sensible al contexto y yo a las personas. Acaparan toda mi atención. Cuando cojo el metro con mis hijos, me riñen, dicen que miro demasiado.
¿Es una decisión política? ¿Cuáles son sus ideas?
Recibí una educación más bien de izquierdas. Y, a pesar de todo, continúo pensando en un ideal de igualdad social y redistribución económica.
¿Defiende las reivindicaciones de los chalecos amarillos?
No se puede estar a favor o en contra de ellos. Son una realidad, la expresión de una fractura social. Hay que admitir que hay gente a la que se ha dejado de lado. Si nos negamos a ver su sufrimiento y su abandono, nos exponemos a su rabia.
En Las lealtades se mete en la cabeza de dos preadolescentes. ¿Cómo lo hizo?
Observando. Los doce-trece años son los del silencio, la edad de la incomunicación con los padres. Mis hijos me han contado cosas de ese tiempo que jamás pude imaginar. Y yo tenía la idea de que hablábamos mucho… Los niños se expresan, pero no los escuchamos. Algunos padres están ciegos por su propio sufrimiento. Los problemas materiales o la incapacidad de salir de una obsesión nos centra tanto en nuestra herida que no nos permite ver lo que sucede. Los niños están sobreprotegidos en algunos aspectos y totalmente desprotegidos en otros. Puedes pensar que en casa están a salvo y, sin embargo, pueden estar muy expuestos en internet. No tenemos miedo donde deberíamos tenerlo.
¿Alguien herido tiene miedo a herir?
El miedo a reproducir lo sufrido es una constante. En los testimonios de abusos me impresiona cuando las víctimas de un cura pedófilo explican que se han pasado toda la vida temiendo convertirse también en pedófilos. Es lo más atroz: la reproducción casi inevitable del dolor.
Tiene una estrategia literaria: lo que parece que va a pasar no sucede. Se nota que valora a Stephen King.
Es verdad. Él plantea una pregunta que me ha interesado siempre: ¿quién eres cuando escribes?
¿Y quién es usted cuando escribe?
Uno es lo que decide mirar. Al escribir se multiplica. Sería yo, pero exagerada porque la escritura nos permite llevar al límite lo que somos.
Delphine de Vigan y el dolor que une
Por correo electrónico, y sin que se lo pidiese, Delphine de Vigan me indicó cómo llegar desde el aeropuerto en RER, el metro rápido parisino que se salta algunas paradas, hasta la estación de Port Royal, a un paseo de su casa. Yo iba a París para visitar una feria de mobiliario de diseño junto al aeropuerto. Y aproveché el viaje para pedir a la editorial un encuentro con la escritora. Me recibió en su casa, un ático que, para París, es un piso extraordinario. La cocina estaba abierta al salón y, aunque era enero, entraba a raudales el sol de la tarde. Llegué una hora antes de lo que ella había calculado, pero le dije que si no le iba bien, podía esperar. Me contestó que al contrario, mejor hacerla ya, que pasara. Ofreció un té. Ella también bebió té verde y tuvo la mayor paciencia del mundo aguantando mis preguntas en francés. Hablo de una paciencia espectacular, sin límites. Era mi primera entrevista en ese idioma y, francamente, no sé cómo le eché tanto valor al creerme que conseguiría hacerla. Llevaba las preguntas escritas (corregidas por Françoise, una francesa residente en Madrid con la que, entonces, hacía intercambio de conversación).
Las preguntas eran minuciosas, pero la contrapregunta es siempre imprevisible. Fue ahí donde demostró su paciencia, su dulzura y su inteligencia. Aunque yo me pasara al inglés en algún momento, ella no dejó de hablar en francés, como si yo no fuera a perder los matices de los asuntos íntimos que me reveló. Cuando terminé de transcribirla, y antes de editarla, mi marido tuvo también la santa paciencia de escuchar los ciento quince minutos de entrevista para comprobar que todo estaba en su sitio. Dos personas mostraron una paciencia extraordinaria conmigo. Muy poco después, Javier y yo tuvimos una crisis de pareja y me fui a vivir a París. Delphine había sacado un nuevo libro. Se anunciaba, con su retrato, en las banderolas de las farolas.
