ustedes!
No quiere ser la voz de los bengalíes emigrantes.
No puedo serlo. Yo me enamoré de la literatura sin encontrar jamás un personaje que ni remotamente se pareciera a mí o a mis experiencias. Crecí leyendo Shakespeare, Thomas Hardy o Tolstói no porque me hablaran sus personajes, sino porque son obras de arte. Y las obras de arte tienen el poder de ir más allá de los mundos estrechos. ¿Si mis padres son inmigrantes solo debo leer historias de gente cuyos padres son inmigrantes? ¡Per carità!… Si es literatura, debe ser capaz de hablar a todos.
Vivimos en un mundo de consumo a la carta.
Todo el mundo online se basa en eso. Amazon envía continuamente mensajes: «Si compraste esas sillas, te gustarán estas». De modo que nunca te gustarán sillas completamente diferentes porque ni sabrás que existen. La vida está empobreciéndose por las simplificadoras herramientas del marketing. El arte y la literatura son herramientas para ampliar, no para limitar nuestros pequeños mundos.
¿Cuando era joven, sentía deseo de pertenecer a una cultura?
Sentía desesperación. Pero me liberé de eso. Era doloroso, un sentimiento de inferioridad y fracaso.
¿Por qué se sentía inferior?
Porque no soy americana. América para mi madre era el enemigo. Y yo me moría por integrarme porque odiaba sentirme diferente. Odiaba todo sobre mí misma: mi nombre, mi aspecto… Y eso es un sentimiento devastador.
¿Salió de todo eso sin ayuda?
No. Tuve mucha ayuda. Me he psicoanalizado durante años.
¿A su hermana le pasó lo mismo?
No puedo hablar por ella, pero creo que no vivió tan atormentada. Es siete años más joven, nació en América y para entonces mis padres llevaban una década fuera de India. Cuando yo nací, mi madre se pasó años negando nuestras vidas. No quería que nada de lo que nos rodeaba nos tocara. Y eso es imposible. No confiaba en el lugar donde había ido a vivir. Todo para ella era una amenaza. Tuve que lidiar con eso. Cuando mi hermana nació, el hielo ya estaba roto.
Pasaban los veranos en Calcuta.
Creo que es imposible ir y no reaccionar ante lo que ves. Me interesaba mucho habiendo crecido en un lugar tan estéril como Nueva Inglaterra. Me estimulaba. Es un lugar visceral, como Roma elevado a la enésima potencia, un sitio que te hace pensar. Pero lo que no me gustaba era sentirme diferente también allí. Allí éramos los americanos: que si éramos ricos, que si teníamos máquinas que nos limpiaban la casa. Creo que pensaban que vivíamos en la Casa Blanca. Yo sentía la presión por tener allí una experiencia que no era mía: la de volver a casa. Aquello no era mi casa. Con todo, había algunas cosas por las que podía dejar de preocuparme. Por ejemplo mi nombre. Parece poco, pero es mucho. Allí mis padres eran gente en un contexto. En América eran criaturas aisladas.
Pero todavía viven en Estados Unidos.
Mi padre decidió que se quedaban. Su cultura es así, son los hombres los que deciden.
Sin embargo, como sucede con algunos de sus personajes, era su madre quien le buscaba a usted un marido.
Sí.
¿De Calcuta?
Eso era lo ideal, pero podía ser también un inmigrante indio, alguien como yo.
¿Qué dijo cuando apareció con su marido?
No sabían qué hacer. Pero lo quieren mucho. Uno tiene que cambiar. Mi insistencia en refugiarme en el cambio es una reacción a mi madre, que, básicamente, se negó a cambiar y rechazó la realidad porque la realidad es cambio. Todo cambia. No hay otra manera de entender la vida. Mi madre estaba en contra de la vida. Y eso es una batalla perdida: garantiza tu propia infelicidad y la de quienes te rodean. Quiero a mi madre y me angustia que naciera en un tiempo y una cultura que esperaba de ella que se adaptara a los deseos de los demás. Ella tuvo una boda arreglada. Se casó con mi padre, que vivía en Londres. Como mi padre quería ir a América, ella fue; como quiso quedarse, ella se quedó. ¿Dónde queda una persona en una vida así? Creo que le aterrorizaba dejar de ser lo que era. Con sus fijaciones sobre cómo teníamos que vivir, vestir o comer nos enviaba el mensaje de que no podíamos dejar que el enemigo se colara en nuestra casa. He conseguido que mi vida no sea así y estoy agradecida.
¿Cómo es su madre hoy?
Igual y distinta. Tiene setenta y siete años y puede conducir un coche o irse a comer un trozo de pizza. Eso hubiera sido impensable en India. Sin embargo, tiene vivo el recuerdo de la chica que fue, de cómo durmió entre sus padres hasta que se casó.
¿De dónde se sienten sus hijos?
Son americanos, pero espero que se sientan del mundo. Han aprendido a adaptarse. A lo mejor les hago daño. Pero asumo esa responsabilidad. Les pido que sean ellos mismos. Que estén cómodos en sus huesos. Que sean lo que quieran ser.
¿En el mundo ha encontrado más racismo, clasismo o sexismo?
Todo eso. Toda mi vida he sido muy consciente de la intolerancia y los prejuicios.
¿Sus hijos no los han vivido?
En parte sí y en parte no. Los humanos estamos más programados para defendernos que para mezclarnos. Podría decir que hoy hay menos sexismo: soy una mujer que da clase en Princeton. Lo mismo sucede con los estudiantes. Hace dos generaciones eran todos blancos. El mundo, mi mundo, parece haber cambiado. Pero en algunos aspectos nada ha cambiado y los cambios no van a mejor. La política lo refleja. Solo la ciencia me da esperanza en el mundo.
¿Cómo educar sin optimismo?
Todo cambia. Si no aceptas ese principio básico, estás eligiendo una vida de infelicidad continua. Si no miramos hacia fuera para tratar de entender y elegimos obsesionarnos con nuestro pequeño mundo, al final lo que hacemos es construir miedos.
¿La visión del mundo que describe no precisa cierta posición económica? ¿Cualquiera puede permitirse esa apertura mental?
Hay millones de personas con todo el dinero del mundo y con cero apertura mental. Quiero creer que la apertura mental no depende del dinero. Depende de la lucidez más que de las oportunidades. La razón por la que creo que uno puede abrir su mente sin dinero es porque creo en la literatura. Cualquiera que tiene acceso a una biblioteca puede abrir su mente.
¿Qué libro abrió su mente?
Leer. Ningún libro en concreto.
En sus libros hay miedo a la tecnología.
Los teléfonos inteligentes nos hacen estúpidos. Han acaparado nuestra atención.
Ha escrito sobre cómo en el mundo animal para convertirse en mariposa debe desaparecer el gusano.
En el mundo humano, incluso si alguien se cambia de sexo, no puede dejar atrás todo su pasado. Cargamos con lo que hemos sido. Podemos alterar, pero no deshacer. ¿Cuál es entonces la realidad? Eso es lo que me fascina y aterroriza a la vez: lo que nos hacemos a nosotros mismos para dejar de ver lo que tenemos delante.
Jhumpa Lahiri, instalada en el Trastévere
De vivir pendiente de lo que esperan sus padres a beberse la vida hasta el final del vaso. El viaje de Jhumpa Lahiri por la vida va mucho más allá de la distancia que recorrió su mudanza de Londres a Rhode Island o de la que salvaron sus padres, que llegaron a Londres desde Calcuta. De las cerca de doscientas entrevistas que he publicado en El País Semanal, solo he hecho dos en italiano —hablar italiano es un recuerdo, también una advertencia, de mi idealismo y mi falta de pragmatismo juvenil—. Una fue a una italiana, Barbara Jatta, primera directora de los Museos Vaticanos. La otra, a esta mujer que, nacida en Londres de padres bengalíes y criada en Rhode Island, quiso salir de su barullo identitario y construirse una nacionalidad propia. La Jhumpa Lahiri independiente decidió expresarse en italiano. Y vaya si lo hizo: tras conseguir el Pulitzer, estudió diez años y pasó a publicar en esta lengua. La entrevista fue en el piso que tiene alquilado, desde hace