Stéphane Thibierge

Clinica de la identidad


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En el síndrome de Frégoli, lo que viene a ese lugar es un cuerpo xenopático y desmembrado, debido al perseguidor, donde el nombre, es la única isla identificable de ese desmoronamiento del registro imaginario. Mientras que en el síndrome transexual se trata de un cuerpo desmembrado, a menudo xenopático, que encuentra en el real del goce del envoltorio, el soporte de una identificación reivindicada a este goce.

      Es este soporte el que el transexual invoca con el nombre de la mujer: nombre común al que viene a reducir su propio nombre, pero también sustancia real, por decirlo así, de la prueba a la cual se deshace toda imagen como tal. Es por esto, lo dijimos, que la demanda de estos sujetos de ser transformados en mujer –para referirnos a los casos más frecuentes de los transexuales masculinos– no estaría apaciguada por lo que se cree a veces poder proponerles, una rectificación de su cuerpo “que corresponda” a la imagen que se hacen de ese cuerpo, puesto que esta imagen, no es tal. En vez de representar, como lo hace una imagen, otra cosa, es decir, tener un valor diferencial, inscribirse en una escala de posibles variaciones y en fin, no terminarse en una significación que la volvería idéntica a sí misma, ella está tomada aquí en un valor de identidad no diferencial, exactamente como en el síndrome de ilusión de Frégoli. Esto lleva a decir de nuevo, que ella da cuenta de otro registro, y no del de la imagen.

      Hemos recordado que Lacan da de la imagen del cuerpo, tal como ella se constituye en la dialéctica especular, en relación a la del semejante, una fórmula que escribe: i(a). Esta fórmula indica que la imagen i se produce de la puesta entre paréntesis de algo, anotado a, que es sustraído de su campo, y que el psicoanálisis aisló bajo el concepto de objeto. La “belleza” de la imagen, principalmente de la imagen del cuerpo, su poder intrínsecamente cautivante, al mismo tiempo que su variabilidad y su diferenciación en los límites de una forma, lo obtiene de ese objeto al cual se refiere, pero porque representa así la ausencia.

      Provistos de esta escritura lógica mínima, i(a), volvamos a la comparación del síndrome de Frégoli y del transexualismo.

      Observamos en estos un reparto homólogo entre el nombre y la imagen, sus funciones respectivas se encuentran retocadas por el efecto que hemos designado como una x identificada por el sujeto, causa del desmoronamiento de la imagen. El nombre propio es proyectado en los dos casos al nivel de un nombre, que es al mismo tiempo común y único. En el síndrome de Frégoli, como hemos visto, es el nombre del perseguidor, identificado a través de las imágenes de los otros con los que el sujeto se encuentra y también a través de las manifestaciones xenopáticas de su propio cuerpo20. En cambio en el transexualismo, es el nombre “la mujer” el que viene a designar una identidad ante la cual la del nombre propio se borra y no se sostiene más, puesto que ella debe ser modificada en el sentido comandado por ese: “la mujer”.

      Lo que nombra el nombre –único– que comanda la función del nombre propio en los dos síndromes y la vuelve inoperante, tiene por propiedad volver al sujeto en forma de una identidad real y unívoca, la de una significación impuesta. Esta x designa lo que está anotado a en la fórmula de la imagen i(a), es decir el objeto, en tanto que este objeto, siempre el mismo, no es, en principio en la neurosis, identificado jamás por el sujeto, como lo señaláramos más arriba. Aquí este está identificado en los dos casos y constituye el pivote de una sistematización articulada del delirio.

      Destaquemos sin embargo, a modo de diferencia que en el síndrome de Frégoli el sujeto concluye modificaciones de su cuerpo sólo a nombre del objeto que las causa, mientras que en el transexualismo, las cosas son en parte invertidas desde ese punto de vista: el sujeto concluye sólo a nombre del objeto que él identifica (la mujer) y con el cual él está identificado (como goce de envoltorio) a las modificaciones de su cuerpo, que él llama, en el sentido de una identificación a este objeto.

      En los dos casos el nombre propio se reduce a un nombre común y ese nombre común, al objeto, el nombre revelando en sus equivalencias el carácter en este caso inoperante de la función simbólica que se supone debe inscribirse y representar. Él está adjunto al real que él nombra, es decir, que este identifica –puesto que es aparente, según las palabras de esos pacientes, que “Robine” en Frégoli o “la mujer” en el transexualismo, identifican alguna cosa.

