda íntima–, que se preocupa de poder llevar permanentemente.

      Esta función de la imagen para los transexuales esclarece lo que ellos buscan cuando piden –es muy a menudo el caso– ser declarados como mujer, en el registro civil. Cuando el transexual quiere ser dicho mujer, o nombrado mujer, su demanda no tiene, evidentemente, ninguna relación con la manera en que una mujer puede anhelar, en algún momento, ser tranquilizada a través del deseo de su pareja. Si ella solicita que le digan “mujer”, es porque ella sabe que ninguna imagen, ningún semblant, va a dar en este caso una identidad perfectamente segura, como lo avocábamos más arriba. Mientras que cuando un transexual lo pide, es en nombre de un ser que no participa, él, de ninguna manera del “semblant”, y que reenvía a lo imposible de una imagen a la cual realmente nada le faltaría. Es justamente por esto que puede parecer imprudente o poco informado de la investigación clínica dejar creer a alguien que esta demanda es sostenible –léase autorizar o realizar la operación reclamada.

      Si el transexual pide que se le modifique su estado civil y el nombre que lleva –sea que se trate del apellido o solamente del nombre, siendo en todos los casos el nombre el que se apuntala en su principio y su función–, lo hace en referencia a algo del orden de una identidad absoluta, que él designa por el nombre de la mujer, y que encarna generalmente, según él, de manera incluso más real que las mujeres. Aunque reclama de una imagen femenina y a menudo la reivindica, a lo que apuntala el transexual es más bien a lo que él identifica en esta imagen, y que menciona regularmente cuando se lo interroga: es el real de un goce que llama y que siente a veces, un goce cutáneo de envoltura, de matriz, de completitud19.

      El transexual aspira a un ser real, al cual junta la imagen. Este estatus de la imagen, como en el síndrome de Frégoli, nos reenvía a otra cosa