Edna O’Brien
«Somos testigos de lo que no queremos ver».
Edna O’Brien (Tuamgraney, Irlanda, 1930) ha aprovechado cada novela para denunciar algo. Eso la ha convertido en una escritora incómoda que muchos han querido silenciar. El presidente irlandés Michael Higgins reconoció hace un año que el país estaba en deuda con ella tras entregarle el máximo galardón de las artes, el Saoithe of Aosdána que la equiparó a Samuel Beckett y Seamus Heaney. También la nobel canadiense Alice Munro lo hizo cuando le escribió asegurándole que era escritora gracias a ella.
Su valentía ha convivido con una reputación labrada en las columnas de sociedad de la prensa británica derivada de su cercanía al mundo del cine. En sus memorias, aparecidas hace tres años, convive su amorío con Robert Mitchum y la narración de una huida constante: de su familia, de su marido, del catolicismo o del esquematismo feminista. En 1960, su primer libro, una de las grandes novelas irlandesas, Las chicas de campo, le sirvió, entre otras cosas, para tomar la decisión de separarse de su marido, el escritor Ernest Gébler. También le costó las relaciones con su entorno: el párroco de su pueblo lo quemó en la plaza. De los celos de su marido dio cuenta su hijo Carlo en el libro Father and I, en el que narra cómo su progenitor rechazaba, haciéndose pasar por su madre, ofertas de trabajo en universidades norteamericanas o la propuesta de transformar una novela en película ofreciendo, en cambio, sus propios escritos asegurando que tenían mayor calidad.
En un ejercicio más de valentía, la escritora ha venido a España, con casi ochenta y seis años y porte de vieja diva, a presentar su última novela, Las sillitas rojas (Errata naturae), sobre un personaje inspirado en la figura del poeta, psiquiatra y genocida serbio Radovan Karadzic. O’Brien posa en un coqueto hotel con jardín del centro de Madrid para El País. Que se estire con el divismo de una gran actriz cuestiona lo que ella repite como una letanía: la necesidad del escritor de aislarse en su mundo interior. Pero entonces habla, protesta, se enfada y hasta parece recitar cuando detalla algunos sueños premonitorios y uno se da cuenta de que las dos caras son la misma. Eso trata de explicar ella en sus novelas: donde está la perdición puede estar también la salvación.
Juró que no escribiría sus memorias, pero cuando el médico le dijo que estaba «sorda como un viejo piano» decidió hacerlo. ¿Qué le quedaba por decir?
Quise dar a conocer la persona que realmente soy. Se me ha retratado como un animal de fiestas. Claro que he ido a fiestas, pero no podría haber escrito veinticinco libros si hubiera tenido la vida frívola que me atribuyen. No quería reivindicar nada. Quería ser lo más sincera posible.
¿Por qué la prensa del corazón la tomó con usted?
Porque soy una mujer apasionada. Y una irlandesa viviendo en Inglaterra. A los irlandeses no les hago gracia porque soy una mujer audaz y ellos prefieren a sus escritores masculinos. Y lo digo amando a dos de ellos, James Joyce y el Sr. Beckett. Si cuando muera, alguien escribe mi biografía, lo único que espero es que no sea barata, que no sea tonta y que no sea viciosa. Tres grandes esperanzas.
Sus lectores de fuera del Reino Unido sabrían poco de su vida mundana y lo habrán aprendido a partir de su biografía.
Hay un capítulo, llamado «Nocturnos», que explica esa faceta: las dos veces al año que daba fiestas.
¿Por qué las daba?
Acababa de salir de un matrimonio en el que no había habido ningún tipo de fiesta. Tenía una vida bastante desalentadora. Es la manera más agradable que tengo de resumirlo.
Pero duró diez años.
Podían haber sido cinco o siete. Cometí un error. Creo que cuando un escritor que tal vez no ha tenido éxito se casa con una joven veintidós años menor que él que quiere ser escritora, se da una situación que arranca con problemas.
Estudió Farmacia. ¿Cuándo quiso ser escritora?