      De esta manera, la demanda del transexual de ser “nombrado mujer” encuentra en esta nominación el último término de su significación, en una tentativa de realización del sujeto. Esta realización debe entenderse literalmente, como una conjunción acabada del objeto: modalidad pura de la identidad, ya hemos tenido ocasión de destacarlo, que causa regularmente la desaparición del sujeto, en el sentido de su muerte subjetiva –en la medida misma en que la identificación del objeto ocupa, a partir de ahí, todo el campo.

      Este retoque de la función del nombre, en el síndrome de Frégoli como en el transexualismo, pone entonces en primer plano una invalidación del registro del nombre propio. En el Frégoli, la imagen ya no le es articulada, puesto que ella ya no es nombrada aunque tome cualquier forma, sino con un único nombre, referido directamente al objeto. Y en el transexualismo, el nombre propio está igualmente expulsado fuera del campo, no representando ya al sujeto. No es poco común que este intente reparar esta carencia viniendo a poner el enigma que lo atormenta en manos de los tribunales, es decir, de la potencia nominadora, confundida aquí con la ley real, la que expresa el juez. El sujeto transexual identifica de una manera que quisiera perfecta y completa, el nombre de un objeto, donde quisiera encontrar una identidad estable, en otras palabras, sanar de la sexuación: este objeto es el que llama la mujer. Y si a menudo su demanda toma la forma de una reivindicación, lo que él espera de la ley es que ella simplemente tome acto de lo que implica, según él, este objeto –en tanto que este comanda el nombre.

      En ambos casos y de manera más inmediatamente sensible en el transexualismo, es el nombre en tanto nombre propio que es recusado, es decir, que pierde su función de nominación. Ahora bien, el nombre propio, en cuanto este es sin significación, es lo que permite precisamente a un sujeto estar representado en el orden del lenguaje, siendo primero identificado a un lugar vacío, pero nombrado, a saber, comprometido en la operación y el intercambio de la palabra. Este lugar vacío, ese simple rasgo nominal recibido de sus padres donde un niño viene a ser representado primero, es la metáfora inicial que hace posible a las que seguirán –la palabra del sujeto.

      El transexualismo, así como el síndrome de ilusión de Frégoli, ilustran de manera muy precisa los efectos resultantes en la psicosis, del fracaso de esta primera metáfora del sujeto, que simboliza el nombre propio. Este es comandado en los dos casos por un único nombre que identifica el objeto, objeto que deviene de vuelta pivote o principio de la nominación: único nombre subsistente, identidad –imperativo y persecutorio.

      Respecto a la imagen, en fin, ella es puesta en evidencia, de manera prevalente en los dos casos, como forma persecutoria en el síndrome de Frégoli, y como ideal de “completitud” en el transexualismo. De todas maneras estas dos modalidades son bastante próximas, en primer lugar porque ambas están asidas como modalidades de lo Uno y, segundo, porque es habitual en la clínica ver invertirse los valores de lo ideal y de lo persecutorio.

      Constatamos de la misma forma cómo la imagen con la cual tenemos que vérnosla en uno y en otro caso, está desligada de su consistencia y de su identidad de forma para ser referida a las determinaciones que son las del objeto, según una serie que va de la conjunción unificadora con el Uno (el perseguidor en el síndrome de Frégoli, “la mujer” en el transexualismo) a la disyunción de este Uno, en un desmembramiento del cuerpo donde las palabras de esos pacientes nos permiten seguir las líneas de la división21 según modalidades del espacio ciertamente muy diferentes a las que estamos acostumbrados a desplazarnos.

      Dicho en otras palabras, si hay en verdad una prevalencia de la imagen, es según modalidades donde esta no es identificable con una forma determinada por la puesta entre paréntesis del objeto, es decir i(a). Se trata más bien de una estructura en la cual el nombre, habiendo fracasado en venir a colocarse en el primer lugar de representación del sujeto –que es propiamente la operación metafórica que coloca aquí los paréntesis, permitiendo a la imagen constituirse también como representación distinta del objeto–, la imagen va a ser de alguna manera volteada sobre su vertiente del objeto: